Pedro Carlos González Cuevas
Hace pocos días tuve oportunidad de volver a ver, por televisión, una película auténticamente magistral, Los puentes de Madison, protagonizada por Clint Eastwood y Meryl Streep. Como es sabido, el filme narra la historia de un amor imposible entre Francesca Johnson, una ama de casa de origen italiano que vive en una aislada granja de Iowa, y Robert Kincaid, un dinámico fotógrafo del National Geographic. La historia se sitúa a la altura de 1965. Francesca no es una persona vulgar; tiene aspiraciones e inquietudes culturales, pero las ha abandonado tras casarse y dedicarse a formar una familia. Vive en un entorno mediocre, vulgar, anodino, asfixiante, con un convencional granjero norteamericano, con quien se casó tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Francesca es víctima de su entorno; está enferma de tedio, de spleen baudelairiano, de aburrimiento. Y se siente fascinada por la brillantez y el dinamismo de Kincaid. Acaban enamorándose. En un principio, intiman; y el fotógrafo le pregunta por su marido. La respuesta de la melancólica Francesca no puede ser más significativa: “Es un hombre muy limpio”. Al parecer, no podía decir nada mejor. Quizá porque el pobre granjero norteamericano no daba para más. Cuando escuché de nuevo la respuesta de Francesca, espontáneamente, casi por ensalmo, se me presentó la poco agraciada faz de Alberto Núñez Feijóo, como sosias del anodino granjero. Y creo que no por casualidad.
Porque ¿quién es Alberto Núñez Feijóo?. En realidad, sabemos poco de su trayectoria vital. Tan sólo tenemos sobre su figura una hagiografía de encargo debida a la pluma del periodista Fran Balado, El viaje de Feijóo, en cuyas páginas hay más silencio que información, y una semblanza de Xose Luis Barreiro, mucho menos interesante que la hagiografía, que presenta a Adolfo Suárez como ejemplo a seguir por parte del prócer galaico. El hagiógrafo Fran Balado nos lo describe como un niño “guiadiño”, es decir, obediente y responsable, nacido en una recoleta aldea orensana Os Peares, alumno de los maristas, licenciado en Derecho, mano derecha de Romay Beccaría, en la Xunta. Sin embargo, tardó en afilarse al Partido Popular; y en su juventud votó a Felipe González y se considera admirador del difunto Alfredo Pérez Rubalcaba. Dice que lo volvería a hacer, lo de votar a González, añado. Pasa por ser un buen gestor en Insalud y Correos, capaz de llevarse bien con los sindicatos hegemónicos, UGT y CCOO. Dentro del Partido Popular gallego, pertenece al grupo de los “birretes” frente a los “boinas”, es decir, universitarios frente a paletos. Feijóo es una especie de conservador burocrático que se autodefine como “galleguista”. Tras conseguir la dirección del partido, ha conseguido en cuatro ocasiones la mayoría absoluta en las elecciones autonómicas; lo cual no ha suscitado sospecha ni crítica alguna en la prensa conservadora. Por lo visto, a diferencia de Andalucía, esto nada tiene que ver con redes clientelares y subvenciones y control de medios de comunicación. Algún día nos enteraremos, aunque será tarde. En España, todo se hace tarde y, por lo general, mal, muy mal.
Y es que una hegemonía tan prolongada en el tiempo del Partido Popular en Galicia resulta cuando menos sospechosa, por no decir algo peor. En ese sentido, resultó muy difundida la foto del hoy líder popular con el conocido narcotraficante Marcial Dorado.
En cualquier caso, pese a su última victoria por mayoría absoluta en Galicia, no hay duda de que el PP ha instaurado las bases políticas, sociales e ideológicas para una próxima hegemonía del nacionalismo galaico y de la izquierda.
Por otra parte, Feijóo dista mucho de ser un líder carismático. No es un hombre físicamente atractivo. Es una persona de aspecto corvino, cuya faz siempre me hace recordar el célebre poema de Edgar Allan Poe, The Raven, en el que aparece “un pájaro azabache, con sus aires fatuos, graves”, “huraño y mustio”, “la funesta ave ancestral”, “exangüe, enjuta, agónica”, que siempre pronuncia la misma palabra: “Nunca más”.
Igualmente, Feijóo podía ser un personaje de las novelas de Italo Calvino, aunque sin su grandeza y la equivocidad. En ocasiones, parece, como el vizconde Medardo de Torralba, demediado; en otras, como el barón Cósimo de Píovasco, rampante, anda por los árboles y las ramas; y finalmente, como el caballero Agilulfo, inexistente.
Un personaje ambiguo, ambivalente, inseguro, equívoco, nada de fiar; pero, eso sí, muy limpio, es decir, inodoro, incoloro, insípido y anodino.
Feijóo tampoco es un orador fácil; le falta elegancia expresiva e incluso vocaliza con una cierta dificultad fonética; su empleo del idioma español resulta penoso; y es que Feijóo habla y piensa en gallego, o más bien en castrapo. Se trata de un político periférico, particularista, sin una visión global de la nación española. En el fondo, su visión no es, en la práctica, autonomista, ni tan siquiera federalista; es confederal. De ahí la propia organización del Partido Popular a nivel español, convertido en un conjunto de “taifas”. Su europeísmo es fundamentalista y acrítico. Sus preocupaciones culturales nos son desconocidas. Y nada sustancial ha dicho sobre la Ley de Memoria Democrática. En realidad, el silencio es su seña de identidad. Coherentemente, sus turiferarios han centrado la construcción de su imagen, a falta de otros elementos, en su faceta de “gestor” eficaz, que todo lo centra en el factor económico. Como Rajoy. Ignoro, y no me importa lo más mínimo, si Feijóo tiene convicciones religiosas, pero, en cualquier caso, habría que recordarle la célebre frase de Jesucristo ante el diablo tentador, en pleno desierto: “No sólo de pan vive el hombre” (San Mateo, 4, 3-4). España no es una fábrica. Y si algo necesita España, aparte desde luego de una buena gestión de carácter social y económico, es de una profunda reforma intelectual y moral, como la que propugnaba Ernest Renan, tras los desastres de Sedán y de la Comuna de París en la Francia posnapoleónica.
Y es que Feijóo, que se parece muy poco al ilustrado y activo benedictino dieciochesco de su mismo apellido, es incapaz de interpretar lo que Wilhelm Dilthey denominaba el “espíritu del tiempo”. Parece vivir no ya en los tiempos de Rajoy, sino en los de Aznar y en los del “fin de la historia” diagnosticado por el inefable Francis Fukuyama. En realidad, ocurrió todo lo contrario. Todos sabemos que ese tiempo pesadillesco pasó a mejor vida. El 11 de septiembre de 2001 supuso, en ese sentido, un cambio cualitativo. Como señaló el politólogo Robert Kagan, se produjo un auténtico desquite de la Historia. El mundo no se había transformado en el sentido señalado por Fukuyama. En todas partes, el Estado-nación seguía siendo tan fuerte como antes, al igual que las ambiciones nacionalistas, las pasiones y las competencias entre naciones. Estado Unidos quedó, sin duda, como la potencia hegemónica; pero emergían de nuevo Rusia y China; escalaban posiciones Japón, India e Irán. La exportación del modelo liberal fracasaba plenamente en Oriente Medio. El viejo antagonismo entre liberalismo y autocracia resurgía nuevamente. Y se revivía la disputa aún más antigua entre islamistas y las potencias modernas y laicas. La conclusión era obvia: “Hemos entrado en una era de divergencia”. Lo estamos viendo en la guerra entre Rusia y Ucrania, que esconde el antagonismo entre Estados Unidos, China y el conjunto de las nuevas potencias emergentes. La democracia liberal padece una profunda crisis, producto de los ataques globalistas al modelo de Estado-nación, la decadencia de las clases medias, a causa de las sucesivas crisis financieras, y la digitalización de las sociedades desarrolladas, que conduce a la “infocracia” (Byung CHul Han), los problemas medioambientales y la integración de las minorías la democracia liberal ha dejado de convertirse en el modelo por antonomasia de régimen político legítimo. Y no solo en Oriente Medio, África o Asia, incluso en Europa y América han surgido como alternativa las denominadas “democracias iliberales”, cuyas características fundamentales son el culto al poder fuerte, el populismo, la exaltación nacional y religiosa y una acentuación del control de las autoridades políticas en la sociedad. Autores como Andrea Ricardi vislumbran en países como Hungría o Polonia un nuevo auge del “nacional-catolicismo”; y lo mismo ocurre en la islámica Turquía o en la Rusia ortodoxa. Por el contrario, el modelo democristiano ha entrado en una irreversible decadencia. Y ha surgido como respuesta al cuestionamiento del Estado-nación, el proceso de globalización económico-financiero y la decadencia de las clases medias, lo que he denominado “derecha Identitaria”, que no cuestiona los fundamentos de la democracia, pero que defiende la vigencia del Estado-nación, apela a política económicas proteccionistas y aboga por la conservación de la identidad tradicional de sus respectivas sociedades. Todo ello pone en cuestión el desarrollo del proyecto globalista de una Europa federal, que hoy padece una profunda crisis social, económica y de legitimidad.
En España, la situación comenzó a cambiar, sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008, que puso en cuestión o sólo el modelo económico, sino el bipartidismo dominante durante treinta años. La aparición de Podemos, como representación de la izquierda radical, fue igualmente una clara manifestación de los cambios experimentados en el campo político español. El PSOE dejaba de ser el único representante de la izquierda en la sociedad española, ante los nuevos retos. Tampoco la cuestión de la forma de gobierno escapó al nuevo giro de los tiempos. En junio de 2014, Juan Carlos I, cuya figura hasta entonces parecía poco menos que intocable, se vio obligado a abdicar en su hijo Felipe VI. La institución y la propia figura del monarca no pudieron soportar la erosión de las críticas de que fueron objeto, a causa de su escandalosa vida privada y la corrupción económica que había caracterizado a no pocos miembros de la familia real. Se asistía al final del denominado tabú real.
Más grave aún resultaba el evidente fracaso del modelo de descentralización política vigente desde 1978 sobre todo con la insurrección del nacionalismo catalán en septiembre de 2017. Resulta obvio que el Estado de las autonomías ha favorecido las tendencias centrífugas; y que, además, implica unos costes económicos excesivos, que lo hacen, a medio plazo, inviable. Por otra parte, el sistema político actual ha sido incapaz de crear una simbología integradora como expresión de la unidad nacional.
En relación al modelo económico no sólo la crisis del euro y de la Unión Europea, que fomentó un creciente euroescepticismo, cuya culminación fue el Brexit, sino del Estado benefactor salió dañado a la hora de garantizar el nivel de empleo y de evitar las disfunciones más dolorosas debidas al paro, la enfermedad, la invalidez o la vejez. Al mismo tiempo, España era igualmente uno de los países europeos que más se había desindustrializado, desde finales de los años setenta, pasando de un 39% del PIB en 1975 a un 19% en la actualidad. Junto a ello, el denominado “invierno demográfico” español, que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado benefactor. La epidemia del covid-19 ha puesto aún más de relieve nuestras carencias. En este contexto social, político y cultural, surgió un nuevo partido, VOX, como representación de la modalidad española de la derecha identitaria europea. El Partido Popular tenía ya, por fortuna, un competidor por su derecha. Ya era hora.
Durante varios años, intelectuales y numerosos foros de debate han denunciado, desde la derecha y desde la izquierda, la crisis política y social que experimenta la sociedad española sin que se tomen, por parte de las elites políticas, medida alguna de reforma y regeneración. Se ha insistido, sobre todo, en la degeneración del Estado de las autonomías. Ahí están los nombres de Francisco Sosa Wagner, Andrés de Blas, Ignacio Sotelo, Fernando Savater, Dalmacio Negro Pavón, Gustavo Bueno, organizaciones como el Foro de la Sociedad Civil, el Instituto de Estudios de la Democracia, Neos, Valores y Sociedad, etc, Sin embargo, Feijóo y la nueva dirección del Partido Popular han hecho oídos sordos a cualquier iniciativa de carácter reformista o simplemente regeneradora.
Y aquí entramos en la profundidad del error Feijóo. Sin duda, el líder popular puede ganar las próximas elecciones, incluso, como Mariano Rajoy en 2011, por mayoría absoluta. Sin embargo, el problema no es únicamente ganar o perder unas elecciones. Ese es, en el fondo, un problema menor. Puede haber victorias pírricas, es decir, que, con el tiempo, se convierten en absolutas derrotas; y aparentes derrotas que se convierten en victorias. Es lo que ocurrió con Rajoy. Gane o pierda, el político gallego puede ser un error. En este caso, error y efecto pueden ir juntos y ser paralelos. Y aquí no podemos por menor que recordar el célebre artículo de José Ortega y Gasset, “El error Berenguer”, publicado en El Sol el 15 de noviembre de 1930. Como es sabido, para el filósofo madrileño la elección y la ejecutoria del general Dámaso Berenguer como sucesor de Miguel Primo de Rivera fue un error, porque había incurrido en la “ficción política de que aquí no ha pasado nada”. O sea, intentar que el conjunto de los españoles se olvidaran de la crisis endémica del sistema de la Restauración y de los siete años de dictadura primorriverista. Berenguer pretendía retornar a los usos y costumbres de la Restauración como si tal cosa, como si nada hubiera pasado anteriormente. Según se deduce de sus gestos y declaraciones, el opaco Feijóo sigue por esa linde, sin ser consciente de sus límites. En ese sentido, el error Feijóo y de Feijóo lo es por partida doble. Parece operar como si viviésemos en otro siglo. El y su partido parecen incapaces, repito, de captar e interpretar el nuevo “espíritu del tiempo”, en el mundo y en España.
Por ello, resulta especialmente repugnante la actitud de Feijóo ante los nacionalismos periféricos. El líder popular no ha dudado en señalar que le resulta más fácil hablar con el PNV que con VOX, ya que éste cree en las autonomías como el Partido Popular, y VOX, no. Bastaría con esta declaración para que el Partido Popular desapareciera del campo político; pero mucho me temo que le seguirán votando, algunos por convicción y otros, como diría Etienne de La Boétie, por servidumbre voluntaria. En cualquier caso, la opinión de Feijóo sobre el PNV es superlativamente grave, gravísima. El líder popular calla, u olvida, que el PNV no votó la Constitución de 1978; que utiliza la autonomía como plataforma para el privilegio primero, y luego, cuando pueda, para la independencia; que es profundamente antiespañol y; que gracias a su apoyo se encuentra hoy Pedro Sánchez en el gobierno. Y algo históricamente mucho más grave; su actitud ante la crisis provocada por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el pacto de Estella y el Plan Ibarreche. ¿Es de fiar el PNV? No parece. Sin embargo, Feijóo parece dejar de lado el tema. Y luego se quejan de que nadie recuerde ya el asesinato de Miguel Ángel Blanco, ¿Quién es el culpable? El Partido Popular, que olvida a sus mártires por intereses políticos. El gallego, eso dicen, se llevaba muy bien con Iñigo Urkullu y fue a entrevistarse con el impresentable Andoni Ortuzar, ese antiespañol visceral, quien dijo que “algo habría que hacer con VOX”.
No menos inquietantes han sido las visitas de Feijóo a Cataluña, rindiendo pleitesía a la burguesía antiespañola en el Círculo de Economía y a La Vanguardia, órgano del secesionismo catalán. En ese sentido, señaló que el Partido Popular debía ocupar el espacio de Convergencia Democrática de Cataluña. Hizo referencia, además, a un inexistente catalanismo constitucionalista y a un mirífico “bilingüismo cordial”. Feijóo se negó a asistir a una manifestación en defensa del español en Cataluña. Y no votó en el Parlamento una moción de VOX en el mismo sentido.
En contraste, su actitud hacia VOX no puede ser más desdeñosa. Si para Pablo Casado el partido verde se convirtió en una pesadilla, la táctica de Feijóo es, primero, desdeñarlo, ignorando su existencia; luego, si procede, aislarlo, mediante una especie de cordón sanitario mediático y político; y posteriormente acabar con su existencia. Al gallego nunca le gustaron los pactos con VOX en las comunidades autónomas, Salvo en Murcia y Extremadura, fueron los líderes regionales los que se impusieron. En el fondo, ese es uno de sus grandes proyectos, no acabar con los nacionalistas, sino con VOX. Feijóo nunca ha ocultado su abierta enemistad hacia VOX. Se vanagloria de que el partido verde no logre representación en su feudal Galicia. Mao Tse Tung distinguió, en algunas de sus obras filosóficas, entre contradicciones primarias y contradicciones secundarias. A primera vista, un observador superficial podría pensar que la contradicción entre PP y VOX debería ser secundaria; pero no es así. Desde la perspectiva de Feijóo y su troupe, representa la contradicción primaria, esencial, principal. Como diría Carl Schmitt, VOX, para el PP, es hostis, no inimicus. Y el PP no descansará hasta lograr su desaparición del espacio político. Quien no lo vea así, está ciego, o es tonto. Sin duda, la elite de VOX lo sabe; y, como veremos, ha obrado en consecuencia.
El gallego intenta presentarse, como su antecesor Rajoy, como adalid de la política para adultos, presentando a Abascal y los suyos como unos adolescentes diletantes, ayunos de capacidad de gestión. Es el típico razonamiento del mandarín. Lo utilizaron Fraga y los suyos contra el PSOE del joven Felipe González en 1982. El periodista Jaime Campmany solía referirse a los socialistas como “esos chicos”. Sin embargo, aquellos jóvenes disfrutaron y abusaron del poder durante catorce años; y Fraga hubo de conformarse con la presidencia de su comunidad autónoma natal. Y es que el recurso a la mera gestión dista de ser convincente, porque depende de muchas variables a nivel nacional e internacional. Aznar pudo llevar a cabo una aceptable gestión económica por la bonanza de la coyuntura internacional, y la previa labor de Pedro Solbes. Además, no puede existir una gestión económica y social eficaz sin una racionalización y reforma del Estado de las autonomías, sin un planteamiento serio de la educación y sus contenidos, sin una política natalista que responda a los problemas del invierno demográfico español, sin una reforma de la ley electoral y sin una alternativa convincente a la partitocracia dominante en la vida política española. En definitiva, sin una profunda reforma intelectual y moral de la sociedad española. Nada de eso ha sido planteado por Alberto Núñez Feijóo.
Y esto no es una especulación. Hemos podido verlo en el desarrollo de la campaña electoral de julio del año pasado. VOX fue el objeto prioritario de las diatribas del PP. La fiel Concepción Gamarra —alias “Cuca”— reiteró, viniera o no a cuento, que su partido se encontraba más cerca del PSOE que de VOX. Feijóo enfatizó su proximidad al PNV e incluso a Junts. Frente a Pedro Sánchez, ejerció de vizconde demediado. En los mítines, defendió la necesidad de acabar con “el sanchismo”. Pero, en otros ámbitos, se mostró partidario de pactos con el PSOE, y de una política de “centro-izquierda”. Manifestó su deseo de no pactar con VOX, llegando a hacer una llamada al electorado socialista y de Podemos para que le votaran, conseguir la mayoría absoluta y no depender del partido verde. Por si hubiera alguna duda, señaló que los intelectuales de VOX le daban miedo.
A lo largo de la campaña Feijóo quedó en ridículo él solo, sin la complicidad de nadie. Al serle preguntado por su relación con Marcial Dorado, llegó a decir que cuando le conoció no era narcotraficante, sino contrabandista. Debía considerar normal la relación con un delincuente. La periodista Silvia Intxaurrondo lo destrozó, acusándolo, con conocimiento de causa, de mentir en lo relativo a la subida de pensiones durante el mandato de su partido. Creyó haber triunfado en su debate con Pedro Sánchez, a quien le ofreció pactos, con lo cual negaba la posibilidad de acabar con el “sanchismo”. Suspendió la campaña electoral durante algunos días alegando lumbalgias. Se negó a participar en un debate a cuatro, junto a Santiago Abascal, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, porque, según él, se trataba de un “debate de perdedores”.
Para mayor seguridad, recurrió a los servicios del sociólogo banal y venal Narciso Michavila, con el objetivo de manipular encuestas y crear una opinión favorable al PP. Por el “voto útil” hacia la mayoría absoluta, tal fue su lema. Apoyado por la caterva de cagatintas orgánicos del PP, en primera línea el charlatán Federico Jiménez Losantos, convertido en padre-confesor de centristas y sorayos, confió en llegar a la mayoría absoluta. Finalmente, el PP no consiguió mayoría suficiente para gobernar, con gran disgusto del muy limpio Feijóo. Claro que sus folicularios y cagatintas hicieron recaer el peso de su fracaso en VOX. Y es que asustaba al electorado “centrista”, que gente más meliflua. Nada de la catastrófica puesta en escena del líder popular. Desde entonces, la estrategia de Feijóo y su partido ha sido la de marginar a VOX de las instituciones y, llegado el momento, acabar con los gobiernos de coalición PP/VOX. Y enmascarar conscientemente su política de pactos con el PSOE. Y esto no es algo novedoso ni heterodoxo en la trayectoria política del PP; todo lo contrario. Movilizó a sus bases contra la ley de amnistía con el objetivo de desviar y reducir a la nada la rebeldía contra el gobierno socialista. Mientras convocaba manifestaciones, González Pons y Bolaños pactaban repartirse la justicia. Fue lo que hizo Rajoy en su lucha contra Rodríguez Zapatero, sobre todo en el tema de los pactos con la ETA. Yo mismo recuerdo haber asistido a once manifestaciones, unas bajo la lluvia, otras a pleno sol, en invierno, primavera, verano y otoño. Y, ¿para qué sirvió? Sin duda, para que el PP retornara al gobierno y no tocara lo más mínimo la legislación socialista. Ni un punto ni una coma.
Hace tiempo que estoy vacunado contra las “romerías” del PP, que sólo sirven para desmovilizar al conjunto de las derechas. Y lo mismo ha hecho Feijóo, porque ya llega el tiempo de desmovilizar a sus bases. Pese a tener mayoría absoluta en el Senado, el PP apenas hizo acto de presencia; bien es verdad, que hace tiempo que sabemos que la cámara alta no sirve para nada. El PP ya ha aceptado, de facto, la ley de amnistía. Y no tardará mucho en intentar pactar con Puigdemont. Ya sólo quedaba acabar con los gobiernos de coalición en algunas autonomías; y lo ha conseguido. No solo ha pactado con el PSOE —con el supuestamente odiado “sanchismo”, que se aproxima, según ellos y sus cagatintas mediáticos, a una dictadura totalitaria— la justicia, sino la política de emigración, nada menos. Hacía poco tiempo que uno de los dirigentes del PP, Miguel Tellado, propugnaba la intervención de la Armada frente a la avalancha migratoria, ahora se recurre, para acabar con los gobiernos de coalición, al humanitarismo abstracto. Aquí vale todo. Núñez Feijóo, aparte de ser un hombre muy limpio, es un político demediado.
Tras la ruptura con VOX, la táctica del PP es la de siempre, la que utilizó con Ciudadanos. Una táctica parasitaria. Primero, intentar cooptar a los disidentes de VOX, para quien, según Núñez Feijóo las puertas están abiertas. Segundo, la ofensiva de los cagatintas, folicularios y líderes mediáticos afines a sus posturas. Ya mismo escucharemos las letanías de toda esta caterva, empezando por los bustos parlantes de la COPE y del 13 rue del PP, y acabando con el inefable y rastrero Jiménez Losantos, que ya no coordina. Sus últimos artículos demuestran que chochea; es el Joe Biden del periodismo español.
Y termino. No me cabe la menor duda de que, en este momento, la mayor parte del pueblo de derechas apostará, como Francesca en el triste final de Los puentes de Madison, por la inercia representada por el “hombre muy limpio”. Es inevitable. El PP tiene la ventaja de formar parte desde hace más de cuarenta años del statu quo.
En realidad, el PP es la auténtica ultraderecha, dado que no quiere cambiar nada, absolutamente nada del desorden establecido. Es su más firme defensor. El PSOE innova, transforma, y el PP trivializa, asume y consolida. Y no hay más cera que la que arde; todo lo demás es charlatanería política que embauca a los incautos y conformistas. Sin embargo, hay un sector, más o menos numeroso, que se resiste a pasar por las horcas caudinas. De él formo parte. Repudiamos el centrismo, a los muy limpios, a los moderaditos. Somos intransigentes, intratables, inasimilables. Lo somos no solo por patriotismo o por cálculo político, sino por imperativo vital. Por la necesidad de transcender y transgredir toda la cochambre política que nos atenaza y asfixia.