El regocijo público se turbó por un momento por la fiereza –braveza- de uno de los toros que derribó con muerte de sus caballos a dos de los valerosos y diestros caballeros que salieron al coso y al que hemos bautizado como el Jaquetón de los tiempos antiguos. Los lacayos –chulos- no se atrevían a desjarretarlo -es decir, a acercarse lo suficiente para cortar los tendones de las patas traseras del toro con la media luna-, pues todos huían de su ímpetu horrible, verdaderamente feroz.
De una parte de los tendidos lo silban, de otra le arrojan en vano la garrocha, de otra le amenazan con lanzas de hierro ancho y cortador, de otra le asestan piedras. Escarba el bruto feroz la arena, huélela y en su mismo hocico la levante, bramando horrendamente. Arranca con impetuosa acometida al que ve más cerca y menos cuidadoso; tiembla a su furia el suelo, espanta y atemoriza su fiereza, desalienta a aquel en cuyo seguimiento corre con la atención puesta en sólo cogerlo, cerrados los ojos, sin reparar en su furor desatinado en cuanto delante se le ponga.
Viendo el desaire en que iban a quedar los caballeros gaditanos en presencia del monarca extranjero y de tantos señores de Portugal, no pudo contener su impaciencia ni sus bríos el huésped de don Sebastián. Monta prestadamente un caballo don Luis de Valenzuela y entra en la plaza. Ninguno osaba echar la capa a los ojos de la fiera, ninguno tirarle del cuerno atrevidamente. Era un relámpago en la acometida. Hondo silencio sucede a la vocería de la plebe. Todos tiemblan por la suerte del caballero, y al verlo en peligro se les oprime el corazón cual si estuviera entre dos piedras.
El toro corría lleno de heridas, dando bramidos de dolor y levantando el polvo que había pisado. Sus penas ya no quitaban las penas a los que estaban mirando desde los tablados y desde las ventanas, ni menos se contentaban con verlo tan maltratado, ni se oían palmadas ni voces de alegría. Solamente confiaba en el valor del caballero el rey don Sebastián. Así lo decía la valiente perspicacia de sus ojos. Túrbase por breve instante el espíritu de Valenzuela: más presto torna a encendérsele, aún más acrecentado, el ánimo generoso.
Teme el animal acostumbrado a ver huir, y se retira; más vuelve al fin a acometer arrepentido de su instantánea vacilación. Recíbelo Valenzuela en su espada, que le atraviesa la cerviz (imagen al pie de la página anterior) con unánime grito de alegría que se levantan al cielo, en tanto que con los sombreros quitados, cubiertos de varias y hermosísimas plumas, todos los caballeros saludan su valor y su felicidad. Esta narración, nos dice Adolfo de Castro, fue estudiada minu-ciosamente por el historiador Hipólito Sancho que, en un documentado trabajo, la despojó de algunas inexactitudes y demostró que estos errores, raros en el historiador gaditano, provenían de haber citado de memoria al carmelita Jerónimo de la Concepción.
Esos toros maliciosos, astutos, ya no admiten ser más violentos y son a los que menos se les puede perder de vista, porque reaccionan tan inesperadamente, se arrancan cuando así lo deciden tan descontroladamente, que se les agudiza el sentido de defensa y ataque hasta el punto de desconcertar a todos los actuantes, que no aciertan a entender que un toro pueda variar tanto y tener tantos caprichos violentos.
Y para colmo de males, esos toros tienen una capacidad especial para percibir el temor que generan en la gente, el miedo que muestra cada diestro, al igual que se dan cuentan de que no lo entienden. Por mucho que sepa un torero lo que puede o no hacer, el toro se anticipa y cunde el miedo, del que nacen las cogidas más trágicas. Todos esas manifestaciones del carácter de los toros forman parte de la Etología, ciencia relativamente nueva, dedicada al estudio de la conducta de los animales, la llamada Animal behaviour, tan en boga desde hace decenas de años por parte de numerosos investigadores sajones.
Hay que recordarlo, aunque sea a gritos, que los toros, esos sañudos y fieros, son de España privativos, un privilegio, y la ferocidad, que los ganaderos transformaron en bravura y nobleza, de lo que aquí se crían en sus abundantes dehesas o cortijos y salitrosos pastos de la Baja Andalucía, tanto como el valor de los españoles, son dos cosas tan notorias desde la más remota antigüedad. Con ello estoy diciendo que el toro bravo y las corridas de toros forman parte de nuestra propia identidad, que el alma de nuestro pueblo trae grabada una inclinación natural a jugarse la vida enfrentando su astucia e inteligencia para vencer a la fiera, hoy convertida en majestuoso animal, en lances de una emotividad tan cargada de sentimiento religioso que sólo quienes lo sentimos sabemos de su cósmica dimensión, como la midieron los pocos colosos que el arte de torear ha habido. Ahora, con la implantación de las escuelas, se ha creado un toreo con idénticas formas, pasos y figuras similares, técnicas muy depuradas, pero carentes de emotividad y liturgia anímica. Eso es lo que hay.
La PLaza Real / La Gacetilla Taurina, 2005
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