Todo lo que pase en una plaza viene condicionado en primer lugar por el toro. Puede haber más o menos gente en los tendidos y el torero estará mejor o peor, pero el eje alrededor del que todo gira es el toro. Para bien o para mal.
Mundos paralelos
Paco Delgado
Burladerotv / 26 de agosto de 2021
De las tres patas que sostienen al espectáculo taurino, todas indispensables, es el toro quien, en primer lugar, tiene un papel más decisivo, puesto que su presencia y comportamiento determinan desde el primer momento el desarrollo de la función.
Todo lo que pase en una plaza viene condicionado en primer lugar por el toro. Puede haber más o menos gente en los tendidos y el torero estará mejor o peor, pero el eje alrededor del que todo gira es el toro. Para bien o para mal.
De siempre se ha discutido y especulado sobre los requisitos que deben ser indispensables para que este animal cumpla con lo que de él se espera, si bien nunca se ha llegado a concretar con unanimidad cómo se quiere que sea ni cómo se pide que reaccione ante los estímulos de la lidia. Para unos, es imprescindible la fiereza; para otros, la nobleza. Hay quien pide que provoque miedo hasta en el tendido y quien recomienda que sea armónico y de formas más suaves, sin que tampoco el término trapío, que debería definir el aspecto de conjunto del ejemplar, acabe de ser entendido igual por todo el mundo. Como tampoco lo es el concepto de bravura.
A través de siglos de evolución y experimentación se ha conseguido alcanzar un tipo de toro de hechuras si bien más homogéneas, más perfilado y definido que nunca, al igual que en su fondo, habiendo alcanzado un modelo que aguanta faenas mucho más extensas y ante matadores que en su inmensa mayoría tienen una formación excelente y para los que apenas hay secretos de la lidia, lo que significa que el toro debe soportar un esfuerzo mucho mayor que hace, por ejemplo, un siglo, cuando se lidiaba el toro posiblemente más grande y peligroso de la historia, como así lo prueba la cantidad de diestros caídos en la llamada Edad de Plata del toreo.
Bien es cierto que ahora salen con mucho más volumen y defensas, y un grado de manejabilidad enorme a costa de haber perdido una buena dosis de casta.
Pero todo está en la ley del mercado. En la oferta y la demanda. Antes, en las plazas había un mayor número de espectadores que entendían perfectamente de qué iba la cosa y a los que no era fácil dar gato por liebre; ahora se llenan de público que pide orejas a cualquier precio. Antaño se exigía una lidia y someter al toro; hogaño se quiere ver cómo se hacen muchas cosas, sin importar ni el cómo ni el porqué. Era el toro quien exigía e imponía cómo se le debía lidiar y ahora sólo se pide que aguante muchos muletazos. Luego es la gente que llena, no el llamado aficionado, quien termina imponiendo el modelo, buscando el lucimiento artístico en detrimento de un previo dominio de la fiera.
Esta nueva predilección ha llevado aparejado el que el tercio de varas, tan fundamental de siempre, actualmente sea, en la mayoría de las ocasiones, un mero trámite, previo a una faena de muleta que se ha convertido en el núcleo fundamental del espectáculo y siendo el torero quien, ante lo que pide la masa, exija qué toro quiere. Como dice don Mariano Tomás Benítez, la lidia reduccionista ha perdido su vigencia ya que el toro apenas ofrece más resistencia que su fortaleza física para aguantar setenta, ochenta o cien muletazos, eso sí, con una nobleza desconocida hasta hace poco, y de una perfección técnica en la ejecución de aquellos setenta, ochenta o cien muletazos igualmente nunca vista hasta estos últimos tiempos.
Consecuencia de todo ello es que la emoción haya desaparecido en gran medida en el ruedo, y la lidia en sí haya mutado en un espectacular despliegue técnico del torero ante un oponente especialmente colaborador en su lucimiento, habiéndose perdido en buena parte el espíritu de lucha y una cierta incertidumbre en el resultado final de la lid. Y no se olvide que lidia deriva de este termino, que significa lucha.
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