La gran apuesta de la Constitución de 1978 consistió en privar a la Corona de todos los poderes ejecutivos que tenía, heredados de la legalidad anterior, y limitar su papel al de árbitro y moderador institucional. Esto, naturalmente, implica aceptar de antemano que los jugadores van a dejarse arbitrar y moderar. La convicción implícita en 1978, un poco al estilo de la Restauración de 1874, era que ninguno de los firmantes del pacto sería tan irresponsable como para poner en riesgo el edificio que a todos cobijaba: al fin y al cabo, la supervivencia política de todos ellos dependía de que cada pilar sostuviera su parte del techo. Pero ocurre que las construcciones políticas no son un inmueble, sino que son móviles, sujetas a la dinámica del tiempo y a los cambios de circunstancias.
Los primeros pilares que empezaron a temblar fueron los que sujetaban los nacionalistas catalanes y vascos, y el golpe definitivo vino cuando el PSOE de Zapatero decidió que su supervivencia como partido residía en llegar a pactos con las fuerzas centrífugas del sistema, y no con la derecha nacional. A partir de ahí se desató un proceso que el PP de Rajoy no supo frenar (tal vez ni siquiera entendió lo que estaba pasando) y que, después, ese insensato sin escrúpulos que es Pedro Sánchez ha acelerado hasta su fase terminal. Hoy ya puede decirse que el edificio, formalmente, ha colapsado.
Y eso es lo que representa la firma del rey estampada en la ley de amnistía: no un acto de responsabilidad personal del monarca, sino el colapso formal del sistema del 78, con el jefe del Estado obligado a rubricar el fracaso del Estado.
Insisto en que el asunto debería, cuando menos, mover a reflexión. Los monárquicos, en vez de reflexionar, oponen el argumento de que el rey no debe hacer nada porque ese es su papel. Me pregunto si han pensado dos veces en lo absurdo del planteamiento. ¿Quieren convencernos de que el rey debe estar ahí para no hacer nada? ¿Y cuál sería la diferencia si, simplemente, no existiera, o si en su lugar pusiéramos un chat de IA? «Sería peor una república», dicen. Y sí, eso es verdad. Pero aquí también cabe una reflexión interesante. Históricamente, España ha sido siempre una monarquía salvo en dos periodos republicanos objetivamente lamentables, y ambos condujeron al desgarro del tejido nacional.
¿Por qué las repúblicas en España no han funcionado nunca? Tal vez esto tenga algo que ver con la textura profunda de España como comunidad política. Nosotros empezamos a convertirnos en Estado, en el sentido moderno del término, en fecha muy temprana, cuando lo estatal era inseparable de la Corona y el concepto de lo público carecía de la solidez que adquiriría más tarde. Dalmacio Negro lo ha explicado muy bien. En los Estados de fecha más reciente, lo público-estatal es una dimensión mucho más sólida y objetiva, capaz de soportar repúblicas federales, presidencialistas, parlamentarias, dictatoriales o lo que sea, sin que la supervivencia del Estado corra peligro. En España, por el contrario, la república nunca ha sido capaz de encarnar la totalidad de lo público, sino que siempre ha tendido a excluir a medio país, quizá por la tendencia de nuestra izquierda a no aceptar ningún orden en el que no sea hegemónica. Nada de república, por tanto. Ahora bien, si en España lo público-estatal está tan íntimamente vinculado a la Corona, ¿no sería lógico dotarla de los instrumentos —todo lo democráticos que se quiera— que la hagan capaz de cumplir su función?
Tal vez algún día salgamos de aquí. Tal vez, algún día, retroceda la poderosa marea de desconstrucción de España que ahora lo anega todo. Y si ese día llega, la solución difícilmente podrá residir en desempolvar los planos del edificio de 1978, ya arruinado. Ese día —tal vez, siempre tal vez—, alguien debería plantearse construir un Estado capaz de defenderse a sí mismo, lo cual concierne no sólo a la Corona, sino a todo el andamiaje institucional necesario para tal función. Hay quien ha evocado estos días aquella exhortación de Ortega en noviembre de 1930: «Españoles, vuestro Estado no existe: ¡Reconstruidlo!». Viene bien recordarlo. Y recordar también que la República no supo hacerlo.
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