"...Pase que en el extranjero (sea por inconsideración a nuestro nombre, sea por otorgar una parte ideal en ese nuevo mundo a otras naciones llamadas latinas), se inventa el flamante título de América latina, para designar la porción de América descubierta y colonizada por las razas hispánicas; pero no somos ciertamente los españoles los llamados a recoger con precipitación este neologismo. Enamorarnos de él y propagarlo es contribuir a propagar una denominación falsa, y a borrar nuestro nombre de medio mundo, adonde lo llevaron las generaciones pasadas sacrificando mucha de su carne y de su sangre en la colosal empresa..."
Se ofrece la carta escrita en 1918 al diario El Sol por el ilustre académico y filólogo Ramón Menéndez Pidal (La Coruña, 1869 - Madrid, 1968) en la que defiende con fundados argumentos históricos el término Hispanoamérica como el más apropiado. En su defecto, Iberoamérica. Pero nunca: América Latina. Un término inventado, dicen, por Francia y adoptado de modo entusiasta por países anglosajones.
Ramón Menéndez Pidal fue discípulo de Marcelino Menéndez Pelayo y, en 1899, obtuvo la cátedra de Filología Románica de la Universidad de Madrid. Electo para la Real Academia Española en 1901, su maestro Menéndez Pelayo pronunció su discurso de acogida. El rey Alfonso XIII lo nombró comisario en el conflicto de límites entre Perú y Ecuador (1905), lo que aprovechó para, una vez terminada su labor y firmada la aceptación del arbitraje por ambos países, viajar por otros países hispanoamericanos para estudiar en ellos el Romancero tradicional español que aún pervivía. Fue director del Centro de Estudios Históricos. En 1925, fue elegido director de la Real Academia Española. Durante la guerra civil se refugió en Burdeos, Cuba, Estados Unidos y París, volviendo en 1939 a España, volviendo a ser elegido en 1947 Director de la Real Academia Española de la Lengua, ocupando el cargo hasta su fallecimiento en Madrid en 1968.
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NUESTRO TÍTULO “AMÉRICA LATINA” DISCUTIDO POR EL SR. MENÉNDEZ PIDAL
Del diario El Sol:
Madrid. 2 de enero de 1918
Sr. D. Félix Lorenzo.
Mi distinguido amigo: Voy a molestarle con una pequeñez. Hace tiempo veo que el neologismo extranjero América latina va cundiendo entre nosotros; al fin, todo lo que procede de países de más cultura es siempre pegadizo, sea bueno o malo: pero ahora el hallar ese nombre lanzado diariamente a la circulación en un periódico como EL SOL, me mueve a oponerle algún reparo, reparo que dirijo a usted, rogándole haga suyo mi interés si lo cree razonable.
La causa de preferir tal neologismo al nombre antiguo es el creer que bajo ese título viejo, América española, no puede comprenderse el Brasil, de habla portuguesa. Esa es la razón que da en 1914 James Bryce (en su obra sobre la América meridional), para proponer el neologismo, y conviene advertir que él lo acepta con tibieza, ya que usa promiscuamente los nombres de América latina y América española, y siempre que trata de oponer a los caracteres “angloamericanos”, los del resto de América, usa el tradicional adjetivo “hispanoamericanos”. Fuera del Brasil no hay otra dificultad; pues no creo que pueda tomarse en cuenta el elemento francés de Haití. Invocar la mitad de la isla “Española” por antonomasia para impugnar el nombre tradicional de América española, tanto valdría como impugnar el adjetivo latina en vista de los elementos holandeses o daneses de la América antillana y meridional, o impugnar el nombre de América inglesa pensando en el elemento francés del Canadá.
Volviendo a la dificultad del Brasil, me parece que se desvanece considerando que el nombre “España” tuvo siempre en nuestra lengua el sentido amplio del latín Hispania, desde que en la Crónica de España de Alfonso el Sabio se incluyó la historia de Portugal, hasta hoy. Así se usa entre nosotros el nombre de Península Española al lado del de Península Ibérica, y reconociendo la misma extensión del nombre, los franceses dicen también “Péninsule hispanique”. Otro ejemplo muy pertinente citaré. En 1904 se funda en Nueva York una sociedad que, según sus estatutos, tiene por objeto el Advancement of the study of the Spanish and ‘Portuguese’ languages, literature and history; pues bien, esta sociedad no toma otro título que el de Hispanic Society of América, reconociendo que el título hispánico abarca el elemento portugués lo mismo que el castellano y el catalán, y en efecto, cumpliendo con sus estatutos y su título, la Hispanic Society ha publicado espléndidamente Os Luisiadas y el Cancionero de Resende, al lado del Poema del Cid, el Quijote y Tirant lo Blanch.
Si pues, para propios y extraños el nombre de España representa en su sentido lato esa vieja unidad cuadripartita, que errores de intelectualidad y de política no aciertan a mantener en su debida cohesión, no veo obstáculo para que bajo el nombre de América española se comprenda, al lado de las 18 Repúblicas americanas nacidas en los territorios colonizados por Castilla, la república nacida en tierra de colonización portuguesa.
Claro que el adjetivo español tiene también un sentido restringido, opuesto a portugués, pero el que quiera huir de la posible ambigüedad de ese adjetivo, puede adoptar la forma hispánico o hispano, que, por ser eruditas y latinas, indican mejor que se toman en sentido lato, para calificar a todo lo que procede de la Hispania en su conjunto, tal como únicamente la concebían los romanos. América hispana me parece irreprochable, y tiene, además, la ventaja de corresponderse con el sustantivo compuesto Hispanoamérica, que tanto usan los americanos.
En fin, el que no guste ninguno de estos nombres, todavía tiene a su disposición el de América ibera con el tan usual adjetivo Iberoamericano.
Pero ninguno de estos nombres basta, desde que hacia 1910 empezó a generalizarse, principalmente por Francia y los Estados Unidos, la denominación de América latina. La propiedad de tal nombre me parece muy dudosa. El adjetivo latino, aplicado a las naciones que heredaron la lengua del Lacio está perfectamente en su puesto; pero como en este sentido no envuelve ningún concepto de raza, sino sólo de idioma, me parece del todo desmesurado el extender su significado hasta aplicarlo a naciones que recibieron su lengua, no del Lacio, sino de la Península hispánica, de Castilla y de Portugal. Esas naciones americanas no heredaron la lengua latina, como la heredaron España, Francia e Italia de su colonización romana, sino que recibieron lenguas hispánicas, lengua castellana y portuguesa, y éstas, para adjetivarlas aludiendo a sus orígenes, se llaman comúnmente neolatinas y no latinas.
Y no ya impropio, sino inadmisible es el nombre de América latina, tomado, como por lo general se hace, en el concepto de raza. Si nadie cree en la raza latina de España, ¿qué habrá que decir de la latinidad de raza en esas repúblicas donde sobre los elementos indios se acumularon elementos españoles, a veces predominantemente vascos, es decir, procedentes de un pueblo que no ya por su raza, sino que ni por su lengua tiene el menor aspecto de latinismo? Con cuánta razón protestan algunos escritores hispanoamericanos contra “el error perjudicialísimo de creernos latinos y de raza latina”, como declama el autor del divulgado libro sobre la Raza chilena, y con cuánta razón y fortuna el eminente propugnador de los sentimientos hispánicos J.C. Cebrián, combatió también el neologismo de que tratamos.
En suma, el nombre de América latina, tómese como se quiera, desconoce la parte exclusiva que tiene la Península española en la creación de la América, desde Méjico a la Patagonia, y niega la parte importante que en esa empresa corresponde a un pueblo como la Vasconia, queni racial ni lingüísticamente tiene nada que ver con el Lacio.
Pase que en el extranjero (sea por inconsideración a nuestro nombre, sea por otorgar una parte ideal en ese nuevo mundo a otras naciones llamadas latinas), se inventa el flamante título de América latina, para designar la porción de América descubierta y colonizada por las razas hispánicas; pero no somos ciertamente los españoles los llamados a recoger con precipitación este neologismo. Enamorarnos de él y propagarlo es contribuir a propagar una denominación falsa, y a borrar nuestro nombre de medio mundo, adonde lo llevaron las generaciones pasadas sacrificando mucha de su carne y de su sangre en la colosal empresa.
Si ve usted mis reparos favorables, ¿querría usted interesarse para que en uno de los epígrafes de EL Sol, se restaure cualquiera de los adjetivos que, aplicado a la América colonizada por razas hispánicas, representase la verdad y la justicia históricas, así como la propiedad del vocablo? Fuera de ese epígrafe aludido, el mismo diario prefiere, como es natural, las denominaciones más exactas, al tratar, según a menudo lo hace con elevadas miras, temas americanos en sus columnas.
Bien veo que los momentos son para pensar en cosas mucho más graves que las de simple denominación; pero el asunto a que me refiero, bien mirado, no deja de tener una positiva importancia ideológica.
Por esto, perdone tan larga misiva a su amigo y más atento seguro servidor.
R. MENÉNDEZ PIDAL
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