Julio César Rincón Ramírez nació en Bogotá el 5 de septiembre de 1965.
© Gabriel Aponte
'En noviembre de 1989 sufrió la peor cornada de su carrera. Un toro le rompió la femoral en la plaza de toros de Palmira. El chorro de sangre era impresionante. El muslo derecho parecía un surtidor. En la precaria enfermería de la plaza solo atinaron a hacerle un torniquete para detener la sangre mientras lo trasladaban a una clínica de Palmira, donde le hicieron una transfusión y lo remitieron a Cali'
César Rincón, cuando la vida es una apuesta
A veces César lograba meterse, a punta de berrinche y pataletas, en el ruedo de las plazas de Paipa o Cajicá y hacerle algunos quites a la vaquilla de turno, y la gente empezó a llamarlo el Niño Torero.
El padre de César Rincón, don Gonzalo Rincón, fotógrafo taurino apodado el Mojicón (el señor era aficionado a esta variedad del pan dulce) es el culpable de todo. Fue él quien inoculó a su hijo el pérfido virus de la tauromaquia, llevándolo todos los fines de semana a las tientas que se hacían en los pueblos de la sabana cundiboyacense para que le ayudara a cargar los maletines de las cámaras, y los primeros domingos lo llevaba a unos “salpicones” que realizaba en la Santamaría un empresario al que llamaban Tarzán Bavaria. Eran una suerte de magazines que podían incluir la actuación de un mariachi, un desafío de lucha libre, una pelea de gallos, un stand up comedy a cargo del Mocho Sánchez o de Clímaco Urrutia, y cerraba con la lidia a muerte de un novillo. Desde entonces el chico decidió que sería torero, esa extraña profesión que consiste en matar toros vestido con corbata negra, camisa blanca, pantalón muy ceñido y medias rosadas.
A veces César lograba meterse, a punta de berrinche y pataletas, en el ruedo de las plazas de Paipa o Cajicá y hacerle algunos quites a la vaquilla de turno, y la gente empezó a llamarlo el Niño Torero, apelativo que lo llenaba de orgullo. Como lo confesó alguna vez, el título de torero lo halagaba mucho más que maestro o matador, y oír corear a la multitud el estribillo de “to-re-ro, to-re-ro” era una música tan fascinante que lo ponía a jugarse la vida.
Una vez contrataron a don Gonzalo para que hiciera las fotos de una tienta en la finca de Fernando Reyes Neira. César fue, pero no vio nada porque allí estaba su ídolo, Paco Camino, y el niño se pasó la tarde mirándolo sin poder creer que ahí estuviera, al alcance de su mano, el célebre matador. Tampoco escuchó cuando Camino, que mandaba allí como mandó en la fiesta, ordenó: “A taparse todo el mundo. ¡Que venga el crío!” (en el argot taurino “taparse” significa despejar el ruedo y dejar solo al protagonista de ese momento de la lidia: rejoneador, banderillero o matador). Entonces tuvieron que sacudirlo y empujarlo al ruedo y explicarle que el crío era él. Y el crío tomó el capote y lo hizo tan bien que salió en un programa de televisión y Tarzán Bavaria lo contrató para su próximo salpicón. El cartel del 27 de junio de 1977 prometía la actuación del Mariachi Jalisciense, el desafío de lucha libre entre Huracán Ramírez y el Estrangulador, y la lidia de un novillo a cargo del Niño Torero, anunciado así, como cualquier figura, por su apodo.
En 1980 se hizo novillero. Entonces viajó a España a buscar fortuna, pero solo encontró hambre y humillaciones, y su apoderado lo traicionó y le robó una plata. Sobrevivió gracias a las prostitutas de la Gran Vía, la calle del hostal donde dormía, que se enternecieron viéndolo pasar trabajos tan joven, tenía apenas quince años, y lo cuidaron como a un hijo. Cuando parecía que las cosas iban a mejorar y se aprestaba a recibir la alternativa en España, recibió la noticia de que su madre y su hermana habían muerto: la veladora que le habían puesto a la Virgen de la Macarena para que lo protegiera de las cornadas provocó un incendio y ellas quedaron atrapadas dentro de la casa. Este hecho precipitó su regreso al país. Corría el año de 1982.
En los años que siguieron empezó a mostrar las virtudes que lo consagrarían, ese poderío con la muleta y esa sabiduría técnica —terrenos, colocación, toques, distancias— capaces de someter al toro más díscolo. A finales de la década ya estaba claro: César Rincón era el mejor torero colombiano.
En noviembre de 1989 sufrió la peor cornada de su carrera. Un toro le rompió la femoral en la plaza de toros de Palmira. El chorro de sangre era impresionante. El muslo derecho parecía un surtidor. En la precaria enfermería de la plaza solo atinaron a hacerle un torniquete para detener la sangre mientras lo trasladaban a una clínica de Palmira, donde le hicieron una transfusión y lo remitieron a Cali. Aquí contemplaron la posibilidad de cortarle la pierna para detener una infección que empezaba a caminar. La transfusión le salvó la vida, pero lo condenó a una enfermedad que lo obligaría a retirarse de los ruedos quince años después: la hepatitis C.
Su año glorioso fue 1991. Medio centenar de plazas de España y del sur de Francia lo vieron triunfar. Pero el punto climático fue abril, cuando la puerta grande de la Plaza de las Ventas de Madrid se abrió dos tardes consecutivas para que Rincón saliera en hombros. Nadie más ha repetido la hazaña, y pocos toreros españoles pueden contar un triunfo tan fulgurante. En cuestión de meses pasó de ser un aparecido en España a convertirse en el número uno del toreo.
Como si fuera poco, volvió a abrir la puerta grande de Las Ventas en junio de ese mismo año, en la mejor ocasión: la corrida de la Beneficencia, y frente al mejor rival, José Ortega Cano.
En adelante no hubo más discusión:
Rincón era el mejor torero del mundo. Pepe Dominguín lo sintetizo así: “Verlo torear es como hablarle a Dios y que Él te conteste”.
Al año siguiente, cuando lo iban a dar de alta de una de las 19 cornadas que había recibido hasta entonces (12 de ellas entrando a matar, el momento más crítico de la lidia), un médico le dio la peor noticia de su vida: tenía el cuerpo invadido por la hepatitis C, adquirida muy probablemente en la transfusión que le practicaron en Palmira. Para conjurar el mal debía abandonar el toreo por un tiempo largo (dos o tres años) y someterse a una quimioterapia intensiva.
El tratamiento fue duro, como para burro. Día de por medio le inyectaban interferón, una droga que debía matar los leucocitos traidores que le ruñían el hígado. El medicamento cumplía su cometido, pero de pasada estaba matando al torero. Las jaquecas eran tan duras que ni siquiera soportaba la luz. Hacía apagar las luces del cuarto, la servidumbre tenía que caminar en puntillas (“a taparse” todo el mundo) y él se metía en la cama, a resistir otra trepanación. La piel se le secó y sufría depresiones severas. Dormía muy mal y lloraba en el baño. Vivía tan agotado que no era capaz de subir las escaleras y tuvieron que acomodarle una habitación en el primer piso de su residencia en las afueras de Madrid.
Cuando se sentía mejor se hacía llevar a su finca en Extremadura, al suroccidente de España, cuyo aire le sentaba muy bien. Luego volvían las crisis. Se daba largas duchas para mitigar los calores de las fiebres, y lloraba. En el 2002, cuando todo estaba listo para un trasplante de hígado, una solución desesperada que los médicos intentan con pacientes terminales de la enfermedad, el mal se detuvo.
Entonces volvió tímidamente a los ruedos. Las primeras lidias las hizo en las placitas de las fincas de sus amigos ganaderos, y en algunos festejos de poblaciones pequeñas. Tenía muchas dudas y no quería exponerse urbi et orbi. Cuando sintió que su cuerpo había recobrado las fuerzas y sus manos el arte, se arriesgó en plazas mayores.
El 2 de febrero de 2003 toreó en la Santamaría, se sintió bien y, sobre todo, volvió a tomar una dosis de ese narcótico vital, la ovación, y a escuchar esa música: “To–re–ro, to–re–ro”. Pero sólo cuando estuvo muy seguro de que había vuelto a ser el maestro César Rincón, se atrevió a pisar los ruedos de Francia y España.
El 2004 fue un buen año: lo abrió en Nimes (Francia), donde le cuajó un faenón a un toro de Baltasar Ibán en el anfiteatro romano que ya lo había visto triunfar tantas veces. Luego fue a la Feria de Abril en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, quizás el mejor sitio para ver toros, porque su afición es alegre y respetuosa a la vez. Tanto, que los prospectos publicitarios decían: “Sevilla, la única plaza del mundo donde el toreo se escucha”. Esa vez, como en el 92, volvió a dictar la cátedra rinconiana. Alternando con Finito de Córdoba y el Juli, citó de lejos a Violinista, le dio una interminable serie de pases en redondo y le cortó las dos orejas ante un público que tapizó con sombreros el círculo de arena, lo sacó en hombros por La Puerta del Príncipe, la que da al río Guadalquivir, olvidó que era un torero de Madrid y lo adoró sin pudores.
En total fueron 35 corridas lidiadas y 31 orejas cortadas en el año de su reaparición, lo que le valió el puesto 25 en el escalafón de los toreros.
Hoy está dedicado a la cría de toros de lidia, un mal negocio, dice. Los cría por gratitud. Luego de tantos años de lidiar toros bellos y bravos, lucirse en el mundo gracias a la bravura de esos animales y sufrir un sinnúmero de cornadas, la relación de Rincón con esos animales es entrañable. Y como la prohibición de las corridas va en aumento en el pequeño mundo del toro, esas especies están en vías de extinción. Estoy seguro de que para Rincón un toro de lidia es más bello y más valioso que casi todos los seres humanos.
Se retiró en la Santamaría de Bogotá en 2008. Y sintió el silencio. Las tardes de gloria son asunto del pasado. Hoy dicta conferencias de superación personal. Vive entre sus fincas de España y Colombia. Las compró en los años 90. En 1993 compró la hacienda Las Ventas del Espíritu Santo, en Albán, Cundinamarca, con toros del encaste Domecq, y luego, en 1999, adquirió la ganadería El Torreón, en Santa Cruz de la Sierra, Cáceres (España), también con toros Domecq. Reitera que no es negocio criar toros de lidia, discute con los animalistas y reniega: “El presidente de Colombia es un guerrillero, pero el asesino soy yo”. Esta frase la soltó recordando la prohibición de las corridas de toros en Bogotá por el entonces alcalde Gustavo Petro. No parece una frase de un artista. Es el escupitajo lanzado por un enamorado de la fiesta brava y de sus mortales enemigos, los toros de lidia.
En una entrevista reciente, el matador manifestó su esperanza de que el alcalde Carlos Fernando Galán les reabra las puertas a los toros en la Santamaría de Bogotá. Debe estar de muerte en estos días porque el 20 de mayo de 2024 la Cámara de Representantes aprobó un proyecto de ley que prohíbe las corridas de toros en todo el territorio nacional, una estocada de muerte a la fiesta brava.
Julio César Londoño
MSN.COM/10 Ag. 2024
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