lunes, 7 de enero de 2013

Endogamia / Por Pedro Ampudia



 Si los piperos se acogen a los derechos históricos para pedir la titularidad de Casillas, nosotros nos agarramos al asidero de la calidad y el talento como otros hacían no hace mucho con Gutiérrez

Pedro Ampudia
No fue la de ayer una de las ruedas de prensa de Mourinho más exuberantes, pero sí de las más importantes por algunas de las cosas que dijo. El de Setúbal puso sobre la mesa en una de sus respuestas dos cuestiones fundamentales que, no podía ser de otro modo en este país en el que vivimos, pasaron desapercibidas. Meritocracia y productividad. Conceptos ausentes por desgracia en el acervo español desde tiempo inmemorial. Preguntaron a Mourinho por los pitos recibidos por parte de la grada del Bernabéu y su posible relación con la suplencia de Íker Casillas. Contestó el entrenador que si el motivo era la suplencia del portero respetaba, pero no entendía esa reacción; pero si, por el contrario, la pitada era debida a los dieciséis puntos de desventaja con el Barcelona, no sólo respetaba sino que aplaudía esa muestra de indignación. 

Mourinho no comprende que para la grada existan jugadores intocables, que deban jugar por decreto en virtud de los servicios prestados en tiempos pretéritos. Jugadores que se sitúen por encima del grupo en virtud de unos méritos que fluctúan entre lo histórico y lo paranormal. De la final de Glasgow a una especie de relación foral que en algún momento se firmó con Casillas en el imaginario colectivo del madridismo de tribuna y cognac. Ese desprecio por la meritocracia, no nos engañemos, no es exclusivo de la grada del Bernabéu. A todos nos sale el españolazo que llevamos dentro cuando, por ejemplo, criticamos a Mourinho por preferir a Higuaín antes que a Benzema sin estar al cabo de la realidad cotidiana del equipo, de sus entrenamientos, de los estados individuales de ánimo, de la influencia de determinados jugadores en eso que llamamos “el otro fútbol” y en el desarrollo táctico de los partidos. Si los piperos se acogen a los derechos históricos para pedir la titularidad de Casillas, nosotros nos agarramos al asidero de la calidad y el talento como otros hacían no hace mucho con Gutiérrez. “Esto sólo pasa en España”, dice el entrenador del Real Madrid, poniéndonos frente al espejo para que veamos nuestras miserias. Ante esa imagen reflejada en el cristal lo más sencillo es romper el espejo en mil pedazos y correr después a por el cepillo y el recogedor, no vaya a ser que nos cortemos un pie.

Nadie niega la capacidad de trabajo de Mourinho, su implicación en todo lo referente al club que le paga, sus desvelos por conducir a su grupo hacia un objetivo que debiera ser común. El entrenador es el primero que entiende que eso no basta si no se traduce en resultados. De ahí que se muestre a favor de que la grada se posicione en su contra cuando no alcanza el nivel óptimo de productividad. Es evidente que al Bernabéu la productividad, en este caso y en cualquier otro, se la trae floja. Lo que realmente le importa es que se respeten los derechos forales de un jugador en tanto representante de una forma de entender el madridismo endogámica, arcaica y ridícula. Para una gran mayoría de los socios del Real Madrid Casillas es su representación en el campo. 

Los derechos que otorgan a Casillas son los mismos derechos que se otorgan a ellos mismos. En un club meritocrático y abierto quizás serían sus propios privilegios los que correrían peligro. 

Mourinho representa lo que Santiago Navajas llama en un magnífico ensayo sobre Mourinho (De Nietzsche a Mourinho) “entrenador extraterritorial”, tomando el concepto de George Steiner, que en el plano de la literatura lo había aplicado a Nabokov, Borges o Beckett. Escribe Navajas: 
“Dado que ser extraterritorial es ‘una estrategia de exilio permanente’, incluso entrenando a la selección de su país sería Mourinho una ‘rara avis’, porque lo que haría es subvertir las convenciones atribuidas como propias, para crear unas nuevas a partir de ellas”. 

Esta extraterritorialidad de Mourinho choca frontalmente con un club asentado sobre los cimientos de una historia maquillada con mitos ancestrales y leyendas ad hoc, que observa con terror la posibilidad de una sociedad abierta en la que los derechos históricos queden abolidos. Escribió Karl Popper
“La sociedad abierta es aquella en la que los hombres han aprendido a ser en cierta medida críticos de los tabúes y a basar las decisiones sobre la autoridad de su propia inteligencia”.

La temporada 2006/07 fue la de la segunda venida de Fabio Capello al Real Madrid. En el mes de enero de 2007 David Beckham anunció que abandonaría el club blanco en junio para fichar por Los Angeles Galaxy y la reacción del técnico italiano fue afirmar que Beckham no volvería a jugar con el Real Madrid. El inglés, que era un icono mediático en todo el mundo y que atesoraba no pocas dosis de calidad, dio un ejemplo inolvidable de compromiso con el club al que, por cierto, aseguraba una ingente cantidad de ingresos en concepto de derechos de imagen. Ni una salida de pata de banco, ni una declaración altisonante, ni un mal gesto ni para con el entrenador ni para con sus compañeros. David Beckham hizo lo único que podía hacer un profesional en aquel momento, trabajar. Evidentemente el jugador carecía de un lobby de presión que defendiera sus intereses deportivos en la prensa española aunque sólo fuera para atacar a Capello, que era blanco constante de las críticas de los plumillas a pesar de contar en los medios con algunas amistades un tanto extravagantes. Para muchos Becks no era un futbolista sino más bien un modelo fotográfico y un personaje de revista del corazón o de programa televisivo de mesa camilla. Lo cierto es que Capello terminó por rendirse al esfuerzo callado del londinense y Beckham acabó por resultar fundamental en la consecución de aquel épico título de liga. La crítica que siempre se hizo a David Beckham fue su excesiva presencia ante los focos de una prensa que nada tenía que ver con el deporte. La portada de la revista Lecturas de la semana pasada mostraba en exclusiva a Íker Casillas y Sara Carbonero paseando su amor por Londres, la ciudad que vio nacer a Beckham, el tipo callado y profesional; el trabajador sin más defensor que su propio esfuerzo. Al final va a resultar que Casillas, mediáticamente, no es sino un Beckham pobrista para tiempos de crisis. Con palmeros, eso sí.


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