Algo parecido hemos vivido cuando dejó de usarse la máquina de escribir sustituida por el ordenador. Convivieron ambos cachivaches algún tiempo, podríamos compararlo con el periodo bilingüe. El portátil, digamos el latín, ligero y eficiente, arrinconó a la máquina de teclas, que comparamos con el íbero. Es verdad que algunos nostálgicos pueden seguir tecleando el artilugio, del que guardamos un afligido recuerdo. Todo mi respeto hacia ellos. Hay quien pretende mantener vivas a las lenguas muertas, o sacar de su postración a las que irremisiblemente languidecen. Sus posibilidades de éxito son escasas.
El hebreo fue resucitado. Lo hizo para servir de lengua al estado de Israel. Parecía como si hubiera logrado su objetivo si no fuera porque sus hablantes utilizan el inglés. El ambilingüismo o uso habitual de dos lenguas, hebreo e inglés, es obligatorio para los hablantes de hebreo, una lengua que no puede valerse por sí sola.
Toda lengua merece, como los individuos, protección y tutela siempre que la necesiten porque el respeto a las personas y sus señas de identidad debe inspirar cualquier política lingüística. Tienen los gobiernos el deber de poner los medios para que los hablantes encuentren el código demandado para la comunicación, pero nunca imponer el aprendizaje. Encuentro tan cínica la imposición como la marginación. Es una pena que las lenguas desaparezcan, y también las personas, y las ciudades y las civilizaciones y la vida en la tierra.
Volvamos al legionario. Me lo imagino hablando latín con sus hijos. Su esposa íbera, que oye a diario las mismas palabras, las mismas frases, no las retiene. Su cerebro ha cristalizado y ya no es la esponja que fue. Llegado a adulto, el muchacho empareja con chica íbero-romana, moza también bilingüe. Y llaman a sus hijos con nombres latinos, y les hablan en la lengua del Imperio, que tanto contribuye a la integración con el progreso que han traído los romanos. Lo íbero inicia su decadencia. En unas cuantas generaciones desaparecen costumbres y lengua.
Se inicia en la península una larga era de generaciones monolingües, más de doce siglos, si exceptuamos a los hablantes de vascuence, de quienes sabemos poco. Un largo periodo de monolingüismo con una lengua sólida, culta, arraigada y eficaz herramienta de comunicación que se prolonga cuando, desaparecido el Imperio, los nuevos dueños, los pueblos germánicos, ya latinizados, se hacen con los despojos. Ellos también habían abandonado, a favor de la eficacia, sus lenguas ágrafas.
Se fragmenta el latín de oeste a este en gallego, asturiano, castellano, aragonés, catalán y al sur el mozárabe. Corre el siglo X. El castellano gana espacios de la misma manera que lo había hecho siglos atrás la lengua de Roma, es decir, amplía territorios y asimila poblaciones. Primero en la península y luego en América, convertido en la lengua de la eficacia como antes lo había sido el latín. Los hablantes de la península no castellanos inician un periodo bilingüe que bien puede compararse al íbero-latino. Primero desaparece el mozárabe. Asturianos y aragoneses se pegaron a la lengua de Castilla y dejaron aletargadas las suyas. Gallegos y catalanes aprenden castellano con tanto entusiasmo que lo asimilan como lengua principal y única para toda comunicación escrita. Se inicia otro periodo encaminado a hacer del español, como lo fue el latín, lengua unificadora. El proceso es lento. El romanticismo despierta la conciencia regional. Catalán y gallego vuelven a escribirse. Sus usos no desplazan al castellano, que es la lengua literaria de los gallegos Rosalía de Castro y Valle-Inclán, y también de los catalanes Ana María Matute y Manuel Vázquez Montalbán.
Y lo que tenía que haber avanzado con naturalidad se revuelve sobre sí mismo por razones políticas ajenas a las lingüísticas desde la creación del estado autonómico. Un enredo que frena y altera la tendencia. El nuevo bilingüismo, artificioso y contrario a las leyes de evolución natural de las lenguas, invita a aprender lenguas que habían sido eclipsadas por el español. Como si los íberos, entusiasmados con una supuesta autonomía que los romanos le conceden, los hubieran obligado a aprender íbero en el antiguo territorio de su lengua.
Nunca en la historia una lengua que ha entrado en contacto con otra de mayor difusión y utilidad ha recuperado su estatus independiente. Todos los hablantes de catalán o gallego están obligados a conocer otra lengua para colmar sus necesidades de comunicación como los de hebreo conocen el inglés. Difícilmente podrían retornar a su antigua condición medieval de monolingües.
Los anglófonos son monolingües. Los hispanófonos pueden serlo, y los francófonos también, pero no quienes hablan catalán o gallego. Conocer las dos lenguas actuales de Cataluña, tan propia la una como la otra, no es mejor que conocer una sola. Todos disponen de lo que necesitan, unos con dos códigos, otros con uno solo. Martín de Riquer, intelectual catalán estudioso de El Quijote, dijo que en Cataluña no hay una cultura catalana, ni tampoco una española, sino una catalano-española. Tan catalanas son la sardana, la poesía de Verdaguer y los castillos humanos como las novelas de Vázquez Montalbán, Marsé o Mendoza que tanta fama y difusión tuvieron escritas en español. Ese todo de lo catalán da forma a la misma esfera cultural, incide en la misma sociedad, crea afectos y desafectos, puntos de referencia y señas de identidad para una comunidad tan diversa como única.
Con miles de líneas podríamos elogiar a la lengua vasca, o la catalana o la gallega y su emocionante trayectoria y sus andanzas. Y muchas más acerca de los catalanes que desde hace cinco siglos han sabido amar a las dos lenguas propias del dominio como si fuera una, que es lo que inspira la razón. No veo necesario, por evidente, citar a más escritores gallegos, vascos o catalanes hábiles en las dos lenguas que escribieron en castellano por las mismas razones que la pareja íbero-romana les hablaron a sus hijos en latín.
De todas las lenguas de España solo una, el español, tiene garantizado su futuro como lengua independiente de hablantes monolingües durante muchas generaciones. Las otras, digámoslo sin tapujos, y no nos alegramos de ello, no pueden recuperar su pasado independiente porque no pueden nadar contra la evolución natural de las lenguas.
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