sábado, 19 de julio de 2014

José Maya: latidos de París / Por Joaquín Albaicín






"...Desde su arranque con la silueta de José Maya intrigando y seduciendo al compás del envolvente Tzigane de Ravel hasta su cierre con un fandango de los Rubios, entonado con dolencia por el propio bailaor antes de esfumarse en una salida a lo Houdini, Latente es un montaje tan sobrio como completo y tan elegante como profundo e intenso en cuanto a dibujo y contenido..."

José Maya: latidos de París
Foto: José Luis Chaín
José Maya, a quien viéramos de niño tomar clases en Amor de Dios con El Güito, Joaquín Cortés y otros grandes, reside desde hace tiempo permanentemente en París, lo cual no es de extrañar luciendo España una sequedad que no sabe uno ni cómo no arranca a arder por combustión espontánea. El caso es que desde la capital francesa nos ha traído un espectáculo –Latente, allí estrenado hace mes y pico en el Théatre Le Palace con enorme éxito de crítica y público- que viene a significar, al menos a nuestro humilde entender, la reivindicación para el marco teatral –y sin lucha ni oposición alguna, dato muy a subrayar- del montaje flamenco de categoría sobre bases absolutamente respetuosas con la tradición.

El golpe de mano ha acontecido en la Plaza de Santa Ana, corazón del Madrid flamenco, y en el Teatro Español, que desde que en 1933 La Argentinita, bajo el mecenazgo de Ignacio Sánchez Mejías, presentara sobre su escenario Las calles de Cádiz, ha dado cobijo a innumerables funciones hondas que han imprimido carácter al venerable odeón por cuyos derredores deambularan La Macarrona, Cagancho o Valle Inclán, como hoy quienes en los escalafones flamenco, taurino y literario han venido detrás.

Desde su arranque con la silueta de José Maya intrigando y seduciendo al compás del envolvente Tzigane de Ravel hasta su cierre con un fandango de los Rubios, entonado con dolencia por el propio bailaor antes de esfumarse en una salida a lo Houdini, Latente es un montaje tan sobrio como completo y tan elegante como profundo e intenso en cuanto a dibujo y contenido. Muy lejos del patrón del abuso de los recursos audiovisuales y la avasalladora presencia de coros y cuerpos de baile, dominante en los últimos años y que, por lo general, no hace sino apartar de lo esencial la mirada del espectador, Latente nos presenta a un bailaor que se juega todas sus cartas a un solo envite y muestra sus valías a pecho descubierto, secundado por no más que un percusionista (Lucky Losada), dos ecos de rancia ortodoxia (Rubio de Pruna y José Valencia) y la guitarra de El Perla. En tiempos en que es raro ver menos de tres guitarras en las medias lunas de los cuadros, resulta encomiable encontrarse con que una sola es capaz de sostener con son y sin desvanecerse –como antiguamente- todo un espectáculo.

Enorme acierto, la incorporación como artista invitada de Juana la del Pipa, uno de los baluartes inconmovibles que al flamenco genuino van quedando. La gran jerezana ya había conmocionado al público con sus reverberaciones abisales por martinete –cada quejido, un oráculo- cuando, en la transición de su soleá por bulerías a la bulería pura, surgió sobre las tablas José Maya para esculpir en su madera tres patadas para el recuerdo.

La estampa, de una tremenda enjundia flamenca, fue todo un conjuro al lar de la vitalidad de la Tradición, al daimonrevivificador de lo ancestral. La gitana añosa –profetizante sibila, guardiana de los Griales del ademán y el duende- transmitía al joven –príncipe llegado a su santuario para ganar su bendición- el legado, el secreto del fuego artístico. La partida de José Maya y Juana la del Pipa juntos hacia bastidores nos provocó ese encogimiento y esa emoción que son peculiares a los momentos históricos.

Antes y después, pasajes de cante brioso, valiente y bien templado a cargo de las citadas gargantas. Y un baile de José Maya por siguiriyas y otro por soleá, amén de un fin de fiesta digno de tan espléndida troupe y a la salud de una concurrencia fascinada ya desde los primeros compases del espectáculo. Difícil, bailar con más natural expresividad, con mayor homérica soltura y con distinción flamenca superior a la desgranada por José Maya en Latente. Y ardua tarea hacerlo, también, con más peso, pues nada tocante a exhibicionismos y acrobacias le es de anotar. En él, el volátil y enduendado desmayo en la figura va emparejado en indisoluble unión con la consistente armonía reinante entre sus pies y el latido del planeta Tierra. Imposible, más aire y sentido en los remates. Exacta, también, la medición del tiempo, fuera de cuyos lindes, en rigor, no situó durante hora y media.

Una velada, sobra reiterarlo, para el deleite en la memoria y de las que no se es testigo demasiadas veces en la vida. Así que podemos congratularnos de haber tenido esa suerte.

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