sábado, 10 de enero de 2015

Enrique Ponce, de Olivenza a Zaragoza / por Álvaro Rodríguez del Moral


 

El maestro valenciano ha cumplido sus Bodas de Plata como matador convertido en un referente. Su fecunda longevidad profesional no tiene parangón en el toreo


El titular lo dice casi todo pero no aporta un dato fundamental: estamos hablando de un torero que ha cumplido sus Bodas de Plata como matador sin levantar el pie del acelerador pero, sobre todo, sin dejar de detentar el título de figura. Ya quedan lejos los tiempos del centenar de corridas -cifra que superó entre las temporadas de 1992 y 2001- aunque sí ha permanecido el compromiso de pisar los principales ruedos del gran circuito -con la excepción de Pamplona y Logroño- en una temporada que también incluyó la vuelta a la plaza de Sevilla -el ruedo que más se le ha atascado profesionalmente- y Madrid, el escenario que le coronó definitivamente a mediados de los 90.

La campaña comenzó, como tantos y tantos años, mostrando que el motor marchaba a pleno rendimiento en Olivenza. En su Valencia le esperaban dos tardes pero sólo pudo cumplir una. Cambió la gravísima cornada sufrida el 18 de marzo por las dos orejas cortadas a un ejemplar de Victoriano del Río. Pero como en el resto de percances sufridos en su carrera, la línea de la vida y la muerte volvió a ser demasiado fina.

El diestro valenciano contaba con mes y medio para poder torear en Sevilla. Las semanas fueron apurando los plazos pero la vuelta de Ponce a la plaza de la Maestranza se antojaba vital para la propia Feria, que se había anunciado sin los toreros de ese G-5 enfrentado a Canorea y Valencia. La ausencia de las primeras figuras del momento y el tremendo bajón ambiental que se venía preconizando desde todas las tribunas demandaba toreros con galones para cerrar las anchas vías de agua.

Perro viejo, Ponce declinó estar anunciado el Domingo de Resurrección. Después de muchas especulaciones y las habituales noticias en falso que se propagan durante la confección de los carteles, el maestro valenciano prefirió abrir su comparecencia en dos fechas consolidadas como el sábado de preferia y el viernes de farolillos. Pero no lo tuvo fácil para estar en el patio de caballos de la plaza de la Maestranza. Las complicaciones de la cornada de Valencia obligaron a apurar los plazos hasta el último minuto pero la responsabilidad se impuso al dolor, incluso a la prudencia, y el maestro de Chiva pudo atravesar la calle Iris para cumplir su cita con Sevilla. Una ovación de gala selló el reencuentro y subrayó varias cosas: de un lado, el esfuerzo realizado para poder enfundarse el vestido de torear en el coso del Baratillo; de otro, el reconocimiento a los galones de un maestro de referencia que sabía donde había que estar, sí o sí, esos días.

En ese caldo de cultivo podía soñarse con un reencuentro del valenciano en la plaza que peor lo ha pasado. La Puerta del Príncipe de 1999 o la tremenda demostración abrileña de 2006 quedaban lejos. Pero Ponce había llorado lágrimas negras para poder cumplir su cita. No pasó nada en la primera tarde pero en la segunda pudo armonizar un concertino que quedó sin premio por culpa de la espada. No importó. Aquella bella faena supuso cierta reconciliación interior y la certeza de que el maestro seguía siendo el mismo. Y había que seguir.

Pasado el fielato sevillano, Ponce volvía a hacer el paseíllo en Madrid después de cinco temporadas de ausencia en el coso venteño. Cumplió con brillantez y rozó el triunfo. A partir de ahí comenzaba un nuevo paseo militar. Dentro de una temporada de nota alta podemos computar las tres orejas de Jerez, el faenón del Corpus de Toledo, el tremendo esfuerzo del Puerto de Santa María con un toro imposible, la contundencia de Dax, los brillos de Almería, la solvencia de Huelva, las faenas de Pontevedra, Burgos… Ponce navegaba por encima del enrarecido panorama que envenenaba la trastienda del toreo. En el confín del verano le esperaba, un año más, su plaza de Bilbao que el valenciano afrontó -equivocadamente- en un primer y absurdo mano a mano con Hermoso al que siguió una corrida formal en la que pudo reclamar su papel de rey del Bocho. Quedaba mecha y fondo para concluir -como siempre hicieron las figuras de todos los tiempos- en la feria del Pilar de Zaragoza.

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