martes, 13 de junio de 2017

Ponce sienta cátedra en Albacete / por Paco Mora



Nadie tenía dudas a aquellas alturas de que el arte del toreo bajó del cielo. Costaba asimilar tanta belleza. Pero era la manera de celebrar Enrique Ponce su corrida 3.333. Finalizada la efeméride, la avalancha humana abandonaba la plaza con gestos de estupor, tras un Ponce que salía en hombros por la puerta grande que da a las estatuas de Chicuelo II y Dámaso González.

Ponce sienta cátedra en Albacete

Paco Mora
AplausoS
Salió el cuarto toro de la tarde justito de bravura y escaso de raza, pero con su punto de nobleza. Ya en el primer tercio sufrió un traspiés que hizo dudar sobre sus fuerzas y dejó bajo mínimos las esperanzas de que su matador pudiera realizar una faena de lucimiento. Pero quienes así pensaron no habían contado con el magisterio de Enrique Ponce. Con un picotazo y tres laboriosos pares de banderillas, pasó el de Las Ramblas a la muleta del mago de Chiva. Y se hizo el milagro, porque Ponce le planteó al morlaco un auténtico concierto de toreo de gran belleza, calidad y clase, con el único instrumento de una muleta de terciopelo que mantuvo el toro en pie toreándolo a media altura, pero con un temple y una suavidad que rozaban la ternura. Todo aquello con suprema armonía y privilegiado ritmo. Llegó un momento en que la emoción de la belleza artística, en su máxima expresión, se adueñó de los tendidos que a los gritos de “torero, torero, torero” seguían la lección magistral del torero valenciano en pie.

El toro, subyugado por el matador, comenzó a bajar la cara siguiendo la muleta como hipnotizado, de tal modo que acabó creyéndose que era bravo, encastado y noble. Tan magistral era el quehacer del torero y tan sentida la faena, que aquello desembocó en la lección de un catedrático genial del toreo. A la sorpresa siguió la emoción y la estocada en la yema de la que rodó el toro sin puntilla. Las dos orejas viajaron “ipso facto” a las manos del artista, de un Enrique Ponce que había convertido el ruedo de la plaza albaceteña en el Aula Magna de la Universidad del Toreo, instalada en el coliseo construido hace cien años por el arquitecto Carrilero.

Nadie tenía dudas a aquellas alturas de que el arte del toreo bajó del cielo. Costaba asimilar tanta belleza. Pero era la manera de celebrar Enrique Ponce su corrida 3.333. Finalizada la efeméride, la avalancha humana abandonaba la plaza con gestos de estupor, tras un Ponce que salía en hombros por la puerta grande que da a las estatuas de Chicuelo II y Dámaso González. Pero, cosa curiosa, el aire no olía a cloroformo ni a heroísmo de tarde de sangre seda y sol. El final de la tarde albaceteña de Ponce, con el último rayo de sol desplomándose tras el edificio más alto del Altozano, más bien olía a romero y albahaca.

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