miércoles, 19 de noviembre de 2025

Morante. Arquitectura de un mito / Por Luis Landeira Caro






En plena resaca de su retirada, estudiamos la figura del más importante torero vivo para intentar comprender el porqué de su grandeza.

Arquitectura de un mito

Luis Landeira Caro
Decía Gómez Dávila que el estudio de los mitos no pertenece a la psicología, sino a la metafísica. Y también a la arquitectura, cabría añadir. Si el común de los mortales es un modesto templo, un matador de toros sería una catedral. Y a estas alturas, ya pocos dudan de la dimensión mítica de Morante de la Puebla, un nombre ya ajeno al circo humano y perteneciente a ese universo paralelo donde habitan los entes de carácter divino o heroico.

La retirada a tiempo de Morante tendría un aire de derrota si no fuera porque no nos la acabamos de creer. Un torero sólo se retira tras la muerte; mientras está vivo, toree o no toree, su arte está latente y puede resucitar. No en vano, en una reciente entrevista, el diestro ya no habla de retirada definitiva, sino de «descanso»: más que cortarse la coleta, se la ha quitado para cumplir un pacto con Dios.

Pero, aunque Morante no volviera a torear jamás, aunque no cayera en la arena de la plaza sino en un decadente hospital —entre tubos de goteo y batas blancas— su mitología permanecería intacta. Estudiemos, pues, como un evangelio, la sagrada estructura de su leyenda.

Cimientos

«Al igual que las plantas, los hombres no pueden existir sin raíces», sentenció Dominique Venner. Y José Antonio Morante Camacho (La Puebla del Río, Sevilla, 1979) ha cimentado su mito sobre la tierra: por algo lleva como apellido artístico el nombre de su aldea natal.

Sin antecedentes taurinos en su familia, Morante de la Puebla no fue a escuela alguna y empezó a lidiar en campo abierto, como Belmonte manda: «El toreo campero, teniendo por barrera el horizonte, con el lidiador desnudo, oponiendo su piel dorada a la fiera peluda, es algo distinto, y, a mi juicio, superior a la lidia sobre el albero de la plaza, con el traje de luces y el abigarrado horizonte de la muchedumbre engominada».

Y en plena marisma, lidiando rodeado de agua y terreno irregular, fue descubierto Morante por don Leonardo Muñoz, veterano taurino de Dos Hermanas y padre del diestro trianero Emilio Muñoz.

No obstante, Morante también es aficionado. Desde muy niño, se colaba en las tertulias taurinas y no se perdía una corrida, ya fuera becerrada silvestre o faena en plaza. Quizá ahí está el cimiento de su figura: entre la taurofilia y la lidia primordial se gestó un torero por la gracia de Dios.

Estructura

El mito es vehículo de la tradición. Así que Morante estudió a los grandes maestros sevillanos, desde Gitanillo de Triana hasta Cagancho, pasando por la dinastía Vázquez. Fundió sus estilos puros en su propio molde y se convirtió en un nuevo eslabón del linaje bético.

Años después, durante la llamada «pandemia del coronavirus», Morante experimentó algún tipo de arrebato que lo elevó más allá. Quizá fue el mono generado por el parón de toda actividad taurina lo que le llevó a empollarse a los clásicos, pero el caso es que a partir de entonces su toreo cambia y se convierte en el artista del capote más completo de la historia.

Aunando los valores de los maestros, Morante es una enciclopedia viva que recupera suertes históricas de mitos como el Divino Calvo, Chicuelo o Rafael de Paula. Esto enriquece su lidia y empuja al aficionado imberbe a escarbar en la tradición. Católico con cuernos, Morante piensa que «el toreo está muy cerca de la religión, nace del espíritu. El torero es torero por espíritu y el que no es torero y siente el toreo, también. Eso hace que se divinice a los maestros».

El de la Puebla llevó al paroxismo su pasión por los antiguos. Suya fue la iniciativa de ponerle una estatua —frente a la puerta grande de Las Ventas— al gran Antoñete. Y no le dolieron prendas a la hora de pagar 12 000 euros por el escritorio de Joselito ‘El Gallo’, un maestro del siglo XIX que, según Morante, «aúna, en él, todas las tauromaquias anteriores y, además, propias, hechas con sencillez y naturalidad».

Morante destiló la sabiduría de sus maestros en faenas añejas y descomunales, recuperando la tijerilla de rodillas o el galleo del Bú. Ganándose a pulso el sobrenombre de «genio de la verónica» por su audacia recibiendo de frente la embestida del toro, sujetando el capote con ambas manos y dejando que se arrastre por la cabeza de la bestia; un lance que, por cierto, debe su nombre a santa Verónica, quien secó el rostro de Cristo en su camino al Calvario, y en cuyo paño quedó plasmada la Santa Faz.

Cerramientos

‘Ascesis’ —del griego άσλέω, ‘ejercitarse’— en su origen significó sólo ‘ejercicio’ y, entre los romanos, ‘disciplina’. El término indoario ‘tapas’ tiene significado análogo, sólo que implica además la idea de una concentración intensa, de un ardor, casi un fuego. Se diría que tal es la senda que, a lo largo de los años y toreando a pie, ha estado recorriendo Morante.

Desde 1988 se curtió como novillero, saliendo 47 veces a hombros, cosechando decenas de orejas y algún que otro rabo. En 1997, llegó su «iniciación»: tomó la alternativa en Burgos, abrió la puerta del príncipe en Sevilla, se confirmó en Las Ventas y colgó el capote por problemas psíquicos. Entre 2005 y 2007 vivió otro período de intensa ascesis: 117 reses lidiadas y 37 orejas. Pero volvió a retirarse alegando «pérdida de ilusión».

Regresó en 2008 abriendo la puerta grande en la Monumental de México, y durante una década demostró un gran dominio y técnica en el manejo del capote de brega. Sin embargo, en 2017 volvió al banquillo, esta vez por el gran tamaño de unos toros que, a su juicio, dificultan el toreo clásico y creativo; para él, un toro ágil y liviano permite una lidia más artística.

Un año después, reapareció en Jerez, pero esta etapa fue truncada por la ya mencionada pandemia. Y es entre 2021 y 2023 cuando eclosiona el Morante mítico: ejecuta faenas de sobrecogedora belleza, corta orejas por doquier, mata un toro llamado ‘Feminista’ y recibe el Premio Nacional de Tauromaquia por su renovación del toreo clásico.

«Gran duda, gran iluminación. Pequeña duda, pequeña iluminación. Ninguna duda, ninguna iluminación», dice un proverbio zen. Morante se fue creciendo en la adversidad: sus tiras y aflojas, sus idas y venidas, sus subidones y bajones, sus soles y sus sombras, supusieron un obstáculo pero también una bendición. Tras más de 25 años de alternativa, se consagró al fin como una de las máximas figuras del toreo de todos los tiempos.

Un hito: en 2023, en Sevilla, cortó el rabo al toro «Ligerito» de Domingo Hernández, cuando ningún torero había cortado un rabo en La Maestranza desde Ruiz Miguel en 1971. Poco después, se volvió a retirar.

Regresó en 2025 para dar sus últimos coletazos: puerta grande en Las Ventas, Ávila, Aranjuez, El Puerto de Santa María, Marbella, Pamplona… Rabos en Jerez, Salamanca, Marbella… Morante se iluminó y fue coronado Rey del Toreo por una crítica que al fin lo respetaba y lo ponía a la altura de sus ídolos.

Instalaciones

Morante trasciende el ego, se olvida de sí mismo y se hace uno con el toro, danzando con la bestia a cámara lenta, en un compás que genera una inmensa armonía visual.

Morante ama a su enemigo. Como los buenos guerreros. Por eso exige toros de embestida retorcida.

Morante se templa y ralentiza el embiste del toro, dándole a sus muletazos una inmensa plasticidad y desenvoltura.

Morante es consciente de que la Fiesta exige ceremonias. Hay en él un saber estar, una torería que hacía mucho tiempo que no se veía. Llega, por ejemplo, a la plaza en calesa o en carreta tirada por caballos, como se hacía antes de la plaga de automóviles, antes de que silentes furgonetas transportaran a las cuadrillas con obscena comodidad.

Morante sabe que el hábito no hace al monje, pero lo distingue. Todo traje de luces es una joya, pero el de la Puebla lo eleva a obra de arte barroco, mezclando piezas clásicas, místicas y bohemias. Ha llevado corbatín ancho a la antigua usanza, se ha vestido de lila y oro como Antoñete, ha gastado capote con forro verde estilo años 30, ha lucido medias blancas como el gitano Albaicín, y hasta un vestido goyesco de Christian Lacroix. Las patillas, bien pobladas, como las de Paquiro, el Napoleón de los toreros.

Morante enciende un puro en el callejón, como Lagartija o Guerrita. En tiempos de prohibicionismo, fumar es un acto de justicia poética. Morante explica que del puro le gusta «el tacto, el sabor, la estética. Me envuelve la humareda. Me distrae. Y hasta me marea. El puro me hace compañía».

Acabados

Madrid, 12 de octubre de 2025. Morante elige el evento taurino del Día de la Hispanidad para ejecutar su canto del cisne. Más que con el primer toro, el diestro se explayó con el segundo, un Garcigrande de nombre «Tripulante» que le dio no poca guerra: durante la faena de capote lo volteó y le hizo dar con sus huesos en la arena, aunque no llegó a recibir cornada alguna. Tras reponerse junto a su cuadrilla, Morante contraatacó, realizando una faena extraordinaria, con su particular interpretación del «gallismo». Toreando en redondo, con autoridad y suavidad, demostrando el dominio del hombre sobre la bestia, más allá del pensamiento y del no-pensamiento, Morante honró a la tauromaquia en cada pase. Remató la faena cortando las dos orejas y abriendo la puerta grande.

Acto seguido, se dirigió al centro del ruedo, donde se retiró la castañeta y cortó su coleta, provocando tanto impacto en la afición como si se hubiera hecho seppuku. En una imagen legendaria, Morante salió a hombros de Las Ventas, rodeado por una multitud que lo acompañó hasta el hotel Wellington. Ya en batín, el matador salió al balcón del hotel como un hombre de otro tiempo, para saludar a los morantistas que abarrotaban la calle. En un rapto de patriotismo, dio un sentido ósculo a la bandera de España.

Cuando Morante volvió a entrar al hotel, reinó la oscuridad. En Madrid se respiraba un ambiente apocalíptico. Joselito, Manolete, Belmonte, Camino, Romero, José Tomás… Hubo mitos ayer y quizá los haya mañana. Pero, como la renuncia de Benedicto XVI, la retirada de Morante tiene un regusto crepuscular. Persisten, eso sí, sus magistrales faenas, que se repiten una vez tras otra en las plazas de la eternidad.


Fotografías de José Aymá

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