Paradójicamente, el gerente del mismo coso hispalense ha asegurado que, este año, la empresa no ganó dinero tras una feria de San Miguel con dos tardes en las que se colgó el cartel de ‘No hay billetes’ y otra con casi tres cuartos cubiertos. Para mayor sorpresa, señaló que en la tradicional corrida del Domingo de Resurrección tuvo unas pérdidas de 96.000 euros. Con la plaza llena y el precio de las entradas por las nubes parece que sólo salió beneficiada la reventa.
La ingente recaudación del festival puede parecer sorprendente, y que el organizador pierda dinero haciendo bien las cosas y atrayendo a la clientela de forma masiva también puede parecer sorprendente. Pero más sorprende resulta el ansia, afán, persistencia y obstinación que, en general, tienen los empresarios por seguir siéndolo, también el de La Maestranza. ¿Por qué Ramón Valencia no desiste si pierde dinero? ¿Será que es mal empresario? No lo creo. ¿Estará mintiendo? Podría ser. ¿Cuál podría ser la razón? ¿Desanimar a posibles futuros licitadores? Quizá.
Apenas cuatro casas importantes copan la organización de las ferias de categoría. Además, los propios empresarios son apoderados de la mayoría de los toreros más atrayentes, que a principios de cada temporada ya tienen 40 tardes contratadas. Es evidente que a quienes manejan los hilos del toreo no les conviene que entren en escena más protagonistas. Hay empresarios jóvenes e independientes, pero las condiciones para optar a regentar recintos notorios minan sus posibilidades y abrirse paso parece más que un milagro. Cuantas más trabas se encuentren los nuevos mejor para que los de siempre sigan en la zona de manejo, desde la que, encima, lanzan proclamas catastrofistas para desalentar a los más ilusionados.
De no ser ésta la razón por la que tantos empresarios afirman que el negocio es ruinoso, sólo cabe pensar que hay que cambiar el sistema. Lo primero que hay que conseguir es poner entradas a precios asequibles para que todos, principalmente los jóvenes, puedan ir a los toros. Ellos son el futuro de la Fiesta, el relevo natural de los aficionados, y la inmensa mayoría no pueden pagar las cantidades que en demasiadas ocasiones se están pidiendo por una localidad de tendido. Si los alejamos a la juventud de los cosos luego no nos quejemos de la falta de público.
También hay que establecer diferentes precios según quién se anuncie. Del mismo modo que no vale lo mismo una entrada para ver al Real Madrid que al Alcorcón, o para el concierto de Raphael que el de Manolín, tampoco es lógico que cueste lo mismo un festejo con Roca Rey y Morante que otro con Pedro Príncipe y Chabolo. Y todos, maestros de renombre, toreros asaltantes y también empresarios, deberían ir a porcentajes. Quien más gente concite más se lleva. Así ningún gestor podría decir que, a plaza llena, pierde dinero.
A partir de ahí, hay que luchar por una reducción de cargas impositivas, sobre todo en novilladas, y por arrancar a las Administraciones propietarias de edificios taurinos un compromiso de rebaja en los cánones de arrendamiento. ¿No presumen de apoyo a la tauromaquia? Esa sería una buena forma de demostrarlo.
Si a los nuevos emprendedores se les da la oportunidad de poner en práctica ideas empresariales frescas, si sobre el albero hay toros bravos, rivalidad y emoción, y si los aficionados salen convencidos de que han pagado lo justo, nadie debería volver a sorprendernos con lamentos de pérdidas a plaza llena.
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