Por necesidad. Porque con el toro de hoy, modelado y amaestrado (genéticamente), parar, templar, mandar, cargar y pegar y pegar pases parece que no basta para cautivar al público, para ponerlo a tumulto en las taquillas, para “salvar la Fiesta”, cómo dicen los mercaderistas. Hay que recurrir a lo inusual, a lo espectacular, a lo circense. Pero cómo hacerlo sin caer en lo bufo.
Aristóteles define la tragedia, (y la corrida lo es), como: “imitación de una acción elevada y completa de cierta magnitud… qué suscitando compasión y temor, lleva a cabo la purgación de tales emociones (catarsis)”. Su hermana la comedia es otra cosa. La contraria.
“De lo heroico a lo ridículo solo hay un paso”, escribió Napoleón al cónsul francés en Varsovia tras su derrota en Rusia (1812), cuando la prensa europea que lo había deificado le llamaba “enano ridículo ambicioso y cruel”. Otros con esa misma frase citan a Bolívar, en su contestación al poema “Canto a Bolívar” (1824) de José Joaquín Olmedo. Cómo fuere, ambos héroes tenían porqué saberlo.
¿Cuándo se da ese paso? Cuando se entra en la parodia y la impostura. Las llamadas vanguardias en el arte, por ejemplo, (y el toreo es uno), han sido con frecuencia juzgadas cómicas, raras, feas, estrambóticas, pero hasta que imponen su autenticidad, pocas, y llegan otras nuevas a reemplazarlas.
El estrafalario Don Quijote, alegoría ética y patética de sempiternos afanes humanos; trascendencia, justicia, libertad, amor, lealtad, grandeza, belleza…, sostiene su loca extravagancia con valor y épica consecuencia. Mostrando que la tragicomedia del existir también puede ser sublime. Pasa en la literatura, en la vida y en el ruedo.
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