martes, 2 de marzo de 2021

GERARDO DIEGO Y LA SUERTE DE VARAS / por José María Moreno

Recopilatorio de artículos y entrevistas de Gerardo Diego,
 publicado por ABC. (Pag. 388, Suerte de varas).

En uno de mis poemas ya hago ciertas consideraciones acerca de ello. No cabe duda que la Fiesta tiene momentos duros, tanto en lo que respecta al toro como al caballo, mas la verdad es que todo eso está superado por el arte, la belleza y la gallardía que se desprenden del espectáculo. Además, últimamente se ha llegado a una estimable humanización en todos los aspectos; humanización que puede llegar a ser peligrosa, por que puede cristalizar en una degeneración de los valores fundamentales de la Fiesta.

GERARDO DIEGO Y LA SUERTE DE VARAS

José María Moreno
Suerte de Varas /2 marzo, 2021

GERARDO DIEGO, UN GRAN AFICIONADO A LA FIESTA

Un gran aficionado a la Fiesta, que se permitió censurar los abusos que en ella percibía. Amante de la pureza, de la épica y de la emoción que del toreo emanaba, no se avino a la comodidad y superficialidad en la que el rito se sumía ya en los comienzos de la segunda mitad del pasado siglo. Cantó las excelencias de las suertes de la corrida, respetando a los subalternos en justa medida, animando a todos los toreros a velar por una Fiesta íntegra.

En su poema: “La suerte o la muerte”, glosó las virtudes del toreo y sus intérpretes, “rezando”, casi, a los picadores:

“Ose el caballo la raya del trópico. / Ruede y ofenda el rural castoreño. / Prenda en la cumbre el castigo de Júpiter, / y fluyan rabiones de sangre”.   

Sabedor el poeta de la fuerza del toreo, deseó que la Fiesta fuera bien tratada, sin huir de su esencia, sin perder su liturgia, preservando la tradición con adecuada sensibilidad, acorde con lo que predicara en su día Emili Herzog “André Murois”: “Las tradiciones no se heredan, se conquistan”. Una corrida con la cruel muerte de caballos no era admisible; tampoco lo fue el acomodo de los picadores para herir a mansalva. La prédica era acertada; el esperado resultado de sus denuncias, como el de las nuestras, parece no haberse producido aún.  

GERARDO DIEGO. EL RUEDO, 16/04/68

En uno de mis poemas ya hago ciertas consideraciones acerca de ello. No cabe duda que la Fiesta tiene momentos duros, tanto en lo que respecta al toro como al caballo, mas la verdad es que todo eso está superado por el arte, la belleza y la gallardía que se desprenden del espectáculo. Además, últimamente se ha llegado a una estimable humanización en todos los aspectos; humanización que puede llegar a ser peligrosa, por que puede cristalizar en una degeneración de los valores fundamentales de la Fiesta.

SUERTE DE VARAS

Ahora que está de moda -¿hasta cuándo, por favor?-, como consecuencia del título de una obra literaria, los réquiem por éste o aquél, por esto o lo otro, parece oportuno entonar uno por la suerte de varas. Si hay alguna suerte moribunda, ya que no definitivamente difunta, es la de varas. La invención del peto fue causa inicial de ello. El peto se impuso por la conciencia de la crueldad de la fiesta y como consecuencia de la presión no española. La España cruel, la España inquisitorial y negra se confirmaba todas las tardes al comprobar la insensibilidad aparente de parte de un público.

Así surgió entre nosotros mismos, entre aficionados, toreros y autoridades que sin duda no adivinaban lo que iba a pasar, la obligatoriedad de los petos. Los primeros petos eran bastante ligeros, pero pronto se recargó el peto o parapeto, no sólo para evitar el daño al noble e inocente caballo, sino también para que el picador pudiese a mansalva hundir y barrenar su puya en los lomos martirizados del toro. La estética de la suerte de varas, que también la tenía aunque no supieran verla los ojos sentimentales que sólo sabían contemplar el suplicio del jaco, padeció gravemente hasta casi afearse en un estúpido y adormecido círculo de aguante tapándole al toro la salida con el enganche de los cuernos en el peto. Y surgió así la horrible carioca que sustituía al caballo por el toro como bruto condenado a la barbarie inexorable.

Aunque –y esto es lo más curioso- tampoco el caballo quedase libre del suplicio. Sólo que en vez de ser en cada corrida varias las defunciones equinas, ahora rara vez se producen. Un caballo único casi siempre tiene que aguantar en inenarrable calvario toda la corrida y luego otra y otra. ¿Se puede medir la tortura que tan repetidos amagos de agonía y muerte, con sus inevitables heridas y curas, suponen para el sufrido jamelgo?

Y esto no parece que tiene remedio. Quizá lo más prudente sería volver aligerar los petos, con lo cual la lucha sería menos desigual y la crueldad más o menos la misma, por todo lo que llevamos dicho. Y volvería la emoción soberana del primer tercio de la lidia y veríamos la bravura o la mansedumbre de los auténticos toros. Y cuando saliera alguno verdaderamente bravo, volveríamos a entusiasmarnos con su pelea. Y con los quites, los verdaderos quites de maestros. Y con el brío, el valor y la técnica jineta y picadora de los grandes varilarqueros.

Madrid, 22 de junio de 1968

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