"...Es muy probable que la cuestión de relacionarse con la muerte dentro de una total y festiva naturalidad, haya sido clave para explicar el concepto que del arte del toreo tienen los toreros mexicanos..."
El toreo, Aguascalientes y las calaveras
Fernando Fernández Román
Obispo y Oro / 2 Nov. 2023
Cuando la temporada taurina del 98 del pasado siglo echó la persiana, aterricé por primera vez en Aguascalientes, la tierra mexicana donde los Armilla –quiero decir, los Armillita— tienen -o, al menos, tenían, establecido su pequeño cuartel general. Acudí invitado a intervenir con una ponencia en el Encuentro Mundial de Ciudades Taurinas, que, a la sazón, había elegido por sede a este hidrocálido lugar, asiento de toros y cuna de toreros; pero sobre todo, enclave hospitalario donde los haya. No obstante, he de reconocer que mi primera asomada a su paisaje me llenó de estupor y –a qué negarlo—me generó un cierto “yuyu”, difícil de entender y más aún de explicar para un españolito virgen de experiencias por aquellas tierras mexicanas. Era en estas mismas fechas, las de Todos los Santos en España, cuando el taxi que me conducía del aeropuerto al hotel entró de lleno en el casco urbano de la ciudad y, súbitamente, la retina se me llenó de esqueletos, huesos sin descifrar la procedencia y calaveras. Sobre todo, de calaveras. Había calaveras por doquier:
en pancartas atirantadas entre balcones, en gigantescos cartelones, en los escaparates, en los semáforos y en cualquier recodo de sus calles. ¿Adónde me habían traído, virgen santa?
El taxista me lo explicó: estaban en plenas fiestas (festival) de calaveras. También la corrida de toros principal estaba incluida en el denominador común de las fiestas, a celebrar entre la última semana de octubre y primera de noviembre. Anunciar una corrida “de calaveras”, es para que, cualquier torero español, si se ve impreso en los carteles, ponga pies en polvorosa; y sin embargo, todos han acabado por asumir los osarios repartidos como chucherías por la ciudad y la fiesta orientada hacia el camposanto que, aunque no se lo crean, tampoco es mal sitio para organizar un guateque. Así, pues, habría que acostumbrarse a la cosa de las calaveras, al parecer encriptada en la cultura mexicana desde hace siglos.
Pido disculpas si alguien pudiera interpretar de forma torticera la reflexión, pero en aquellos momentos tuve la impresión de que en México la muerte no se lamenta, se celebra. La razón viene a explicarla –al menos, lo intenta—el escritor Guillermo H. Cantú en su libro Muerte de Azúcar, donde da a entender que los indios fueron abandonados por sus propios dioses, a los que ofrecían sacrificios humanos desde tiempo inmemorial. No obstante, parece obvio que aquellas poblaciones –ingentes unas, escasitas otras–, que abrazaron la “mixturización” de dos culturas, terminaron por familiarizarse con todo aquello que tenga que ver son la sangre y la muerte. Desde entonces puede que se derive la buena avenencia entre el español que, según Américo Castro, estaba vocacionalmente unido al sacrificio estoico y el nativo que llevaba siglos y siglos familiarizado con la sangre. El resultado fue que aquella extraña convivencia del mestizaje con la muerte, vino a propiciar el bromear con ella, dedicarle sátiras, comer calaveras de azúcar, pan de muertos, etcétera.
Es muy probable que la cuestión de relacionarse con la muerte dentro de una total y festiva naturalidad, haya sido clave para explicar el concepto que del arte del toreo tienen los toreros mexicanos. Ese “sin prisa” del indio indolente –Silverio, por ejemplo– que vertía su arte con lentora parsimonia, como si fuera derramando miel por entre los dedos, o la luminosa floresta de las suertes –Pepe Ortiz, por ejemplo–, cuando echaba a volar la fantasía de su capote, puede que se deba a la ancestral familiaridad de remotas generaciones con la sangre y la muerte. Va con ellos. Solo es preciso que se les presente un entorno apropiado, un toro que le dé por embestir y un público que lo disfrute con la explosividad más apasionada.
Mismamente, aquél día, en la corrida “de calaveras” que presenciamos por la tarde, ocurrió algo inusual, inexplicable, memorable. Ofrecía el festejo taurino un cartel de primer nivel, integrado por Miguel Armillita, Fernando Ochoa y El Juli, por cierto recién alternativado, ante toros de Begoña. Recuerdo que Miguel brindó uno de sus toros a don Alberto Bailleres, por aquél entonces ganadero de los toros a lidiar y empresario de la Plaza de la ciudad, que lleva el nombre del torero local Rafael Rodríguez. El toro fue excepcional y Miguel realizó con él una faena magnífica, logrando el indulto del bravísimo animal; sin embargo, no llegó a dar ni la vuelta al ruedo. ¿Qué extraño influjo o mal fario determinó tan desconcertante situación? Nunca logré averiguarlo.
Los españoles somos muy cautos en esta materia de la calavera. Nos causa un respeto imponente. De cuchufletas, nada; pero los hidrocálidos tiene otra versión de la cuestión, más amable, menos hipocondríaca. Para ellos, el toreo, Aguascalientes y las calaveras, forman un todo con fondo bien profundo, en el cual, las calaveras pueden llegar a ser recipiente de fantasía, vasija de libación frenética, incluso titulación para una feria taurina.
Quién lo iba a decir. Llegan a anunciar en Aguascalientes, pongo por caso, a El Lavi o a Rafael el Gallo en una feria así titulada, “de calaveras”, y los nuestros forman la mundial. Como mínimo, le echarían al anunciador la clásica maldición, eficaz como una estocada en la yema, que los calorros aprensivos y los andaluces precavidos utilizan para zaherir a quien consideran que los maltrata con la mayor impunidad: ¡Tus muertos!…
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