lunes, 7 de noviembre de 2022

La Yihad nihilista / por Sertorio

 No es ningún secreto que una de las claves del globalismo es la homogeneización mundial, la destrucción de las identidades culturales y de las naciones (que no de los estados) para imponer una pax americana que implica la disneyzación forzosa de todo el planeta: reducir toda la complejidad de las culturas a una papilla “transhumana”, infantiloide e histerizada, donde una sexualidad hipertrófica ocupe (y disipe) la energía mental del ganado woke.

La Yihad nihilista
Sertorio
El Manifiesto/07 de noviembre de 2022
“Rusia es un país ortodoxo que profesa valores tradicionales. Por eso debe ser destruida sin importar el precio que paguemos”. Esto no lo ha pronunciado ningún salafista del Daguestán sino Jamie Raskin, miembro de la Cámara de Representantes por el partido Demócrata y antiguo senador por Maryland, donde su principal apoyo electoral residía en el rico condado de Montgomery. Raskin ha estudiado en Harvard y tanto él como su mujer forman parte del entorno de Joe Biden. Para más detalles, cabe decir que es vegetariano y que fue el inspirador del segundo impeachment contra Donald Trump. En definitiva, es un miembro muy destacado del establishment americano, no se trata de un predicador subido encima de un cajón.

El conflicto de Ucrania no es sólo el producto de las tensiones étnicas en la antigua Nueva Rusia, animadas por la Unión llamada “Europea” y la OTAN. Tampoco es sólo una lucha por la hegemonía mundial entre el imperio anglosajón y los dos colosos emergentes. Este conflicto tiene también una naturaleza de cruzada por una de las partes, lo que ha hecho que la otra reaccione y adopte medidas que eran impensables hace cinco años.

No es ningún secreto que una de las claves del globalismo es la homogeneización mundial, la destrucción de las identidades culturales y de las naciones (que no de los estados) para imponer una pax americana que implica la disneyzación forzosa de todo el planeta: reducir toda la complejidad de las culturas a una papilla “transhumana”, infantiloide e histerizada, donde una sexualidad hipertrófica ocupe (y disipe) la energía mental del ganado woke. Todo esto nos parecería un delirio si no viésemos con nuestros propios ojos cómo está triunfando en Occidente y cómo se pretende imponer al resto de la humanidad. A ello hay que unir la visión comercial y técnica del mundo de los anglosajones, el culto del dinero y la mercantilización de todos los aspectos de la existencia. El objetivo es muy claro: 

reducir a los seres humanos a simples unidades de consumo y producción, sin más inquietudes vitales que el placer sexual, la satisfacción de necesidades cada vez más insatisfactorias y la obsesión compulsiva por sus cuerpos, única realidad a la que queda reducido el ser humano cuando se convierte en individuo, en átomo social. 

El pasado no existe; el futuro, tampoco. Sólo se vegeta para un eterno presente en el que no hay vida ni muerte, sólo enfermedades, dominado por un emocionalismo irracional, en el que las lágrimas y los ataques de histeria vencen a los razonamientos; una ficción hecha realidad, donde el hombre se iguala con el animal y a sus hijos los sustituye por mascotas, porque Marvel y Disney le han fabricado una Weltanschauung, una cosmovisión digna de sus dotes intelectuales, suplantadas por una inteligencia artificial en todos los sentidos y matices de la palabra.

El occidental medio cada vez se parece más a un mono de laboratorio, con el que los déspotas del biopoder juegan a los experimentos. Experimentos que, por supuesto, paga el simio.

Europa es el lugar donde con más éxito se ha realizado este proyecto, donde la degradación de la persona en individuo ha alcanzado la mayor intensidad. Los viejos valores del Occidente cristiano han sido sustituidos por el libre mercado —que no es sino el libre arbitrio de las oligarquías multimillonarias— y por una hostilidad hacia el pasado de nuestra cultura, que se manifiesta de forma anecdótica pero significativa en las recientes agresiones contra obras de arte cuyos ejecutores son niñatos universitarios. La labor de demolición cultural llevada a cabo por las élites se une a la creación de un nuevo conglomerado humano, de un insípido melting pot, de un aluvión nómada que reemplace demográficamente a las viejas naciones y dé origen a una radical “desidentificación” de lo que quede de Europa con la herencia de sus mayores, con su espíritu, con su genus loci. Nada puede satisfacer más al establishment colonial de “Europa” que convertir a la incendiada Notre-Dame de París, uno de los centros motores de la Dei gesta per francos, en un centro multicultural, ecuménico e interreligioso.

Frente a toda esta aculturación imperialista surgieron dos focos de resistencia: uno fue la propia América, donde gran parte de la población no está del todo loca, sino que conserva una fuerte tradición religiosa y un innegable sentido de la realidad. El interludio de Trump, que tanto enfureció a las élites mundiales, fue un golpe en el centro mismo del poder global y mostró su debilidad. El otro es Rusia, caso peculiar porque sufrió uno de los experimentos más brutales de destrucción cultural de la historia: el régimen comunista, especialmente en el período de 1917 a 1937. Sin duda, una de las razones para creer en la Divina Providencia es que Rusia haya preservado su identidad y hasta la haya restaurado gracias a un instrumento ciego de sus designios —Stalin— , quien para sostener su régimen se dio cuenta de la necesidad de despertar el patriotismo ruso y de avivar el sentido nacional entre los súbditos de la desangelada tiranía leninista. De 1937 a 1953, Rusia conoce una evidente restauración, tanto de su cultura como de su sociedad, y no cabe duda de que esa tendencia fue en aumento a medida que el comunismo se convertía en una inútil carcasa burocrática. Fue aquella restauración lo que impidió que la Rusia de los 90 se convirtiera en una arrabal tercermundista de Europa. A Putin no le quedó otra tarea que recomponer las estructuras del Estado, porque la naturaleza del pueblo, el invencible narod ruso, había resistido la prueba del caos socialdemócrata-liberal de las eras de Gorbachov y Yeltsin. La Rusia de los últimos veinte años le ha dado una lección al mundo: del nihilismo se sale. El liberalismo tiene cura.

Putin nunca ha pretendido otra cosa que la fortaleza y la seguridad de Rusia. Es un estadista de la vieja escuela: no es un apátrida y considera que acrecentar la soberanía de su nación y garantizar su defensa es la tarea esencial de un gobernante. Putin carece de otra ideología que no sea la del mantenimiento del poder de Rusia. Sin embargo, los últimos diez años han conocido una evolución sorprendente en quien llegó al Kremlin como heredero de Yeltsin: a medida que Occidente trataba de imponerle sus valores, él se daba cuenta de lo que semejante abdicación de la identidad nacional suponía: acabar como Alemania, convertido en un enano político sin identidad nacional, sin soberanía, dirigido desde Washington, con un pueblo —el potente y creador Volk alemán de antaño— reducido a una turba multicultural de eunucos de género. El rechazo a los “valores” de Occidente, a la castración y lobotomización del pueblo ruso, al secuestro de su soberanía, al borrado de su identidad, se hizo más intenso con la guerra de Ucrania, en la que se han aprobado leyes contra la hipersexualización de la sociedad y, sobre todo, una disposición legal que está en las antípodas de la aculturación colonial de Europa: la ley sobre el patrimonio etnocultural inmaterial de la Federación de Rusa, destinado a defender 

“el conjunto de valores espirituales, morales y culturales inherentes a las comunidades étnicas de la Federación Rusa, transmitidos de generación en generación, que forman su sentido de la consciencia de la identidad y que abarcan el modo de vida, las tradiciones  la forma de su expresión, así como la reconstrucción y las tendencias modernas en el desarrollo de este modo de vida, de las tradiciones y de su modo de expresarlas”.

Esta ley habría resultado inimaginable hace unos años. Gracias a la Yihad de Biden y Borrell, hoy en día es una feliz realidad en Rusia. Y sí, Raskin tiene razón, Occidente no ahorrará ni una gota de sangre ucraniana para hostigar a Putin. Es un muy mal ejemplo para las colonias europeas de Washington.

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