El diestro Morante de la Puebla. / SALVADOR SAS (EFE)
Entusiasta congreso morantista
La corrida de Juan Pedro no estuvo a la altura de la presentación exigible en una plaza de tanta alcurnia
Antonio Lorca / El País
Un día después de la que dicen que ha sido una de las mejores faenas de su vida -el sábado, en Pontevedra-, Morante de la Puebla estaba anunciado en la plaza de El Puerto de Santa María, y hasta allí se desplazó el morantismo creyente en la esperanza de que el artista reverdeciera laureles gallegos e impregnara el ambiente de su particular embrujo. Los amplios tendidos casi se llenaron en un improvisado congreso entusiasta en honor del torero sevillano, que hizo el paseíllo en loor de multitud junto a un acompañante de lujo, como es el alicantino Manzanares.
Rotas las filas, el público obligó a ambos a saludar en un gesto de cariño y reverencia, y comenzó el espectáculo, que no resultó según el guión establecido, porque ya se sabe que los toros son un misterio cargado de sorpresas.
Para empezar, la corrida de Juan Pedro no estuvo a la altura de la presentación exigible en una plaza de tanta alcurnia; y, después, predominó la falta de fuerza y de casta, lo que impidió el aleluya soñado y la apoteosis final. Además, el triunfador fue Manzanares, porque le tocó el mejor lote, que le permitió desgranar una parte de su elegante tauromaquia, no exenta de ventajas. No decepcionó, sin embargo, el protagonista porque a la vista de que sus dos primeros oponentes no le permitieron ofrecer una gota siquiera de su esencia, se rompió en un precioso y ralentizado quite a la verónica en el segundo de su compañero, y se entregó de verdad ante el parado quinto, al que exprimió su corta embestida a base de una encomiable porfía de la que brotaron chispazos de su particularísima forma de entender el toreo.
Pero su instante de gloria lo cinceló con tres verónicas de verdadero ensueño, abrochadas con una media de esas que llevan el sello de eternidad. Ocurrió en la lidia del cuarto de la tarde, el de mejor son de toda la corrida, al que Manzanares había recibido también a la verónica y llevó al caballo con un peculiar galleo por chicuelinas. No hubo pelea con el picador pues el animal se derrumbó nada más tocar el peto, pero Morante, avisado de la calidad, lo acarició con su capote de pura seda, y allí quedó para siempre una muestra más de que este hombre está tocado por la mano del arte, mientras los congresistas, puestos pie, aclamaban a su ídolo.
Ese toro, que anunciaba faena grande y triunfo ganadero, embistió con fijeza, metía la cara en los engaños y acudió con alegría en banderillas. Sus limitadas fuerzas se fueron agotando y, a pesar de las medidas pausas de Manzanares, la faena de muleta no alcanzó el clímax esperado. Por si fuera poco, el torero lo mató de un feo bajonazo contrario en la suerte de recibir y el presidente aguantó una injusta bronca por no conceder la segunda oreja.
Otra cortó el alicantino en su primero, un corderito chiquitín, desbordante de nobleza, al que muleteó con su natural empaque, siempre al hilo del pitón y muy despegado. Parecía que en el sexto pondría el broche final a su triunfo particular, pues el toro mostró más codicia que sus hermanos, pero no fue el acompañante de dulce impulso que requiere su toreo, y todo quedó en un suspiro que no pudo levantar el vuelo.
Ovación final para ambos, contento general de los congresistas, satisfacción morantista y una estación más de esta procesión que persigue allá por donde va a un privilegiado del arte del toreo.
Domecq/Morante y Manzanares, mano a mano
Toros de Juan Pedro Domecq, -el tercero, devuelto y sustituido por un sobrero de Parladé- mal presentados, mansos, descastados y nobles. Muy chicos segundo y tercero; destacaron segundo, cuarto y sexto.
Morante de la Puebla: media estocada y dos descabellos (silencio); pinchazo (silencio); casi entera (gran ovación).
José María Manzanares: estocada (oreja); bajonazo contrario (oreja); pinchazo y estocada (ovación).
Plaza de El Puerto de Santa María. 4 de agosto. Casi lleno.
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