martes, 15 de abril de 2014

Adiós a los ruedos / por José María Requena


"Adiós a los ruedos" es un relato escrito con el preciosismo propio de un poeta, con el que José María Requena (1925-1998), por entonces ya galardonado con el Premio Nadal de novela, hizo en la década de los 80 una incursión casi experimental por otras formas de expresión, en la que cada coma y cada palabra se engarzan con milimétricamente precisión. Cuando se lee este texto, se observa la agudeza y a la vez la soltura de una prosa que resulta verdaderamente apasionante. El escritor sevillano se centra en el drama íntimo del torero cuando le llega la hora de su retirada, en ese mar de dudas y contradicciones que se le abren por delante ante esa nueva etapa de su vida, cuando tras el balance de lo pasado todo se vuelven interrogantes de futuro. /Taurología/

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Un relato preciosista de José María Requena
 Adiós a los ruedos

José María Requena
A punto ya el nubarrón de la noche, un toro negro aparece muerto en el campo, nunca tan amargado los olivos y qué cursilerías de fondos celestres los fondos de la piscina, casi fundida el agua por la calentura de los treinta focos que Fernando el casero encendió nada más recibir el mensaje de las luces largas de un coche deportivo, una vez más todo dispuesto para que tú, según costumbre, te desnudaras dentro del agua, voces del capataz que avisa a los suyos, advertencias que hace el casero a la casera, a ver, cerrar esas ventanas y que nadie vaya por la parte de los jardines, pero no, tú no necesitabas hoy los abrazos del agua, porque hoy no habías echado de menos este mundo tan opuesto a los sofocos del ruedo, al incendio que tiene su llamarada primera en el dislocado miedo de las manos, en el recalentado pavor que se enreda entre los dedos durante el manejo de la muleta, y cómo ruge el fuego, brazo arriba, camino de los matorrales resecos del corazón, y hale, hale, hay que desenrollar a todo correr las pesadas mangueras del valor, rápido, rápido, que las llamas del miedo ponen ardientes de espanto en la garganta y cientos de ratones cobardes se mueven por los pies, hasta que, al fin, los chorros de la valentía serenan y enfrían las fugitivas fiebres de la sangre, y lógico es que, al acabar con cada toro, tengas los adentros como apartados por paredes tiznadas y un sabor a ceniza te dejan las palabras en los labios, en tanto que un resquemor de cuerpo entero te hace soñar con tu piscina, siempre, menos hoy, ni tanto así de llamarada del toro último de tu vida, ni tan sólo una lumbre de cerilla en la tiniebla inevitable del acercarte lentamente a los pitones, muleta adelantada, y no, que no daba en ti, en tu sangre, el declarado incendio de todas las demás tardes, pura sosera la faena, dos orejas y rabo, qué injusticia, si parece mentira, nunca jamás habías toreado tan ausente, tan lejos de la plaza, tan olvidado del público y del toro, bajo cero en la inercia de cada movimiento tuyo, en cada matemática de colocación y riesgo, dos orejas y rabo, salida a hombros, vaya por Dios, cuánto te hubiera gustado poder decirles que no entendéis ni papa, que no se me ha encendido ni una gota de sangre, no, Fernando, hoy no voy a la piscina, porque tengo el cansancio de las cosas huecas y la desaborición de los entusiasmos que se acaban, he matado esta tarde mi último toro, ¿sabes, ya era hora, ¿no?, cerca de veinte años dale que dale a la maquinita esa de jugarse la vida, maquinita que hace billetes por millones, también eso es verdad, hasta que todo va y se para y te quedas igual que una puerta abierta de par en par sin saber para qué, porque, a partir de ahora, ninguna sorpresa grande pasará por ella, nada nuevo, después de todo, pienso yo, algo que también debe ocurrirle al oficinista cuando liquida al toro de su trabajo último, listo ya para los cansados descansos de la jubilación, y menos mal que has convencido a la familia de que prefieres quedarte solo durante esta noche primera después de haberte ido de un mundo que ellos odian con un odio escondido en los jardines de la fama, con un rencor amortiguado por los derroches de la riqueza, imposible que amaran de verdad los colores feroces de una fiesta que los ha tatuado con tanto sobresalto, y te imaginas a Charo, tu mujer, diciéndole a los hijos, tu padre ha hecho muy bien al decidir quedarse solo en el campo, porque en ningún otro momento de su vida habrá necesitado tanto poner en orden sus recuerdos, y añadirá, seguro que sí, pues te conoce bien, que tú repasarás en esta noche los costurones broncos de tus cornadas, para ayudarte así en el costoso empeño de abandonar por fin los bonitos ruidos del toreo, qué grande Charo y qué sencilla, qué arrinconada siempre en las anchuras de los triunfos, la silenciosa Charo que te perdonaba siempre después de leer en tus ojeras los nombres de las demás mujeres que te envejecían la sonrisa, y la mirada, la misma que sabe ahora hasta qué punto te sientes más cerca que nunca de la muerte, no de la muerte repentina que podía sorprenderte en mitad del incendio de la sangre, no, sino esa otra clase de muerte tan aburrida que anuncian músculos vencidos y días demasiado largos, la muerte que te come los terrenos igual que un bicho toreado, la muerte que puntea, revoltosa y probona como una becerrilla, muerte o casi muerte cuando un nieto te pida que le cuentes cosas de los grandes incendios de la sangre, cuando la plaza llena ruge como una gran hoguera, cuando por dentro del torero se derrumban techos de viejas vigas calcinadas, algo imposible de entender aún teniendo la fantasía de un niño, sin que falte algún día la pregunta afilada, ¿es verdad, abuelo, que tu te tirabas vestido a la piscina? Pues sí, ya verás, se trataba tan sólo de un capricho, eso, un capricho de artista, vaya hombre, por favor, estás llorando, pero, bueno, ¿por qué?, a la porra el toreo, mírate en el espejo, si apenas tienes canas, todavía te queda mucha vida por delante, vida normal, eso sí, vida en la que no podrás saborear el hecho mismo de vivir con el sufrido paladar de la angustia que te ofrecían los toros, tronchadas las pujanzas de la audacia, vuelta la cabeza hacia los rubios redondeles de tu pasado, sin cornamentas que presagiar para el domingo que viene por la tarde, no, Fernando, gracias, no tengo ganas de cenar, buenas noches y hasta mañana, ya estás aún mas definitivamente a solas, sin más que la presencia de las cuatro cabezas de toro que te embisten a la franela de la memoria desde los cuatro costados de la sala, ¡ay!, la memoria, mal asunto, maestro, te repetía Miguel, tu peón de confianza, al final de la corrida, cosa como el morirse debe ser eso de volverle las espaldas a la ovación y sentarse a leer libracos de la propia historia, porque bien pronto llega el aquel de tener cuidado con las corrientes de aire, y achacar punzadas al reuma, mucha razón lleva Miguel, dentro de poco, maestro para acá, maestro para allá, pero todo en la cómoda indiferencia con que son admiradas las estatuas y sin tener que escucharlas, pues por bien pagadas deben darse con eso de estar tan en lo alto y a la vista de todos, vida de mármol para quien tardes y tardes tuvo hirviendo las venas del atrevimiento y del miedo, un don nadie donde no cabía ser más reverenciado, tiempo de horas muy tranquilas para que el héroe pierda la agilidad del junco en sosiegos premiados con la buena comida, hasta que llegue un día en que tú te recuerdas a ti mismo como si fueras talmente un hijo tuyo, y no, eso no, de ninguna manera, que no, que tienes que llamar a tu apoderado para decirle que contrate una corrida para el domingo que viene, no importa lo que paguen, y en la plaza que sea, lo necesito, ¿me oyes?, no me falles, adiós, y te vas de prisa, taciturno, a tirarte vestido a la piscina.

Este relato lo escribió José María Requena en agosto de 1981 para la sección “Página inédita” de la revista cultural “El Pliego”, que durante dos años se editó en Bilbao.


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