miércoles, 14 de septiembre de 2022

No hay guerra sin batallas perdidas ni... victorias a lo Pirro / por Sertorio

En la guerra de la OTAN contra Rusia, con Ucrania poniendo los muertos (o en términos socioculturales: en la guerra del mundo woke contra el mundo identitario), EL MANIFIESTO se posiciona inequívocamente a favor de Rusia y de la identidad europea que, pese a su obvia posición euroasiática, Rusia defiende de forma hoy casi exclusiva. (Después de que Polonia, abandonando la partida, se haya puesto descaradamente al lado de las potencias woke, sólo queda la Hungría de Orban, algún que otro país de la Europa antaño sojuzgada por la URSS, y pare usted de contar.)

Contrariamente, sin embargo, a lo que, en tiempos de guerra, suele ocurrir en la prensa, no nos duelen prendas en reconocer, por pírricas que sean, las eventuales victorias del enemigo. Ocurre simplemente que, para nosotros, la información prima sobre la propaganda.

No hay guerra sin batallas perdidas ni... victorias a lo Pirro

Sertorio
El Manifiesto / 14 Sptbre. 2022
Como habrá podido comprobar el lector que tenga la paciencia de seguirnos, el ejército de Ucrania se había distinguido hasta el día de hoy por perder todas las batallas en las que se enfrentaba a los rusos y por una habilidad extraordinaria a la hora de matar civiles. Sin embargo, según parece, todo esto ha cambiado en los últimos días. La “gran ofensiva de agosto”, la que iba a reconquistar Jersón y Crimea, se quedó en un vado sangriento del río Ingulets y en un avance de pocos kilómetros por su curso, en el que han perecido miles de ucranianos sin que se sepa muy bien para qué. Pero si no le importa al gobierno de Kíev, tampoco nos debe preocupar a nosotros. En Jersón no se movió ni una piedra y las posiciones rusas frente a Nikoláev siguen donde estaban. Pero, en fin, no dejó de ser una ofensiva.

Está claro que eso era poca cosa para los caciques de la OTAN, los que deciden en Ramstein. El último viaje de Johnson como primer ministro fue a Kíev y su fin no era otro que incitar al régimen de Zelenski a una ofensiva que justificara el gasto en armamento de la Alianza Atlántica en Ucrania. La situación política del arlequín del Dniéper era tan desesperada que optó por lanzarse al ataque en el frente de Járkov con la ayuda técnica de los anglosajones. El mando ucraniano no las tenía todas consigo, pues, aunque cuenta con una amplia superioridad numérica de tres a uno frente a los rusos, la potencia de fuego y el dominio del aire de éstos vuelven muy dudosa cualquier maniobra en campo abierto. Además, Moscú dispone de una inmensa reserva de armamento frente a una pedigüeña Ucrania, que ya ha agotado o le han destruido todo el arsenal del que disponía en febrero de este año. Zelenski no dudó: obedeció a sus amos de Londres y Washington y ordenó avanzar a miles de soldados de su nuevo ejército.

La ofensiva de Járkov ha sido un éxito ucraniano en muchos aspectos. El primero es la ocupación de 5.000 kilómetros cuadrados de territorio, aunque queden 120.000 por reconquistar. Pero el segundo, y más importante, es que Zelenski ha conseguido una victoria real, de verdad, no un bulo con gran despliegue mediático. El procónsul atlantista vive de la propaganda y nada ayuda mejor a ésta que el verse respaldada por la realidad. Con sus dotes de charlatán y el apoyo de toda la prensa mundial, nadie podrá rebatir la utilidad que tiene el derrochar miles de millones de dólares en la causa ucraniana y en lo necesario que es pasar hambre y frío este invierno y así castigar a Putin. Para los oligarcas del Servidor del Pueblo, esta ofensiva es la garantía de que la lluvia de millones occidentales seguirá inundando sus bolsillos. En tercer lugar, la represión que, nada más ocupar las ciudades que fueron liberadas por los rusos, han desencadenado los sicarios del déspota ucraniano manda un aviso evidente a la población de la Nueva Rusia: habrá limpieza étnica y ejecuciones, no hay sitio para ellos en Ucrania. Este mensaje también queda claro para los ucranianos partidarios de Rusia —una de las espadas de Damocles de la dictadura de Zelenski— que están bajo el control del régimen del Maidán. A día de hoy, Rusia alberga a dos millones y medio de refugiados que han huido de los escuadrones de la muerte de la OTAN.

Sin embargo, hay una serie de objeciones que hacer. La primera es que la partida no ha terminado. La ofensiva ha sido facilitada por el ejército ruso, que se retiró casi sin resistencia —pero intacto— a una línea nueva de defensa con una cantidad mínima de bajas, al revés de lo que sucede con los ucranianos, que al salir de sus posiciones se han visto sometidos al poder aéreo ruso y a su avasalladora artillería. La propia Ucrania reconoce un alto precio de sangre (la estimación en todos los frentes es de 4.000 muertos y 8.000 heridos entre el 6 y el 10 de septiembre), pero es cierto que le sobran decenas de miles de peones y ese es un punto fuerte de Zelenski: no le importa inmolar a sus compatriotas por millares, algo necesario cuando se está en guerra. Pese a todo, en el momento en que se escriben estas páginas, las tropas ucranianas han alcanzado las trincheras rusas y han sido paradas en seco en el río Oskol y en Krasnyi Limán, donde ya se han estrellado tres asaltos. A esto hay que añadir que la aviación de Moscú está diezmando a las unidades ucranianas desplegadas en un área muy expuesta. Por otro lado, los rusos progresan como siempre en el Donbass: han liberado Kodema y Maiorskaia, mientras avanzan cuadrícula a cuadrícula sobre las fortificaciones ucranianas. Es en esta dirección, en especial en la posible ofensiva desde Ugledar, donde se verá si los cambios en las tácticas del ejército de Zelenski son realmente eficaces, porque en el frente sur se juega esta guerra y allí las fortificaciones en los dos lados son muy densas; no parece probable que se produzcan avances con la misma facilidad que en el escenario norteño.

El éxito ucraniano en el frente de Járkov tiene la marca de la OTAN y está calcado del de las hordas del ISIS en Siria, que les permitió en 2016 reconquistar Palmira arrebatándola a las tropas de Assad: pequeñas unidades ligeras rompen un frente poco defendido y crean el caos en la retaguardia al cortar las comunicaciones. El efecto sorpresa está garantizado y la victoria inicial también. Pero el contragolpe puede ser mortífero, como sucedió con los aliados musulmanes de la OTAN en Siria, donde, una vez estabilizado el frente, las tropas del Estado Islámico fueron exterminadas por la aviación rusa y el propio ISIS acabó por ser extinguido. Al revés que en el Donbass, en el frente de Járkov no hay líneas fortificadas que se hayan reforzado durante ocho años: por eso es tan fácil avanzar y, por lo mismo, tampoco resultará fácil de defender. Y hay que recordar algo: las tropas rusas se han retirado intactas a su nueva línea de defensa, que se ha probado sólida, y están recibiendo refuerzos. Otro aspecto muy interesante, corroborado por la población civil, es la aparición de unidades de combatientes angloparlantes, algunas de apariencia africana, que se distinguen claramente de los soldados nativos. La implicación de la Alianza Atlántica, además, se evidencia en el conocimiento que los atacantes demostraron de los espacios entre las defensas rusas, que sólo pudo ser proporcionado por los sistemas de vigilancia anglosajones.

En realidad, quien se ha dado cuenta con esto de que está en guerra es Rusia, porque Ucrania y Occidente ya eran plenamente conscientes de ello y en eso residía su ventaja. En el aspecto militar, según los profesionales que he consultado, la retirada rusa a la nueva línea de defensa es correcta, además de necesaria para lanzar una contraofensiva, pues los rusos gozan de una sólida posición estratégica que amenaza de forma permanente el abierto espacio enemigo. Puede ser. Si los peritos en estas cosas están de acuerdo, llevarán razón. Pero la eficiente retirada a las nuevas posiciones, el escaso número de bajas y el daño causado al enemigo no compensan la poca comprensión política que los rusos tienen del conflicto. No defender el territorio, retirarse, aunque sea con el mejor orden del mundo, para no dejarse cercar, puede ser algo militarmente lógico, pero manda un nefasto mensaje político a los habitantes de Donbass y Nueva Rusia.

El Kremlin sigue empeñado en desarrollar una operación militar especial y parece no darse cuenta de que los anglosajones le han declarado una guerra a muerte, en la que disponen de abundante carne de cañón, que hoy es ucraniana, mañana será georgiana y pasado kazaja. Y eso por no hablar de la deficiente campaña de propaganda de Moscú, tan necesaria en una situación de este tipo, y que, dados los lombrosianos rasgos criminales del régimen del Maidán, no habría sido muy difícil gestionar con éxito:

 corrupción colosal y galopante, robo del 90% de la ayuda humanitaria, tráfico de armas, trata de blancas, llamadas al genocidio, ataques a la central nuclear de Zaporozhia, desaparición de oponentes, detenciones arbitrarias, torturas a prisioneros de guerra, ejecuciones extrajudiciales, prohibición de los partidos políticos no afines, Rada (parlamento) purgada de opositores electos, atentados terroristas en Moscú, asesinato cotidiano de civiles en Donetsk … Es increíble que Rusia no haya aprovechado la gran cantidad de material propagandístico que los matarifes de Zelenski le regalan un día tras otro.

El enemigo del atlantismo no es Putin, es Rusia

Se da la extraña situación de que Ucrania tiene la guerra perdida, pero Rusia no la sabe ganar. La economía de la tecnocracia de Putin se demostró mucho más sólida de lo que pensaban los centenares de “expertos” que querían ponerla de rodillas en dos meses; aguantó toda una batería de sanciones que sólo han servido para arruinar a Europa y enriquecer a los Estados Unidos y, de carambola, a Rusia. Su ejército, pese al menosprecio de la prensa occidental, sabe manejarse y adaptarse muy bien en el aspecto táctico y técnico. Pero su dirección política, sin embargo, está presa del pragmatismo que le sirvió para reponerse del desastre de las eras de Gorbachov y Yeltsin, pero que ciega su percepción de las amenazas a las que ahora se enfrenta. Rusia sigue pensando que vive en paz, porque la guerra del Donbass no exige movilizar los recursos de la nación, tanto humanos como económicos (recordemos que en esta operación militar especial sólo está empeñada una fracción del ejército que no llega al 20% del total de sus contingentes), y sueña con que esta crisis tendrá una solución negociada. Pero Moscú está comprometido en una guerra que la plutocracia sajona proseguirá con la misma determinación de las coaliciones que formó para acabar con el imperio napoleónico —y no les va a escasear la carne de cañón polaca, báltica y hasta española—, porque el enemigo del atlantismo no es Putin, es Rusia. Si se cambiara de régimen en el Kremlin, cosa que parece dudosa pero no imposible, los dirigentes de Washington y Londres seguirían buscando su ruina, pues es el único poder que unido a Europa podría desafiar la hegemonía americana.

A los globalistas no les ha importado echar a Rusia en brazos de China, porque lo principal es que no se alíe a una Europa libre

A los globalistas no les ha importado echar a Rusia en brazos de China, porque lo principal es que no se alíe a una Europa libre y dirigida por Alemania. Por eso, las potencias anglosajonas sabotearon incluso a la Rusia de Yeltsin, que era su hombre, su mejor aliado. Si contra Yeltsin financiaron y armaron a los islamistas chechenos, ¿qué no harán con cualquier régimen sucesor del actual?

Rusia empieza a ser consciente de que esto no es una crisis pasajera: América necesita la guerra para sostener su economía, mantener su tambaleante dominio global y arreglar el difícil panorama de los demócratas en las midterm elections. Moscú, si quiere sobrevivir a lo que le están preparando en Londres, Washington y Bruselas, debe cerrar filas, acabar con la quinta columna liberal que aún subsiste entre la nomenklatura del Kremlin y resucitar el espíritu de Pedro el Grande, del implacable jinete de bronce. El régimen del Maidán es una amenaza existencial para Moscú, un peón de la OTAN que ejerce el papel de una agresiva anti-Rusia; el Kremlin no tiene que negociar nada con la dictadura de Kíev, sino destruirla y castigar a sus secuaces. Para ello, no puede limitar su acción con el loable fin de sufrir un coste humano mínimo, porque entonces la operación especial en Ucrania durará años y acabará por ser un cáncer para el Estado. Sólo una escalada intensa y rápida del conflicto, que no dude en utilizar todos los medios de los que Rusia dispone, acabará con el mal. Además, es seguro que Occidente no morirá por Ucrania: ningún amo se sacrifica por su esclavo.

El gobierno ruso parece que, por fin, admite la realidad (o eso se intuye): el 11 de septiembre, en cuestión de un par de horas, los misiles Kalibr, lanzados por la armada, dejaron sin electricidad al régimen de Kíev, dañando las centrales térmicas de Járkov, Kremenchug, Pavlograd y Dniepropetrovsk. A eso se une el apagado completo de la central nuclear de Zaporozhia, que producía el 20% de la luz de Ucrania. Rusia puede dejar que la OTAN y sus cipayos correteen por unas cuantas decenas de kilómetros del pasillo de Járkov: es una derrota soportable. Pero habrá que ver si Zelenski y sus matones pueden asumir que la inmensa reserva de armamento ruso se desencadene sobre su electricidad, sus redes de transporte, sus puentes, sus embalses, sus depósitos de combustible, sus industrias o sus almacenes. Zelenski le ha discurseado al pueblo ucraniano acerca de una guerra total que, hasta ahora, sabía muy bien que no se iba a desencadenar, debido al tabú ruso de no causar un sufrimiento excesivo a un pueblo hermano. Creemos que Moscú, porque a golpes se aprende, va a cambiar de táctica y se ha decidido a atacar al enemigo en el más puro estilo OTAN. Puede hacerlo: los “expertos” olvidan que el arsenal ruso es tan letal como el de Washington y que dispone de los medios para reducir Ucrania a un solar, lo mismo que hicieron los anglosajones con Alemania, Japón, Vietnam o Irak. El invierno se acerca y ya veremos cómo le explica el sátrapa de Kíev a su pueblo que lo van a pasar con hambre y frío gracias a su muy cacareada totaler Krieg que, como en el caso de su patizambo antecesor alemán, será también, sin duda, der kürzerster Krieg.

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