lunes, 8 de enero de 2024

Anatomía patológica de una democracia (II) / por Fernando del Pino Calvo-Sotelo

 

"..¿Se ha convertido la democracia —etimológicamente, el gobierno  del pueblo— en una ficción? ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente  como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Tenemos de verdad hoy más  libertad personal que hace medio siglo o, por el contrario, estamos sujetos a la  tiranía de la corrección política, a la censura, a la prohibición de todo por defecto o  a la necesidad de pedir permiso al Estado para realizar las actividades más  prosaicas? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano y, en su caso, cómo limitar el poder de destrucción de éste?.."

Anatomía patológica de una democracia (II)

Fernando del Pino Calvo-Sotelo
fpcs.com/Dcbre. 2023
En la primera parte de este artículo reflexionaba sobre la situación  política de España y me preguntaba si, más allá de la psicopatía del  presidente del gobierno, de las carencias de una Constitución mediocre y de nuestros complejos históricos, la crisis que vivimos refleja también una crisis  de la democracia. ¿Se ha convertido la democracia —etimológicamente, el gobierno  del pueblo— en una ficción? ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente  como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Tenemos de verdad hoy más  libertad personal que hace medio siglo o, por el contrario, estamos sujetos a la  tiranía de la corrección política, a la censura, a la prohibición de todo por defecto o  a la necesidad de pedir permiso al Estado para realizar las actividades más  prosaicas? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano y, en su caso, cómo limitar el poder de destrucción de éste? En definitiva, ¿están logrando las democracias  occidentales del s. XXI su ideal de libertad, de tolerancia, de justicia y de paz o, en  palabras de Hans-Hermann Hoppe, hemos idolatrado a un dios que nos ha fallado? 

La diosa democracia 

Si estas preguntas le parecen blasfemas es porque, en efecto, la democracia  ha dejado de ser un sistema político para convertirse en una diosa. Aquí pretendo  presentarla como lo que es, un sistema político creado por manos humanas, falible,  contradictorio y limitado, claramente mejor que otras alternativas si cumple una  serie de requisitos, y peor, si no los cumple. ¿Podemos aspirar a algo mejor que dos  semanas de mentiras —la campaña electoral—, un instante de democracia —el  fugaz acto de votar, reducido a ritual—, y cuatro años de dictadura en los que el  gobierno “electo” hace prácticamente lo que le da la gana sin sentirse constreñido ni  condicionado por promesa o regla alguna? ¿Debemos resignarnos a lo que John  Adams, segundo presidente de los EEUU, describía así: «Cuando las elecciones  terminan, la esclavitud comienza»?  

En muchos países la democracia se ha considerado erróneamente sinónimo  de libertad. Sin embargo, los padres fundadores de los EEUU tenían claro que  democracia y libertad no eran ni mucho menos sinónimos e insistieron en que,  precisamente por defender la libertad, ellos creaban una república en la que la  mayoría tenía límites que no podía traspasar, y no una democracia. Dado que el  sistema emanado de la Constitución norteamericana de 1787 se convirtió  originariamente en una de las mejores experiencias de libertad de la Historia, parece  sensato prestarles atención. 

Vox populi, vox Dei 

Democracia implica el gobierno de la mayoría sin restricciones. Aplica, por  tanto, la famosa expresión vox populi, vox Dei, mencionada por primera vez en el año  800 d.C., pero de modo peyorativo: «No debería escucharse a los que acostumbran  a decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el desenfreno del vulgo está  siempre cercano a la locura», escribía Alcuino a Carlomagno. El historiador romano  Tito Livio se había manifestado de forma similar ocho siglos antes: «Nada hay más  vano e inconstante que la multitud».  

Vox populi, vox Dei tiene tres corolarios que lo convierten en una creencia  peligrosa. El primero es que da por sentado que el pueblo tiene una sola voz («el  pueblo ha hablado»), cuando en realidad se trata de una suma heterogénea y amorfa  de multitud de voces (y silencios) diferentes e inconcretos. El segundo es que, si  realmente es la voz de Dios, «el pueblo» puede decidir lo que está bien y lo que está  mal más allá de toda norma moral, de toda ley natural, de los Diez Mandamientos o  de la Declaración de Derechos Humanos (el Decálogo laico). El tercer y último  corolario es que si la voz del pueblo es la voz de Dios entonces debemos aceptar que  el pueblo comparte los atributos de Dios, es decir, la omnipotencia, la omnisciencia  y la omnipresencia: el pueblo puede actuar con un poder absoluto desde un  pretendido conocimiento absoluto de las cosas y estar presente, como poder, en  todas partes.  

La tiranía de la mayoría 

La democracia así considerada equivale a dos lobos y una oveja votando qué  hay para cenar esta noche, es decir, un sistema en que la mayoría puede votar sobre  los derechos de la minoría: dos nazis sobre un judío; dos blancos sobre un negro; o  dos comunistas…bueno, los comunistas ni siquiera sentirán la necesidad de votar.  

La tiranía de la mayoría fue lo que provocó que los padres de la Constitución  norteamericana fueran tan críticos con la democracia, «la forma más vil de gobierno;  siempre han sido espectáculos de turbulencia y disputa; siempre se han encontrado  incompatibles con la seguridad personal o los derechos de propiedad y, en general,  han sido tan cortas en sus vidas como violentas en sus muertes», escribía James  Madison. Por este motivo, la propia Declaración de Independencia de los EEUU  reconocía —que no otorgaba— los derechos y libertades inalienables de los  ciudadanos, preexistentes a cualquier forma de gobierno e inmunes frente a  cualquier mayoría. 

No podemos perder de vista que la democracia mediante sufragio universal en la que el derecho a voto sólo depende de alcanzar una edad mínima es un  experimento político muy reciente. En efecto, en la mayor parte de países no tiene  más de 50 o 75 años: ejemplos de ello son Italia (1945), Canadá (1960), Australia  (1962), EEUU (1965), Suiza (1971), Portugal (1976), Liechtenstein (1984) o Brasil,  país en el que los analfabetos tuvieron prohibido el voto hasta 1988. De hecho, hace  sólo tres generaciones la mera idea de que la opinión de un joven inmaduro de 18  años tuviera el mismo peso que el de un adulto de 50 o 60, o que la opinión del necio  y del sabio, del indocumentado y del entendido, del que vive a costa de los demás y  del de quien le sostiene con su trabajo, tuvieran el mismo valor, habría sido  considerado extraño.  

Desmitificando el voto  

Dada la propensión de nuestros glotones gobernantes a sacralizar el voto  para justificar sus posteriores atracones de poder, conviene desmitificarlo desde la  evidencia empírica. El voto ideal sería un voto perfectamente informado, racional,  meditado, no sesgado por manipulación alguna y, por tanto, libre, e implica un cierto  contrato entre las promesas de un candidato y su votante. Sin embargo, esto es una  fantasía. En realidad, el voto real tiene tres características principales: es frívolo,  inercial e ignorante.  

El voto es frívolo en el sentido de que rasgos superficiales e inconsecuentes  como la sonrisa de un candidato, su tono de voz, una frase de cierre en un debate, su  simpatía o incluso su apariencia física juegan un papel no poco importante en la  decisión última de votar. Por otro lado, también es inercial, puesto que en muchas  ocasiones el individuo vota al mismo partido que ha votado toda su vida  independientemente de su historial de aciertos y fracasos, de honradeces y  corruptelas, o del candidato que aquél presente. Lógicamente, en sistemas con listas  cerradas (como es el caso en España) esta tendencia será más acusada. 

Sin embargo, la principal característica del voto es que es ignorante, como  demuestra cualquier encuesta sobre el nivel de conocimiento del ciudadano sobre  temas de interés público —política económica, exterior, etc.—. Como decía  Churchill, «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de un  cuarto de hora con el votante medio». Esta ignorancia no tiene por qué reflejar  pereza o indolencia, sino un simple argumento lógico, el llamado “efecto de  ignorancia racional” de Downs. Como han estudiado los economistas de la Teoría de  la Elección Pública, al votante no le compensa dedicar el tiempo necesario para  formar bien su opinión sabiendo que su voto individual —una millonésima parte del  total— no alterará el resultado final. Si de su voto dependiera el devenir de la  historia, ¡cómo cambiaría la cosa! Y, sin embargo, como decía Thomas Jefferson, la  preservación de la libertad depende de que las masas estén «educadas e informadas», justo lo contrario de lo que está logrando la educación en España, país  hoy mucho más ignorante y embrutecido que hace cuarenta años.  

El poder de la propaganda 

Además, el voto está lejos de ser libre, pues se encuentra sujeto a la brutal  manipulación de la propaganda. Ésta ha evolucionado en paralelo a la psicología  mucho más rápidamente que el nivel de conocimiento de la población sobre cómo  combatirla, por lo que el veneno es hoy mucho más potente que el antídoto. Así, el  votante medio acabe convirtiéndose en un pobre diablo inerme frente a actores que  tienen un interés desmesurado en resultar elegidos y que utilizan todo tipo de  argucias y trampas para lograrlo.  

En este contexto, el voto se decide por la competencia entre inescrupulosos  manipuladores de signo opuesto, y su resultado depende del arsenal que unos y  otros tengan a su disposición, particularmente del número de medios de  manipulación de masas que controlen. También dependerá del pensamiento  hegemónico dominante, que puede facilitarles la tarea o dificultársela. De ahí que,  ceteris paribus, los partidos que más hayan invertido en influir en el pensamiento  hegemónico dominante ganen las elecciones con mayor frecuencia que aquellos que  no lo han hecho. En España, desde 1982, el PSOE ha gobernado exactamente el doble  de tiempo que el PP. 

Por otro lado, el voto no sólo se ve influido por la razón, sino también por las  emociones, que poseen la capacidad de puentear temporalmente la capacidad de  juicio. Por ello, los yonquis del poder explotan los argumentos emocionales mucho  más que los racionales, pues sólo necesitan que el votante les apoye en el instante  de depositar su papeleta. Sus sentimientos posteriores una vez se sacuda el hechizo  de la manipulación, incluyendo su posible arrepentimiento, les resulta indiferente,  pues saben que la memoria del votante es corta y confían en que su ira acabará  apagándose como una llama vacilante expuesta al viento.  

Las emociones que más frecuentemente aspiran a remover los candidatos no  son las positivas, sino las negativas y, en particular, el miedo. En efecto, el miedo  tiene una sorprendente habilidad para anular la capacidad de raciocinio e incluso de acallar la voz de la conciencia, por lo que es un instrumento extraordinario para  que el votante olvide las mentiras o psicopatías de un candidato y se centre  exclusivamente en temer al otro. Como pudimos comprobar durante el experimento  totalitario del covid, el miedo puede incluso provocar que la población acepte sumisamente una dictadura, se pinche un producto experimental y olvide sus más  elementales derechos.

Promesas incumplidas 

En teoría el votante vota a un candidato a cambio de sus promesas  electorales, que no son ningún contrato. En países donde existe una moral social  elevada, la mentira se considera inaceptable e imperdonable y es castigada políticamente. Por el contrario, en países donde la moral haya entrado en franca  decadencia la verdad no será respetada ni exigida, y todos los actores darán por  sentado que el candidato miente y que sus promesas son papel mojado, lo que se  convierte en una profecía autocumplida. De ahí que un embustero patológico como  Sánchez, con rasgos claramente psicopáticos, haya podido ser reelegido, algo  incomprensible en sociedades más sanas.  

El peso de la verdad tiene tal trascendencia que los padres fundadores de los  EEUU aludían a la desobediencia civil o incluso a la insurrección en caso de que el  candidato mintiera. Alexander Hamilton lo expresaba sin tapujos: «Si los  representantes del pueblo traicionan a sus electores, entonces no queda más  recurso que el ejercicio de ese derecho original de autodefensa que es primordial  para todas las formas positivas de gobierno».  

Por lo tanto, el cínico ensalzamiento del voto, propugnado por la misma casta  sacerdotal cuyo poder depende de que le otorguemos un valor casi divino, se  encuentra con un obstáculo formidable: la realidad. En efecto, ¿cómo vamos a  reverenciar el voto si el ciudadano que vota lo hace manipulado, con inercia,  frivolidad e ignorancia, y bajo la coacción del miedo?  

El votante y el candidato persiguen su propio interés 

¿Qué guía al votante? La Teoría de la Elección Pública defiende que lo que  guía al votante es el interés propio y no el bien común, conceptos que no están necesariamente reñidos en el orden espontáneo de un mercado libre, pero que  pueden estarlo cuando se produce la distorsionante injerencia del Estado. Debemos  entender este interés propio del votante como neto de costes personales para él.  Como uno de esos costes es ser socialmente estigmatizado si se vota por una  candidatura determinada, es frecuente la demonización del contrario. Ésta es un arma tan eficaz como peligrosa, pues promueve la confrontación e incluso el odio al  que piensa diferente —basado en el temor exagerado—. Por ello, la polarización  política, lejos de ser un elemento extraño a la democracia, es un elemento  consustancial a la misma, una consecuencia natural de sus procesos electorales. En  el caso de España, dado el pensamiento histórico hegemónico de este país, ser  percibido de extrema derecha (ya saben, la ultraizquierda no existe) o culpabilizado  de que por culpa del voto “inútil” gane “el otro” es un instrumento eficaz para  disuadir de la abstención o del voto a terceras formaciones. Nadie quiere ser  condenado al ostracismo. 

Si el votante busca su propio interés, los candidatos nunca le exigirán nada,  ni esfuerzos, ni comportamientos virtuosos ni sacrificios, sino que tenderán a  ofrecerle barra libre. Cuando excepcionalmente no tengan más remedio que  proponerle algún sacrificio, utilizarán la fuerza de la envidia para calmar las  protestas exigiendo aún más a otro segmento de la población. Ésta es la génesis de  los tipos impositivos progresivos, que nada tienen que ver con la justicia, pues el  impuesto justo es el impuesto proporcional (con un mínimo vital exento): si ganas  más, pagas más, en términos absolutos. El impuesto progresivo, por el contrario, no  sólo es injusto, sino que abre la puerta a la arbitrariedad. ¿Cuánto más elevado tiene  que ser el impuesto del otro? El astuto invento de los tipos progresivos ha permitido  un aumento constante de la carga impositiva de la población, pues las subidas de  impuestos siempre se han justificado mediante las subidas aún mayores “a los  ricos”, una minoría permanente.  

Otro truco del juego de intereses propios en que se basan las elecciones es  separar el beneficiario de una promesa electoral de quien la paga. En este sentido,  el candidato generalmente intentará que los beneficios estén concentrados en un  grupo y que los costes se diluyan, difusos, en el océano de lo indeterminado, por  ejemplo, prometiendo la construcción de una autopista o un AVE sin que sean sus  beneficiarios los que asuman el coste.  

El interés propio del votante suele ser miope, es decir, enfocado sólo en el  corto plazo. Como el candidato también persigue su propio interés, él también se  enfocará en el corto plazo, más aún dada la escasa duración del ciclo político. Esto  acarrea consecuencias muy nocivas, especialmente en el ámbito económico. Como  escribía Hazlitt, «el arte de la economía consiste en considerar los efectos más  remotos de cualquier medida política y no meramente sus consecuencias  inmediatas; en calcular las repercusiones de esa política no sobre un grupo, sino  sobre todos los sectores». Por lo tanto, el cortoplacismo y clientelismo intrínsecos al  sistema democrático, especialmente en los Estados de Bienestar, incentivan la toma  estructural de decisiones económicas perniciosas, resultando en un menor  crecimiento y un aumento del déficit y de la deuda pública —reflejo de que siempre  habrá más promesas que dinero para financiarlas—. Si el voto popular es la coartada  esgrimida por el gobernante para hacer su santa voluntad durante cuatro años, la  prestación de servicios públicos del Estado de Bienestar es su coartada para  aumentar los impuestos y lograr que pase desapercibido el gigantesco nivel de  despilfarro con el que gestiona el dinero público. Aplica el dicho: “Le di un  presupuesto ilimitado y lo excedió”. 

El problema de agencia 

Finalmente, cualquier sistema político está sujeto al problema de agencia, es  decir, al potencial conflicto de interés entre el representante y el representado, entre  el mandante y el mandatario, cuando exista entre ellos una asimetría de información. El problema de agencia se ha estudiado aplicado a los conflictos de  interés existentes entre los directivos de una empresa y sus accionistas, pero puede  aplicarse perfectamente al gobernante y a los gobernados. En el caso de las  empresas, los accionistas al menos se reúnen y votan una vez al año y pueden estar  directamente representados en el Consejo de Administración. En la política, sin  embargo, los “accionistas” del país sólo pueden reunirse y votar una vez cada cuatro  años con un nivel de desinformación asombroso, como hemos visto. Este es el  principal argumento a favor de una democracia más directa vía referéndum, como  en Suiza, sin depender tanto de representantes que sólo se representan a sí mismos.  

Un ejemplo reciente del problema de agencia ha sido la vergonzosa  negociación con los separatistas catalanes y vascos, en la que Sánchez sólo ha  defendido sus intereses personales, absolutamente contrarios a los intereses  generales del país. En esas reuniones, ¿quién defendía los intereses de España? Nadie. 

Nos jugamos la libertad  

La bondad de un orden político no puede depender de la aptitud y moralidad  de quien alcance el poder. Esta esperanza mesiánica, aplicada a la política, es un  concepto pueril que conduce a la frustración. La esperanza, más bien, debe radicar  en la presencia de un orden constitucional, de unas reglas y de un sistema de  incentivos que eviten el abuso de poder y faciliten la toma de decisiones más  favorable al bien común. Dicho orden legal cuidará mucho de evitar la concentración  de poder y su alcance, pues tendrá siempre presente la patología del poder, esto es,  su capacidad de corrupción sobre la moral y la capacidad de juicio de quien lo  ostenta. A sabiendas de que el poder atrae al psicópata como el imán la hierro,  también se prevendrá frente a la posibilidad de que alguien así se haga con las  riendas del país, con efectos devastadores (véase el caso de España).  

Describir los enormes desafíos que plantean las democracias actuales no es  tarea fácil, pues se trata de un sistema político experimental y enormemente  delicado. En realidad, la democracia per se no garantiza nada: puede ser el mejor o  el peor de los sistemas, pues su versión desvirtuada, lejos de ser sinónimo de  libertad, conduce a la tiranía.  

Así, para que la democracia proteja la libertad y la dignidad del hombre,  defienda la tolerancia en el pluralismo, facilite la creación de riqueza y sea, en fin,  ordenada, justa y pacífica, debe reunir una serie de requisitos.  

El primero es un Estado de Derecho fuerte, «un gobierno de las leyes, y no de  los hombres», en palabras de John Adams, pues más importante que el modo de  elección de los representantes políticos es el imperio de la ley que impida la  arbitrariedad y el abusivo poder irrestricto de las mayorías. El segundo es un orden constitucional basado en la efectiva separación de poderes de Montesquieu, que  defendía que «para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene  al poder». El tercero es la limitación absoluta del poder político, pues todo sistema  constitucional, por bien diseñado que esté, es sólo una obra humana, falible e  imperfecta, y se debilitará y corromperá con el paso del tiempo al igual que el hierro  termina oxidándose. Esta limitación absoluta del poder sólo puede conseguirse con  un gobierno pequeño con facultades mínimas, como era el caso generalizado en  Occidente hasta mediados del s. XX. En palabras de Thomas Jefferson, «un gobierno  sabio y frugal, que impida a los hombres perjudicarse unos a otros, que les dé  libertad para regular sus propias actividades y que no les quite el pan que se han  ganado con su trabajo».  

En sentido opuesto, los Estados de Bienestar prácticamente garantizan la  deriva hacia la opresión e incluso hacia el totalitarismo: vician los procesos  electorales hasta convertirlos en una subasta de votos, reducen cada vez más la libertad del ciudadano y crean un sistema de incentivos perverso que recompensa  al que holgazanea en el sofá y hace la vida imposible al que trabaja.  

La democracia también necesita una población educada e informada,  consciente de las patologías del poder y de los trucos de la propaganda, diligente en  la defensa de sus derechos y libertades y expuesta a una variedad de fuentes de  información veraces. Finalmente, debe estar basada en reglas morales inmutables que no dependan de la veleidosa opinión de los hombres, en una brújula que señale  permanentemente el norte del bien y de la verdad.  

Podemos aspirar a un sistema democrático que conjugue los dos grandes  atributos del voto popular —la participación de los gobernados en la elección de los  gobernantes y la pacífica alternancia del poder— con el Estado de Derecho, la  moralidad y el respeto a las minorías. Es más, debemos hacerlo, puesto que en caso  contrario la democracia se convertirá, de nuevo, en un experimento fallido. Nos  jugamos la libertad. 

1 comentario:

  1. Un acierto de la segunda parte del último trabajo del brillantísimo Fernando del Pino. Puede parecer largo, pero en realidad no lo es, pues no es un artículo ordinario, sino todo un tratado de filosofía política, que facilita un diagnóstico certero sobre la muy imperfecta democracia que padecemos. Nosotros en cabeza como en casi todo lo malo, pero el mal afecta en mayor o menor medida a todo Occidente.
    Así no es de extrañar -según reciente estudio de la desnortada UE- que más de un 50% de ciudadanos empiecen a mostrar su desafecto por el sistema.
    ¡¡Dios salve a España!! L. IBAÑEZ

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