miércoles, 4 de diciembre de 2024

Por qué no trago a Pérez-Reverte / por Txusmi


'..A juzgar por su lamentable éxito de imprenta, Pérez Reverte ocuparía por propio mérito un lugar entre los difusores de la leyenda negra fuera y dentro de España, como un Padre Las Casas o el autor de la Apología. Todo un honor. Y un muy curioso amor a España el suyo..'

Por qué no trago a Pérez-Reverte

por Txusmi

Del conjunto de la obra de Pérez-Reverte se puede sacar entre otras conclusiones que estamos ante un país que:

- Esclavizaba y masacraba a los indios.
-Estaba dominada por una Iglesia oscurantista, cruel, opresiva y llena de egoísmo.
- Su clase dirigente era también inculta, corrupta, cobarde e incapaz.
- Su pueblo era miserable, zafio, lleno de supersticiones y bastante salvaje. Aunque capaz a veces de hechos heroicos.
- Impedía el éxito de cualquier causa noble o de cualquier empresa justa, porque todas fracasaban entre abismos de maldad, océanos de corrupción y/o montañas de torpeza.
- Solo podía ofrecer de bueno una historia militar llena de ejemplos de valor y heroísmo, aunque a veces trufados también de rigidez, crueldad y corrupción.

Creo que podemos partir de un punto aceptado por todos nosotros, o así me parece. Pérez-Reverte se inscribe dentro del mundo de lo que llamamos leyenda negra. Sus personajes responden a todos los tópicos de ésta y navegan entre ellos con naturalidad. Prueba de ello es el éxito editorial que ha supuesto Alatriste en el mercado anglosajón. No ha sido para los lectores de habla inglesa el descubrimiento de algo diferente, sino la confirmación de todos sus prejuicios en forma de novelas entretenidas que, para colmo, acaban malamente para los malos. O sea, para los españoles.

La leyenda negra está ahí y está para quedarse, porque tiene su función. Fuera de España, porque la lucha contra el español está en los mitos fundacionales de media Europa y es necesaria para la explicación que esos países se dan de sí mismos, es decir, para su propia legitimación histórica. Un caso claro es el de los Países Bajos. Guillermo de Orange encabezó un proyecto nacional distinto y enfrentado al de su Señor Natural. Se mire como se mire, actuó con doblez, cometió traición en un grado que sólo sería justificable ante un poder tiránico en grado sumo. La infamia de Guillermo, la mayor que en su época podía cometer un súbdito, sólo podría salir justificada como reacción ante un abuso aún más infame. España tiene que personificar algo cercano al mal absoluto para que las cosas discurran en correcto equilibrio entre los diques y canales del país de los Orange…

Algo similar ocurre con Alemania, Inglaterra, Italia… Tampoco es para escandalizarse demasiado. Al menos a mí el Islam y su cultura, que jugaron para nosotros un papel análogo, me resulta entre inquietante y antipático, y no suelo tener mucha paciencia a la hora de buscar sus excelencias, que seguro que (alguna) tuvo. Lo interesante en este caso es qué significa la leyenda negra para el señor Pérez-Reverte.

Lo que podemos preguntarnos es qué papel juega la leyenda negra de puertas para adentro, en concreto en este escritor. No cabe duda de que los valores que movían a los españoles del siglo XVII son completamente ajenos al mundo actual, España incluida. La identidad religiosa, más allá de la religión o, si se quiere, desarrollando su propia función en un mundo que no establecía fronteras en estos asuntos, motivó la actitud de los españoles identificándose con catolicismo, ante arrianos, andalusíes y turcos. Y sin solución de continuidad, afrontando la evangelización del nuevo mundo, en el que España crea réplicas de sí misma, para desbordarse y desangrarse en la lucha contra la herejía protestante, consolidante de la rebelión antiespañola.

Nada de esto tiene valor hoy día como mito fundacional. No podemos vivir nuestra historia (me refiero a ésta en su función de relato mítico, imprescindible para el equilibrio psicológico de una comunidad nacional, más que en su dimensión de fenómeno objeto de estudio) en base a valores que apenas son un pálido reflejo de lo que fueron. Una referencia al pasado basada en ser, por ejemplo, un país cuna del arte y las ciencias, o del libre comercio, o de la democracia, no encuentra raíces en nuestra historia, lo que no implica que no hayan podido en su caso tener su papel en ella. Pérez-Reverte acoge la visión de aquellos incapaces de ver en nuestro pasado otra cosa que la causa de una decadencia que les amargaba, y que no tuvieron mayor capacidad de reacción que revolverse ante él, sin ser capaces de ir más allá, o haber intentado algún tipo de síntesis fecunda. Pérez-Reverte entra en la leyenda negra y la utiliza de fondo para resaltar por contraste determinados personajes, por otra parte trasuntos de él mismo. A juzgar por su lamentable éxito de imprenta, Pérez Reverte ocuparía por propio mérito un lugar entre los difusores de la leyenda negra fuera y dentro de España, como un Padre Las Casas o el autor de la Apología. Todo un honor. Y un muy curioso amor a España el suyo.

Los motivos que pueda tener Pérez-Reverte, sin duda relacionados con su experiencia vital, no parecen en definitiva muy originales y se encuadran con los de esos españoles que parecen sufrir un inmenso disgusto ante nuestra historia e incluso ante la existencia de su propio país.

Una variedad de conciudadanos, que casi invariablemente se consideran moralmente superiores a su condición de españoles, suelen dar a entender que ellos merecen más. Acaso ser suecos o quién sabe si suecas.

Ayuda a entender la actitud de Pérez-Reverte contemplar sus personajes. Porque el autor no es muy variado en este terreno. Por su obra suelen rondar, bajo distintas máscaras y cáscaras, dos personajes muy concretos. Uno es un pobre diablo al que un desdichado azar ha enrolado bajo banderas (las de España, concretamente) para él absolutamente ajenas —como no podía ser menos— y que en un desesperado intento de salvar el pellejo (su horizonte vital no da para más), perpetra heroicidades sin cuento para, tras tocar con la mano una gloria que ni busca ni entiende, volver a sumirse en una existencia inane, víctima invariable y resignada de la maldad de los de arriba. Lo vemos en La sombra del águila o en el libro dedicado a Trafalgar.

El otro, el “héroe cansado”, por usar los términos del mismo autor, es un trasunto bastante transparente de Pérez-Reverte, en el que él gusta verse reflejado. Alatriste, una mezcla de rufián y de héroe, sin que se sepa muy bien por qué, es el ejemplo que ahora nos interesa, aunque el personaje culebree constantemente por la obra del autor. Descreído, duro, cínico, presto a matar por dinero o a morir por nada, es el reportero de guerra que ha visto más de lo que hubiera querido ver y que rechaza con odio cualquier explicación transcendente de un mundo que le parece horrible y caótico. Este cínico de la postmodernidad trasplantado al siglo XVII constituye un personaje inverosímil. No fue menos horrible ese siglo, pero el espanto se cifra en aquel episodio del saco de Amberes, en el que unos soldados se pasan de pica en pica un niño. Un soldado vizcaíno no puede consentirlo: corre hacia aquellos desalmados, les arrebata su víctima entre reproches, bautiza al pequeño hereje y, una vez asegurado su destino eterno, se lo devuelve a sus compañeros para que sigan con su juego. El horror y lo sublime ocupan espacios distintos según las épocas. Por eso, sea la terrible historieta cierta o apócrifa, Alatriste es un fraude.

¿Qué clase de obra nos suministra pues, Pérez Reverte? Temo que nada que pueda inspirarnos. Su admiración por los Tercios, por la bravura de aquellos hombres, y su simultáneo desprecio por sus almas, se desparrama en un absurdo despliegue de testosterona que no lleva a ninguna parte. Pérez Reverte no cree en que la Historia de España dé para más que para estéticas derrotas: nada sobre lo que se pueda edificar ni presente ni futuro.

Ya en este punto es para preguntarse qué aporta en definitiva el héroe cansado.

Poco.

Alatriste acaba sirviendo en el mejor de los casos para suscitar ese tipo de comentarios complacientes al estilo de cómo éramos, que tíos aquellos, que se lo llevaban por delante.

Alatriste acaba su penoso recorrido acodado en la barra del bar, hecho compañía del inefable Torrente, confundidos los tercios viejos con los tercios de Mahou.

Y en el peor de los casos... ¿Qué sentido tiene fomentar este extraño narcisismo que celebra la pérdida anticipándose a ella? Ese bucle melancólico del que tanto se ha hablado no es ajeno a este relato de la lamentable autocomplacencia de unos personajes destinados a ser derrotados, porque después de todo a ellos les da lo mismo y su país no merece otra cosa.

Recordemos: es la leyenda negra. Hagamos lo que hagamos, somos los malos.

Y en medio de este paisaje… ¿Qué queda? Queda Pérez Reverte, subido a su atalaya de superioridad moral, encaramado en su columna de Vocento como un Kong hiperhormonado a su rascacielos, repartiendo emociones fuertes a los lectores, insultando a diestro y siniestro con una habilidad especial para no traspasar los límites de lo políticamente correcto: qué tío, le canta las verdades al lucero del alba, qué bien puestos los tiene el jodío…

Si alguien esperaba alguna idea fecunda de tan ruidoso personaje, sepa que al final, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

El Manifiesto.com/4 de diciembre de 2024

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