Las hogueras de Goebbels en el Berlín de 1933 se van a quedar en pequeñas fogatas al lado del gran incendio que nos proponen los talibanes y talibanas de la ideología de género, el resentimiento postcolonial, la sopa de letras LGTBI, etcétera.
Talibanas y talibanes
Sertorio
El Manifiesto / 14 de agosto de 2021
Tenía pensado que este artículo tratara sobre el imparable avance de los talibanes en Afganistán y la curiosa relación que hay entre las intervenciones de Estados Unidos y el auge del fundamentalismo islámico: allá donde florecen a bombazos las primaveras de la CIA, acabamos teniendo un auge de las tendencias más radicales del islamismo. Parece que lo hacen a propósito. Pero, al final, desistí de seguir escribiendo sobre este asunto. Primero, porque a mis paisanos les da igual. Están demasiado entretenidos jugando a los médicos y pinchándose dosis tras dosis de inyectables de dudosos efectos pero innegables dividendos. Por otro lado, la pregunta de quien se ocupa de estos asuntos es: ¿Cuánta gente sabe, por lo menos, dónde queda Afganistán y qué es lo que ha pasado allí en los últimos cincuenta años? Para acabar, tampoco es tan alarmante el salvajismo de los muyahidines afganos: nos queda muy lejos y resulta menos dañino que la barbarie que aquí, ante nuestros ojos, realizan los talibanes y talibanas occidentales.
Es un curioso paralelismo que los que se rasgaban (y con razón) las vestiduras por la voladura del gran Buda de Bamiyán, ahora quieran dinamitar la cruz de Valle de los Caídos. Y eso es lo de menos; de las universidades anglosajonas, esos focos de pestilencia intelectual, nos llega la novedad, recogida en un artículo de esta revista por Alain de Benoist, de que se plantean extinguir los estudios clásicos y reescribir o modificar todos los textos históricos que les resulten ofensivos a los “colectivos” privilegiados. Vamos, que las hogueras de Goebbels en el Berlín de 1933 se van a quedar en pequeñas fogatas al lado del gran incendio que nos proponen los talibanes y talibanas de la ideología de género, el resentimiento postcolonial, la sopa de letras LGTBI, el neomarxismo rancio y los aquelarres de feministas atiborradas de eléboro. La verdad es que disponen de doctorandos y profesores suficientes como para reducir a la nada tres mil años de cultura europea. Aún hay más: un poco antes de ponerme a escribir estas líneas, me enteré de que la gobernadora de Oregón ha propuesto suprimir las exigencias de lectura, escritura y matemáticas para obtener el graduado en las High Schools de su estado, todo ello para favorecer a la población negra. Cualquiera que haya pasado por una High School americana (yo estuve hace ya muchas décadas, pero la cosa ha ido incluso a peor) sabe que no destacan precisamente por su alto nivel académico. Para que el lector me comprenda a la perfección, le diré que el modelo educativo español de Secundaria de la LOGSE está inspirado en el americano. Con eso lo aclaro todo, supongo.
Si yo fuera un americano negro me sentiría muy ofendido con semejante disposición, que me parece de un racismo insultante. La señora Gobernadora cree que los americanos de piel oscura son incapaces de poder expresarse correctamente por escrito, así como de realizar las más elementales operaciones matemáticas, por lo que ha decidido eximir de su aprendizaje a la población negra y por extensión a todos los estudiantes de secundaria de su estado. Es doblemente ofensivo porque Estados Unidos alberga una minoría de origen oriental que, sin embargo, debido a su inveterado vicio de estudiar y a su estructura familiar indestructible, consigue superar a sus compañeros wasps y alcanzar las mejores calificaciones. Supongo que la mejor manera de alcanzar la igualdad absoluta y la integración educativa total es suprimir cualquier requisito de inteligencia y sus supremacistas, eurocéntricas y discriminatorias manifestaciones básicas: la capacidad de comprensión lectora, la de expresarse por escrito, la de razonar de forma abstracta y la de operar con números y figuras. Entre estas leyes pedagógicas y la hegemonía de los medios audiovisuales se garantiza una masa de analfabetos que no sólo serán virtuales.
Siempre se iguala por abajo, en eso consiste el radicalismo democrático.
En el siglo XVIII, cuando desde la Prusia del Viejo Fritz empezaron los estados a preocuparse por el nivel intelectual de sus súbditos, una de las bases de aquellos incipientes sistemas educativos fue el producir ciudadanos útiles, con carácter fuerte e independiente y poseedores de la mayor cantidad posible de conocimientos. Contra lo que mucho demagogo actual afirma, los gobiernos europeos, incluyendo a la Rusia de los zares, trataron de extender la educación a todos los estratos de la sociedad y a rescatar a los elementos con más talento para ponerlos al servicio del país y también de sí mismos, ya que el esfuerzo por aprender procuraba un merecido ascenso social. Quien lograba un título de bachiller se ganaba también el tratamiento de “don”, lo que indicaba el valor y el honor de un diploma. Los sistemas educativos clásicos, en especial el francés y el alemán, funcionaron muy bien durante dos siglos y están detrás de la prodigiosa inventiva que manifestó en todos los campos de la ciencia el hoy tan demonizado hombre europeo de los siglos XIX y XX. Era muy sencillo en su filosofía: el esfuerzo, las dotes intelectuales, la competencia y la individualidad, cultivadas con disciplina y exigencia, acababan por dar muy buenos frutos. Por supuesto, nada de eso se regalaba y había que pasar por pruebas muy duras y selectivas, pero el resultado era innegablemente bueno: compárese el nivel de un simple bachiller de 1960 con el de un universitario actual con todos sus másteres.
Todo funcionó razonablemente bien incluso en la Unión Soviética, donde el dogmatismo marxista no era tan ciego como para destruir la base del poder del Estado: la capacidad de sus gentes. El sistema europeo se importó a Japón, a China, a la India, a todos los países interesados en alcanzar a Occidente, en defenderse de él y en combatirlo. Es en su cuna, en Europa, donde, desde los años 60, pedagogos, políticos y psicólogos intentan destruir este sistema. Y a fe que lo han logrado: un estudiante europeo actual no es competencia para indios, chinos o japoneses. Lo que el buen sentido de los hombres del XVIII levantó lo han arruinado las pseudociencias del XXI de psicoterapeutas y demás embaucadores foucaultianos, que han derruido una de las bases del poder de Occidente: su formación científica e intelectual.
No interesa que la gente salga formada de un centro escolar, sino educada en valores
Ahora no interesa que la gente salga formada de un centro escolar, sino educada en valores, y esto es muy grave. La formación es objetiva: enseña una ciencia o una técnica y no interfiere en la vida del que aprende, que puede tener los valores morales que quiera, porque lo importante es que asuma unos conocimientos que le permitan convertirse en un buen profesional. La llamada “educación” en “valores” (vulgo, adoctrinamiento) se ocupa de entrometerse en la vida sexual, afectiva y ética del alumno de forma radicalmente subjetiva y, además, valiéndose de unos “expertos” y “expertas” cuya titulación en unas discutibles “especialidades” se adentra en el terreno de la charlatanería. En realidad, estos “diplomados” han sustituido a los curas de la religión de Cristo para impartir la catequesis del Dios Planeta. Ahora ya no se va a la escuela a adquirir conocimientos, sino a sentirse “emocionalmente integrado”, a “socializar”, a “madurar afectivamente”. Aprender algo serio es lo de menos: véase Greta Thunberg.
Toda esta bazofia conceptual ha pasado a los códigos legales y es cada vez más autoritaria y exigente, hasta alcanzar niveles máximos de histeria y de absurdo en las recientes y disparatadas reformas educativas.
Los europeos pagamos miles de millones de euros de nuestros impuestos a escuelas e institutos que no forman, que no enseñan a los muchachos el valor del esfuerzo y del sacrificio, que les afirman que valen lo mismo la Tercera de Beethoven que Paquito el Chocolatero y que producen unas carencias brutales en unas aptitudes básicas que todo adolescente debería desarrollar, como el dominio de su idioma (los niños no leen ni hacen dictados, pero los atiborran de sintaxis), la comprensión lectora, el razonamiento abstracto, la capacidad de concentración o el disponer de una mínima cultura general. Y eso por no hablar de su tradición patria, a la que se les enseña a odiar. El que se pretenda acabar con los estudios clásicos posiblemente tenga que ver con la poco correcta existencia de un concepto que los griegos usaron para diferenciarse de los pueblos que les rodeaban: “bárbaro”. Ahora, en plena pandemia de relativismo cultural, es decir: de barbarie, los helenos son un embarazoso recordatorio para los talibanes y talibanas progresistas.
Supongo al lector enterado de que, en nuestro país, la Ley Celáa está en la vanguardia de este tipo de normas que nos llevan de cabeza al genocidio cultural, a la insignificancia científica y a la conversión de España en un país de burros con las alforjas rebosantes de inútiles y carísimos diplomas. Esta tendencia es uniforme en todo Occidente y le está regalando la hegemonía mundial a China, a Taiwán, a Singapur, a Japón, a Corea del Sur y a los países que se toman en serio la formación de sus jóvenes. Lo triste de todo esto es que, aunque llegue un Gobierno presuntamente “conservador”, no se enderezará el rumbo, sino que se persistirá en él, con las matemáticas “de género” y las “exploraciones” del cuerpo en los parvularios. Con estos cimientos, triste casa vamos a construir. Los talibanes afganos, por lo menos, son estudiosos del Corán, gente del Libro, que saben recitar las azoras de memoria y argumentar con los hadices del Profeta. No se nos ocurra exigirle lo mismo a los talibanes y las talibanas de género occidentales y demás jumentos psicopedagógicos. No nos pongamos elitistas ni supremacistas.
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