- La gran farsa democrática: ser dominados y creer que uno pinta algo en el dominio de las cosas.
La farsa ha quedado al descubierto: las instituciones de “la primera democracia del mundo” se encuentran hoy, a ojos de todo el mundo, a la altura de las de la última república bananera. Todas las instituciones están tocadas, aún no de muerte, pero sí de desvergüenza y desprestigio: el sistema electoral, los gobernadores y parlamentos de los estados, el Senado y Cámara de Representantes, los dos únicos partidos políticos, los tribunales de justicia y, por tanto, el estado de derecho, sin olvidar el cuarto poder sin el que nada de ello sería posible: los medios de adoctrinamiento de masas. Todos ellos han sido partícipes activos del golpe de Estado perpetrado el 3 de noviembre de 2020 y consumado el 6 de enero de 2021.
Ahora bien, todo esto —salvo lo de un fraude electoral de semejantes magnitudes— ya lo sabíamos desde hace muchos, muchísimos años. Rectifico: lo sabía quien lo quería saber; pero la inmensa mayoría lo ignoraba (y lo sigue ignorando). Y ahí, en esta ignorancia, está la clave del éxito del Sistema que constituye el mayor y más sutil engaño perpetrado en toda la Historia: hacer creer a los dominados (a esas clases populares, a esos obreros, a esas clases medias e incluso, hoy, a esa burguesía emprendedora, productora y no especuladora) que son ellos quienes deciden y, por tanto, dominan.
¡Qué van a dominar quienes se limitan a elegir a los dirigentes de una casta que, defendiendo una misma y abyecta concepción del mundo, son perfectamente intercambiables entre sí! ¡Qué van a dominar quienes no disponen de otras informaciones ni de otro estado de espíritu que el propagado por unos medios de adoctrinamiento al servicio de dicha casta y de la plutocracia globalista que pretende acabar con la familia, la nación y el arraigo de cualquier identidad!
Pero alguna vez, aunque sea rarísimo, puede surgir la excepción, el fallo del sistema. Alguna vez puede algún outsider llegar a colarse en un Sistema diseñado para que nada ni nadie ajeno a él —a sus valores, a sus principios— se introduzca en sus engranajes. Y eso es lo que, en las elecciones de 2016, ocurrió con ese particular revolucionario que es Donald Trump y cuya derrota daban por descontada.
¿Revolucionario, Donald Trump?... Nada tiene que ver, desde luego, con aquellos locos desalmados que querían acabar —y acabaron dondequiera que alcanzaron el poder— con las vidas, la propiedad y el mercado. Pero sí es revolucionario Donald Trump frente a esa extraña amalgama de progres izquierdistas y de plutócratas de la especulación y de los oligopolios mediático-tecnológicos que constituyen la nueva casta dominante.
Y son ellos —los muñidores del Deep State— quienes, el 3 de noviembre, hicieron lo único que podían hacer para que un Donald Trump no se les volviera a colar: organizar el mayor fraude electoral de la historia.[2]
Han ganado. Han ganado la batalla, pero no la guerra. Han ganado porque a lo largo de sus cuatro años de mandato Donald Trump no ha conseguido obtener los apoyos suficientes —la voluntad seguro que la ha tenido— de drenar por completo la ciénaga. Han ganado también porque ayer Donald Trump cometió el que quizás haya sido su único y más grave error táctico: no imaginarse que sus enemigos podían dar un golpe como el que dieron al organizar el asalto al Capitolio. Hubiera sido bien fácil evitarlo: le hubiese bastado desplegar la Guardia Nacional frente al Capitolio y advertir, en su discurso, del peligro existente.
¿Y ahora qué?
Decía antes que la gran farsa del actual sistema democrático —ser dominados y creer que uno pinta algo en el dominio de las cosas— ha sido ignorada por la inmensa mayoría de los dominados. Todo cambia sin embargo —todo, más exactamente, puede empezar a cambiar— a partir del momento en que, desmoronándose o desprestigiándose las instituciones del Sistema, su gran, su siniestro teatro de sombras aparece a la luz.
Estamos aún lejos de ello, es cierto (sólo, por ejemplo, un 50% de los norteamericanos están convencidos del fraude electoral, lo cual no deja de ser mucho, dado que el 95% de los medios les han estado afirmando lo contrario día y noche).
El enemigo —lo acabamos de ver— es poderosísimo, sus artimañas enormes. Pero como decía esta mañana Carlos Esteban en un brillante artículo, todo esto “al menos servirá para una cosa: para que la derecha que ha apoyado a Trump, que ha puesto sus esperanzas en Trump [...] deje de soñar con el sistema y advierta que el campo de juego está diseñado para que pierdan siempre. La Posguerra Mundial ha terminado, señores”.
Comprendamos por fin, dicho de otro modo, que hay que perderle el respeto al Sistema, hay que negarle una respetabilidad de la que carece. En una palabra, hay que luchar, aun utilizando aquellas de sus armas que sea menester, fuera de su marco, de sus esquemas, de sus principios. Fuera de esa democracia fraudulenta y engañosa. Por otro tipo de democracia. Por otro tipo de mundo.
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[1] Ah, ¿lo duda usted? Aquí tiene una de las pruebas. En la cuenta de @elmanifiestocom en Twitter podrá encontrar muchas más. Otra cosa es que, abiertas las puertas a los provocadores antifas, hubo ciertamente trumpers que ingenuamente penetraron también.
[2] No vamos a repetir datos e informaciones. Todos los medios alternativos los hemos dado ya más que de sobra (por lo que a EL MANIFIESTO se refiere, véanse los artículos indicados al pie de éste). Si pese a todo ello, alguien aún lo pone en duda, ¿qué quiere que le diga? Hágaselo mirar. Ah, ¿dice usted que ningún tribunal ha confirmado ninguno de tales fraudes? Pero, en serio, ¿aún cree usted en la existencia de un Estado de derecho y en la integridad e independencia de los tribunales?
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