'Frente a las ensoñaciones restauratorias de una idílica unidad hispana, la realidad de sus muchas fracturas y problemas estructurales'
Nota sobre dos quiebras
Iván Vélez
La Gaceta/12 de octubre de 2024
Como todos los años de un tiempo a esta parte, el 12 de octubre, el orbe hispano se dividirá entre los partidarios del «nada que celebrar» y los que, orgullosos de su pasado, no están dispuestos a pedir perdón, sino a todo lo contrario. Simplificando, probablemente en exceso, podríamos calificar de izquierdistas a los primeros y de conservadores, derechistas, a los segundos. Sin embargo, esta clasificación se rompe a menudo cuando irrumpe el factor nacional. Prueba de ello es lo ocurrido con la última exigencia de petición de perdón que la nueva presidente de México ha exigido al rey Felipe VI, solicitud que ha reconfigurado los grupos políticos españoles en torno a nuestro pasado. Para ser gráficos, el partido hegemónico de la democracia coronada, el PSOE, se ha negado, acaso por puro tacticismo, a plegarse a las exigencias de la Sheinbaum, mientras que una de sus hijuelas, Unidas Podemos, ha corrido, acompañada de diversas facciones hispanófobas, a echarse en brazos de la mexicana que se pretende heredera directa de los mexicas. El bloque del perdón lo configuran todos aquellos que asumen, de manera íntegra, comenzando por la asunción de la tesis del genocidio, que España es un error histórico. La Nación española, muchas veces llamada «Estado español», fórmula tan cara para el franquismo, es, para estos colectivos, una cárcel de pueblos, un terreno propicio para la intolerancia, una gran celda inquisitorial. Y es ahí donde, en el mundo del nacionalismo fragmentario, donde la clasificación se complica aún más, pues estas facciones disolventes que España financia, se alinean contra la, en palabras de Bolívar, «madrastra».
Sea como fuere, el maniqueísmo triunfa cada 12 de octubre. Mientras unos niegan la realidad del Descubrimiento bajo argumentos tan peregrinos como el hecho de que en el Nuevo Mundo ya había indígenas, otros se muestran ciegos ante la evidencia de que en el Imperio español existían esclavos. Los de color negro, para más inri, por motivos bíblicos. Por decirlo de otro modo, dos autoayudas, la negra y la rosa, hielan el corazón de muchos hispanos en fecha tan señalada. Ante tales ensoñaciones: realismo, rigor. Frente a la voluntad de presentar el mundo hispano como el colapso de un idílico pasado, la realidad de un continente poblado por un mosaico de etnias, a menudo enfrentadas a muerte, cuyos derechos ancestrales, de ser recuperados, romperían las estructuras nacionales, imposibilitando cualquier proyecto de mayor escala. Frente a la ensoñación restauratoria de un megaestado hispano que algunos acarician con la yema de los dedos en acotados congresos, la obviedad de los muchos problemas estructurales que se interponen ante esa quimera.
Sin embargo, negar la realidad de un mundo hispano, de la Hispanidad, es arrojarse en el escepticismo más absoluto. Desde hace siglos, con diferentes sesgos, ha existido cierta idea de unidad política y cultural, de mundo hispano, con el idioma español como principal aglutinante. A estos dos factores deberíamos añadir el religioso, pues el orbe hispano, pleno de sincretismo, se forjó bajo cánones católicos, formas que hoy se diluyen debido al avance del evangelismo. Harina, esta, de otro costal, por lo que se refiere a las dos quiebras a las que nos vamos a referir en este escrito que no busca aguar fiesta alguna. Veamos.
Por lo que se refiere a la cuestión política, a la idea de una unidad perdida, esta no sólo se quebró durante el periodo llamado «de las independencias», que cabe renombrar como «de las construcciones nacionales». Probablemente muchos ignoren que hace casi dos siglos, el 20 de diciembre de 1827, en los nacientes Estados Unidos Mexicanos se promulgó una ley de expulsión de españoles, de españoles peninsulares, por utilizar una fórmula que cayó en desuso, pues contenía demasiada carga común. Endurecida dos años después, en el contexto de la intentona fernandina de recuperar el territorio virreinal que, en gran medida caería en manos estadounidenses, la ley, que establecía una amnistía para aquellos que habían «tomado parte en los movimientos sobre expulsión de españoles», comenzaba con este articulado:
1 . Los españoles capitulados y los demás españoles de que habla el artículo 16 de los tratados de Córdova –acuerdo firmado el 24 de agosto de 1821 por Agustín de Iturbide y por Juan O’Donojú, tras la batalla de Azcapotzalco, que España no aceptó–, saldrán del territorio de la República en el término que les señalare el gobierno, no pudiendo pasar éste de seis meses.
2. El gobierno podrá exceptuar de la disposición anterior: primero, á los casados con mexicana que hagan vida marital; segundo, á los que tengan hijos que no sean españoles; tercero, á los que sean mayores de sesenta años; cuarto, á los que estén impedidos físicamente con impedimento perpetuo.
3. Los españoles que se hayan introducido en el territorio de la República después del año de 1821, con pasaporte ó sin él, saldrán igualmente en el término prescrito por el gobierno, no pasando tampoco de seis meses.
La quiebra de relaciones entre tan vastos territorios, el México que todavía atesoraba sus vastos dominios en lo que hoy son los Estados Unidos a los que no solicita perdón alguno y la España que conservaba sus provincias de Ultramar, cuestionaba seriamente cualquier idea unitaria. Tendría que pasar casi una década para que las aguas volvieran a su cauce con la firma, el 28 de diciembre de 1836, del «Tratado de paz y amistad entre México y España». Su artículo II venía a revertir las decisiones tomadas en 1827 y recrudecidas dos años después:
Habrá total olvido de lo pasado y una amistad general y completa para todos los Mexicanos y Españoles, sin excepción alguna, que puedan hallarse expulsados, ausentes, desterrados, ocultos, ó que por acaso estuvieren presos ó coordinados sin conocimiento de los Gobiernos respectivos, cualquiera que sea el partido que hubiesen seguido durante las guerras y disensiones felizmente terminadas por el presente Tratado, en todo el tiempo de ellas, y hasta la ratificación del mismo. Y esta amnistía se estipula y ha de darse por alta interposición se S.M. Carlota en prueba del deseo que la anima de que se cimienten sobre principios de justicia y beneficie la estrecha amistad, paz y unión que desde ahora en adelante, y para siempre, han de conservarse entre Sus Súbditos y los Ciudadanos de la República Mexicana.
Disposiciones escritas, todas ellas, en un exquisito español, idioma que, y entramos ahora en la segunda quiebra, fue cuestionado en la pujante Argentina. En efecto, fue en la Argentina transida de afrancesamiento donde se intentó, por medio del abate francés Lucien Abeille, fragmentar la lengua de Cervantes para dar paso a un idioma nacional propio. Aunque la iniciativa del misionero, que en la Argentina se despojó de sus hábitos, no cuajó, e incluso recibió la reprobación de otras repúblicas hispanoamericanas, conscientes de que la unidad idiomática constituía un activo frente a la Doctrina Monroe, el intento de fracturar el español, por no hablar de la pujanza dada a lenguas indígenas desde instituciones como el Instituto Lingüístico de Verano, continúa. De hecho, durante el kirchnerismo, tiempo en el que se retiró la estatua bonaerense de Colón, la obra de Abeille, reapareció.
Sirvan los ejemplos de estas dos quiebras como baño de realidad para aquellos que cultivan poco menos que una escatología hispanista.
Ilustración: Acción militar en Pueblo Viejo (Batalla de Tampico, 1829), de Carlos París.
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