De pronto, en el periódico, ves una foto en la que sale un señor con barbas sentadito en un sofá y miras el pie y resulta que es Paco Ojeda, y por más que le miras no le encuentras el parecido con aquel tío vestido de blanco y oro que se me apareció en Lima, Perú, cuando se abrió la puerta del ascensor de mi hotel, aquella tarde que en Acho se daba la que Alfonso Navalón llamó ‘la corrida de los mariquitas’, y eso no tenía nada que ver con los toreros del cartel, que era un mano a mano entre Ojeda y José Tomás, en la que según el añorado crítico salmantino ‘Sabina hizo de Diamante Rubio’, de Tomás, se sobreentiende.
Ahora, en esa foto que sirve para evocar tantos recuerdos, Ojeda es un señor que está sentadito en su sillón con una barbita entrecana bien cuidada, y por más que le miras es que no hay nada de Ojeda. Pongo por caso que si ves una imagen de Luis Miguel con setenta años ahí están como mínimo la mirada y la actitud desafiante, la irrenunciable ansia de ser, la actitud del depredador, y también el orgullo y, acaso, un deje de amargura. Sin embargo, ves a Ojeda en esta foto y lo que contemplas es un señor burgués en su sofá echando la tarde en casa apaciblemente, con el mando a distancia en la mano y un litro de gazpacho en la nevera.
Y ese Ojeda, que tanto dista en lo físico de aquel torero que agitó de manera tan personal los cimientos del arte taurino a principios de los ochenta y que dio lugar a tan tremendas discusiones entre la afición, declara que va a las Plazas, pero menos, y dice, con toda la razón de quien recibió en sus carnes a partes iguales las alabanzas y los estacazos, "qué periodistas más buenos hay, qué cariñosos". Se extraña de “este compadreo de [los toreros] ahora para hacer todos lo mismo” y reivindica la emoción: “Eso es lo bonito, la emoción. El espectáculo se compone de eso. Lo que tú estás pasando ahí lo estás disfrutando pero al mismo tiempo es la agonía…”, para terminar reivindicando a Miguel Ángel Perera, el único torero que ha visto “con capacidad, por encima de las nubes”, que “tiene un sitio por explorar porque tiene mucho valor”, aunque “lo que pasa es que -hace un símil futbolístico- habría que cogerlo, quitarlo de la banda y ponerlo en el centro”.
Es ahí, por fin, donde sí que sale de pronto la genialidad de Ojeda para ponerse por montera la corriente dominante a tres milímetros del infame pitón de lo políticamente correcto, porque si ‘la banda’ es la pala del pitón -el toreo por fuera- y el centro es lo que se entiende por el centro -el toro ahí y el torero enfrente, en el centro del viaje del toro-, lo que el de Sanlúcar está señalando magistralmente es el gran mal del toreo de estos últimos años en que se ha impuesto como estilo imperante el tardoespartaquismo, que es negación total de la llamada ‘revolución de Belmonte’, y que consiste, en líneas generales, en esa nueva visión del toreo en la que el diestro, armado ya sólo de temple, ha cedido todo el terreno que se le ganó al toro en aras de la ligazón y de la supuesta largura del muletazo para generar un toreo pervertido en el que lo que prima es el acompañar el viaje en detrimento de mandar y que, como principal daño colateral, da lugar a estas faenas tan aburridísimas de cuarenta muletazos que vemos de continuo, que sólo sirven para excitar a las gentes contra los presidentes que no se avienen a dar las orejas, que sólo sirven para justificar que algo hubo, aunque nadie sea capaz de explicar qué.
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