Un fantasma familiar recorre Europa y se parece mucho a José Antonio Primo de Rivera. Su obra política fue resumida en un fogonazo de magnesio de Foxá: «La Falange es una hija adulterina de Carlos Marx e Isabel la Católica»
- José Antonio luchó contra «una derecha que conserva hasta lo injusto y una izquierda que destruye hasta lo bueno»
La vigencia de José Antonio
Jorge Bustos
El Mundo, 07/04/2017
Un fantasma familiar recorre Europa y se parece mucho a José Antonio Primo de Rivera. Su obra política fue resumida en un fogonazo de magnesio de Foxá: «La Falange es una hija adulterina de Carlos Marx e Isabel la Católica». Aquí solemos destacar más la maternidad nacionalcatólica de la criatura que su paternidad anticapitalista. ¿Cuántos tiernos votantes de Podemos, de esos que han oído hablar de patria por primera vez a Pablo Iglesias -¿alguien recuerda semejante palabra en boca de Rajoy?-, enmudecerían al descubrir que el lema del fascista Ledesma no reclamaba casta, Ibex y palcos sino «patria, pan y justicia»?
Cuando el Valle de los Caídos vuelve periódicamente a las tertulias lo hace siempre a propósito de Franco y no de su joven vecino de Huesa, que es el que realmente está de moda. Luchó contra «una derecha que conserva hasta lo injusto y una izquierda que destruye hasta lo bueno».
José Antonio estaba convencido de que a los pueblos los mueve la fe de los poetas, no la razón de los burócratas. Y así es, por desgracia: la tecnocracia parece replegarse en todo Occidente ante el retorno de las naciones como unidades de destino en lo americano, lo británico, lo francés y hasta lo catalán. No se trata de la nación cívica, que nace de un contrato respetado entre ciudadanos, sino de la psicológica: la nación como comunidad política imaginada o sentida. Desde ese presupuesto puramente desiderativo nada impide a Gibraltar constituirse en nación, ni tampoco a Getafe, como sospechaba Camba.
La Falange se declaraba enemiga del mercado, imponía el tuteo frente al viejo decoro burgués, prefería el cambio abrupto a la observancia de una legalidad que juzgaba obsoleta y definía el liderazgo político por el amor, aunque en la práctica ejercía la autoridad. Por eso el gran asunto de nuestro tiempo es este: ¿asistimos al nacimiento de una nueva era o a los estertores del siglo XX, cuyas categorías se niegan a morir? Yo me inclino por lo segundo, atendiendo a la nostalgia de los viejos que dan por ciertos sus prejuicios (¡ah, nuestra Royal Navy en Malvinas!) y al desinterés de los jóvenes que dan por segura su prosperidad (¡ah, la zona de confort de mi burbuja digital!). Entre unos y otros pueden dar al traste con el orden demoliberal que ha sostenido siete décadas de paz y progreso, pero si ocurre será culpa también de la pasividad de los mejores. Una de dos: o caldeamos la tecnocracia o racionalizamos a los orates.
El liberalismo ha de ser autocrítico: debe abolir la tribu sin despreciar la emoción patriótica y debe desconfiar del Estado a la vez que vigila la desigualdad. Acusan de elitismo frío a los defensores del sistema, y con razón, porque renuncian a la vibrante pedagogía con que deberían explicar, a aquellos que no perciben su evidencia, por qué el Estado social de mercado es muy superior a sus fracasadas alternativas. Por esa desidia se ven a menudo en medio de un fuego cruzado de pasión nacionalista de derechas o de izquierdas.
Pero hay motivos para el optimismo. Primero porque internet atomiza a la masa en identidades sin otra fuerza revolucionaria que el trolleo. Segundo porque el descrédito de la prensa arranca como mínimo de cuando tiraban piedras contra las redacciones que osaron anunciar la pérdida de Cuba. Y tercero porque tampoco es nuevo el euroescepticismo: Stendhal se queja en Roma de que en el siglo XIX resulte imposible emocionarse sin que se rían de uno. Ya llegará el XXI.
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