Manuel Granero admiraba a Gallito, tanto que el torero sevillano fue su modelo a seguir, pero una tarde memorable en Madrid lo convirtió en una figura de primer nivel.
Granero admiraba a Gallito, tanto que el torero sevillano fue su modelo a seguir. Ahora, que lo comparasen con él, le superaba. Las sensaciones se entremezclaban. Las del éxito en Bilbao y la de la responsabilidad de verse por la afición sucesor natural de Joselito. Trataba de olvidar al coloso muerto en Talavera con los recuerdos de su última actuación. Sin quererlo, y al querer dar un derechazo, se trajo la roja franela sobre la cadera. Sus vuelos mostraron una rúbrica. Sin quererlo había creado el pase de la firma. Ahora solo quedaba perfeccionarlo.
Arribó a la capital. Cansado se trasladó a la vivienda de un buen amigo, el periodista valenciano Manuel Gómez Domingo, quien firmaba con el apelativo de Rienzi. Tal era su amistad, que el fino espada levantino, cuando vivía en Madrid, siempre lo hacía en la vivienda del escritor, sita en la calle marqués de Urquijo, en el barrio de la Moncloa. Allí descansó del pesado viaje y allí mismo esperó su próximo compromiso en la plaza de toros de Madrid.
El día rompió con la mañana. En la casa de Gómez Domingo, una operaria del afamado taller del sastre taurino Uriarte puso en manos del mozo de espadas de Granero el terno que el torero estrenaría aquella tarde. Finezas, hombre de confianza y fiel mozo de espadas, preparó la silla. El traje, crema y azabache, quedó dispuesto para ser vestido por un Granero que aún descansaba.
Gómez Domingo recibió en su casa a unos extraños personajes. Estos, que iban acompañados por el escritor valenciano Vicente Blasco Ibañez, eran norteamericanos que se encontraban en España buscando documentación para el rodaje de una película. Se trataba nada más y nada menos que una versión cinematográfica sobre una novela escrita por Blasco Ibañez, Sangre y Arena. Los pintorescos personajes, con el beneplácito de Gómez Domingo, así como de Francisco Juliá, tío de Granero, vieron como éste se enfundaba en el traje de torear, mientras don Vicente ejercía de traductor. Uno de ellos, el que a la postre encarnaría al protagonista de la historia, tomaba notas en un pequeño cuaderno.
Era Rodolfo Valentino, quien mostró gran admiración por el terno. Manolo Granero le contesto: “Con un traje como este no hay más remedio que arrimarse…Esta tarde les voy a ofrecer la oreja que corte”. Blasco Ibañez comentó a Gómez Domingo: “Dile a Granero que no cometa ninguna locura, que estos yanquis no entienden de esto y todo lo que haga les parecerá bien".
Ha llegado la hora señalada. Granero, de crema y azabache, flanqueado por Chicuelo y Varelito, parte plaza en el viejo coso de la Carretera de Aragón, de Madrid. Es la décima corrida del abono. 17 de mayo de 1921. Un año después de la muerte de Gallito. Granero se muestra solvente, fácil y florido en el primer toro de Santacoloma, tanto es así que le cortó una oreja. Granero ya no era visto como un aspirante a figura, ya era catalogado como el sucesor del gran Joselito.
Muchos aún no daban crédito. Salta al ruedo el toro de nombre Malacara. Tiene el hierro de Santacoloma. Manolo Granero se consagra. Faena llena de sapiencia y de elegancia. Dominadora, estética y con toda la luminosidad del Levante español donde nació. Brillante con el capote, poderoso banderillero y con la muleta, faena de maestro, con naturales, ayudados, cambiados y pases de todas las marcas para una faena que marcó la historia. Una faena que le sirvió para consagrarse como primerísima figura del toreo a pesar del desacierto con los aceros. Un digno sucesor del torero muerto un año antes en la plaza de Talavera.
Posiblemente, esa tarde de mayo, Manuel Granero dejó de ser un niño que tocaba el violín y que jugaba a ser torero. Esa tarde, Granero se convirtió en una primera figura. Tristemente, un año después, al igual que su admirado Joselito, Granero, con poco más de veinte años, se dejó la vida en los pitones de un Veragua en la plaza de Madrid. Eso es otra historia. La que nos ocupa es la vivida enfundado en un terno crema y azabache y que le sirvió para consagrarse como primerísima figura. Lástima de su prematura muerte.
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