domingo, 25 de septiembre de 2011

LA ESTOCADA / ESPADEROS VALENCIANOS / Por Pepe Aledón

-Taller de Vicente Ferrandis-


A LOS MATADORES DE TOROS: 

Las primitivas espadas valencianas ni ceden ni se parten y son las que más matan. Esta Casa las garantiza por el tiempo que quieran los matadores"

                                   ESPADEROS  VALENCIANOS

 Por Pepe Aledón

      Los espaderos de Valencia gozaron, en la época dorada de las armas blancas, de un gran prestigio, siendo abundantes los testimonios escritos de tal preeminencia. Así, Alonso Fernández de Avellaneda, enigmático seudónimo tras el que se oculta el autor de la “Sexta Parte del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha”, publicado en Tarragona en 1614, pone en boca de Sancho Panza: un tio mio, hermano de mi padre, es en mi tierra espadero y agora esta en Valencia.[1]

      Otro testimonio, procedente de alguien especialmente cualificado, es el del capitán de infantería don Hilario González, quien señala que en 1761, cuando ante una preocupante disminución de maestros espaderos (los caballeros ya no ceñían espada, sino espadín, siguiendo la moda francesa) Carlos III decide crear la Real Fábrica de Armas Blancas de Toledo,para organizar y dirigir la fábrica se llamó y vino de la ciudad de Valencia el célebre forjador de espadas e insigne armero y cuchillero don Luis Calisto, que ya era septuagenario, dándole facultades para que le acompañaran a trabajar aquí los demás operarios y maestros valencianos que eligiera.[2]

         Vemos pues la importancia que tenía la escuela valenciana de espaderos, pudiéndose afirmar sin temor a exagerar, que el resurgimiento de Toledo como centro espadero español fue obra de valencianos y que valenciana era la técnica peculiar de los productos salidos de las forjas toledanas. Ello lo confirma Sánchez de Neira cuando, bajo la voz “estoque”, escribe en su “Diccionario”:Llámase también espada al estoque, y hay otras algo más delgadas a las que se da el nombre de verduguillos. Los toreros tienen la costumbre, antes de estrenar un estoque, de templarlo en la sangre de un toro recién muerto, y un chulo puede introducirlo en el cuerpo del animal con ese fin. No se crea que el estoque debe ser de acero flexible o templado, sino duro y forjado de manera que más bien se tuerza que se rompa. En Valencia es donde se hacen los mejores estoques y verduguillos”.

        José Mª de Cossío corrobora tal afirmación escribiendo: Durante todo el siglo XIX se construyen [las espadas] en la Fábrica de Toledo, y sobre todo en Valencia, siendo las más afamadas las de la dinastía de espaderos de Alboraya que llevaba el apellido Redó.[3]

      Los espaderos valencianos no sólo se limitaron – lo que no era poco – a forjar las mejores armas toricidas conocidas, sino que, haciendo alarde de la tópica inspiración mediterránea, mejoraron el instrumento, haciéndose eco de ello alguien tan poco sospechoso de elogios taurinos como Eugenio Noel, cuando escribe en Las Capeas” (1913): “El Pelele poseía un peine al que le faltaban muchas púas, y una navaja de afeitar, algo desdentada, regalo quizá de algun barbero, obsequiado con el brindis de un toro. En el estuche de cuero, un estoque de lance, de empuñadura mugrienta por el uso y la sangre de centenares de toros: había pertenecido a un gran torero y era de buena marca, fabricado en Valencia, cerca de las Torres de Cuarte. “El Pelele” probaba la punta, bruñéndola con su saliva, mas por costumbre que por necesidad, observando, como si por primera vez lo viese, aquella desviación de la recta que los fabricantes valencianos dan a los estoques hacia su final para que el toro no escupa la espada o desvíe a mal lado, dentro del cuerpo, la herida fatal”.

      No podemos afirmarlo, pero sospechamos que el fabricante del literario estoque de “El Pelele” no hubiera sido otro que Vicente Ferrandis Alba, quien tenía el taller en la calle Guillem de Castro nº 48, muy “cerca de las Torres de Cuarte” como Noel refiere.

       En el último cuarto del siglo XIX, las obras salidas del taller de Ferrandis se cotizaban a alto precio, hasta el punto de entregarse a toreros noveles como premios de gran valor, como se ve anunciado en el cartel de la novillada del domingo 8 de junio de 1884, donde se lee: La empresa ha constituido un jurado compuesto por cinco inteligentes aficionados, que adjudicará dos premios: 1ª un precioso estoque fabricado en el acreditado taller de D. Vicente Ferrandis al matador que se distinga en la muerte de su toro”; 2º Una magnífica faja de seda al matador que más se distinga en banderillas”.

      Una muestra del buen hacer del maestro Ferrandis todavía la podemos contemplar. Se trata de una panoplia compuesta por dos estoques, dos banderillas, un palo de muleta, dos puntillas, un rejón, dos puyas con encordelado de “limoncillo”, dos sin éste, un rejón de muerte, una cabeza de toro pequeña, una media luna y una moña con las armas de Valencia, en acero, ostentando las cintas de ésta los retratos de  Rafael Guerra “Guerrita” y Antonio Bejarano “Pegotepintados a la aguada.

        Esta panoplia fue premiada en la Exposición Universal de Barcelona de 1888. Pertenece a la Colección Moróder y se halla en el Museo Taurino de Valencia.

        Ya finalizando el siglo, se lee este anuncio publicado en la “Revista Taurina” del 16 de mayo de 1898: A LOS MATADORES DE TOROS: Las primitivas espadas valencianas ni ceden ni se parten y son las que más matan. Esta Casa las garantiza por el tiempo que quieran los matadores.

VICENTE FERRANDIS. Taller: Guillén de Castro 48. Despacho: Botellas 2.   

          Otro gran espadero valenciano contemporáneo de Ferrandis fue Ramón Luna, quien tenía el taller en la calle Borrull 47 (también “cerca de las Torres de Cuarte”).

Fuente: J. Aledón “VALENCIA Y LA TAUROMAQUIA”. Valencia 2006, pp. 187-188.

[1] A. Fernández de Avellaneda Sexta Parte del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha. Madrid 1972. Clásicos Castellanos t. II, p. 209.
[2] H. González La Fábrica de Armas Blancas de Toledo. Toledo 1889, p. 47.
[3] J. Mª. de Cossío Los Toros (edición abreviada). Madrid 1997, t. I, p. 772.

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