jueves, 10 de marzo de 2022

Días nefastos / por Paco Delgado

Qué solos se quedan los muertos, clamaba Bécquer en una de sus rimas. Pero, en realidad, quienes se quedan sin nadie somos los vivos, cada día más desamparados y con menos referentes ni guías. En apenas sesenta días ha desaparecido un buen puñado de nombres importantes en la historia del toreo. Los últimos, Gabriel de la Casa y Manuel Amador padre.

Días nefastos

Paco Delgado
Burladero, 10 de marzo de 2022 
Comenzó el nuevo año con desgracias y no para. Guerra al margen, que no es poco y parece que no se le da la importancia que tiene, en poco más de dos meses se nos ha ido mucha gente. Han dicho adiós personajes ilustres y distinguidos que nos han dejado más solos todavía.

Qué solos se quedan los muertos, clamaba Bécquer en una de sus rimas. Pero, en realidad, quienes se quedan sin nadie somos los vivos, cada día más desamparados y con menos referentes ni guías. En apenas sesenta días ha desaparecido un buen puñado de nombres importantes en la historia del toreo. Los últimos, Gabriel de la Casa y Manuel Amador padre.

Se encadenan los desastres y cobran protagonismo los días nefastos, término éste que nació para definir a los días de descanso y se ha convertido prácticamente en todo lo contrario.

En la antigua Roma se utilizó por primera vez el concepto de ne fasto para designar a los días dedicados a los dioses, de manera que en todos ellos estaba prohibido trabajar o llevar a cabo alguna otra actividad. El hecho de trabajar en un día nefasto en la Roma clásica podría acarrear funestas consecuencias para aquel que osara no rendir culto a los dioses, de manera que se acabaría asociando este matiz negativo a la palabra.

Días, fechas, que, además, se atraen y combinan su maleficio. La fatalidad nunca se presenta sin compañía.

Y pareció vencerla Gabriel de la Casa, que logró superar a la poliomielitis que amenazaba muy seriamente con dejarle inválido y, por si fuera poco, consiguió ser torero como su padre, a pesar de una no pequeña minusvalía.  Esfuerzo, sacrificio, tesón, dedicación y ganas de ser obraron el prodigio y el hijo de Morenito de Talavera llegó a ser matador y tener muy buen cartel en Madrid, algo de lo que no todos los de coleta  pueden presumir.

Diestro considerado y tenido en cuenta en una época en la que era muy difícil abrirse paso -¿quién podía hacerlo con tanta figura en el escalafón de aquellos años dorados?-, su pasión por los toros no acabó con su retirada, aunque la mala suerte le persiguió siempre y una de esas enfermedades denominadas “raras” terminó devastándole y, finalmente, pudiendo con él.

Y un día más tarde de la muerte del torero madrileño, era Manuel Amador quien nos dejaba. De manera sorpresiva y repentina, tras una caída casual que le tuvo algunos días hospitalizado, fallecía uno de los últimos grandes toreros de etnia gitana y nexo de unión entre las grandes figuras de Albacete de mitad del siglo XX, Pedrés, Chicuelo II..., y Dámaso González, puntal indiscutible de la afición manchega.

Diestro elegante y de una clase exquisita, tomó la alternativa en La Maestranza sevillana y salió a hombros en Las Ventas el día de su confirmación, deslumbrando a toda España - y al comentarista de aquel festejo que fue televisado en directo por la única televisión entonces existente, que le llamó el nuevo Cagancho- convirtiéndose en el torero de moda y contratado para todas las ferias y plazas de relieve. Pero el infortunio llegó en forma de percances, Dax, Ontur, y, sobre todo, el sufrido en Barcelona, con fractura de húmero, que le tuvo parado un año, lo que le hizo perder no sólo muchos contratos sino sitio y confianza. Sin embargo continuó hasta 1980, cuando tras torear en Las Ventas y no estar a gusto, enrabietado, hizo que uno de sus subalternos le arrancase el añadido.

Fue el segundo torero al que vi torear en vivo y en directo, en la plaza de Albacete en 1965 -el primero fue Fermín Murillo, que abría plaza en aquel festejo cuya terna completaba El Cordobés- y, ataviado con un terno rosa y oro, para mi sorpresa -mi ídolo entonces era Benítez- me encantaron sus maneras y su mayestática verticalidad. Eso, y las alabanzas que de él hizo mi padre, le pusieron para mí en todo lo alto y siempre se reía mucho cuando, muchos años después, se lo contaba. Qué grande.  Y qué pena.

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