lunes, 7 de enero de 2019

La España del fracaso / por AQUILINO DUQUE




Si es que queremos en serio invertir el progreso hacia la sima en un progreso hacia la cima, por muy cuesta arriba que se nos haga, no hay más remedio que arrumbar lo que nos debilita y adoptar lo que nos pueda fortalecer. Y para ello será preciso separar, en esta era constitucional, el grano de la paja. 

La España del fracaso

Cuando la flamante y pimpante Monarquía parlamentaria se concedió el Premio Cervantes en la persona de María Zambrano, que no estaba ya la pobre para muchos tafetanes, el escriba encargado de redactarle el discurso de aceptación trató de hacer un canto a lo que llamó “la España del fracaso”. El amanuense procuraba así glosar y desarrollar una opinión leída o escuchada a la galardonada de que la historia de España la hicieron los bastardos y los heterodoxos, los expulsados y los excomulgados, de los que los últimos en el tiempo habrían sido los derrotados en la última guerra civil. La verdad sea dicha, el espíritu general reinante en la nación era aún el del derrotismo, hasta el punto de que, pese a lo que dijera la Constitución en artículos que las siniestras reputaban “concesiones al Ejército franquista” por referirse a la salvaguardia in extremis de la integridad territorial de la “patria común e indivisible” , no había más reacción que la de las víctimas del terrorismo, única vanguardia visible de lo que quedaba de la “España nacional”.

No sé si aún se llama progreso a lo que entonces se entendía por tal, a saber, un progreso cifrado en la guerra a muerte a la patria, la religión y la familia con el propósito declarado de invertir los resultados de una guerra civil en que llevaron las de perder los “sin Dios”, los “sin patria” y todos los enemigos de la familia en cuanto principium urbis et seminarium rei publicae. 

Para disipar los justificadísimos temores de que la Transición fuera un plano inclinado, uno de sus héroes, el general Gutiérrez Mellado, proclamó que las Fuerzas Armadas no estaban en absoluto dispuestas a entregar al enemigo los frutos de su victoria, proclama que la legalización a cencerros tapados del Partido Comunista dejó en mera baladronada, por no decir en agua de borrajas. El fracaso del golpe de timón por culpa de Tejero se resolvió felizmente en la eliminación del Ejército como “poder fáctico”, y como quiera que el otro “poder fáctico”, que era la Iglesia, se hallaba desde el II Concilio Vaticano en vías de desactivación, el plano siniestro pudo inclinarse, y acelerarse la ruta del fracaso sin que los partidos de la derecha vergonzante a la que votaba la “España nacional” se atrevieran a pisar el freno. El caso es que de golpe en golpe se llegó al ferroviario golpetazo de Atocha, en el que la pendiente se hizo aun más acusada, favorecida por el “furor necrófilo” de los empeñados en abrir las trincheras de la última guerra civil con el pretexto de exhumar restos humanos.

El triunfalismo con el que los personajes de la “España del fracaso” celebran sus tropiezos y desaciertos presentes y conmemoran sus gloriosas derrotas desde hace años o siglos me recuerda aquel eufemismo de las “rectificaciones a retaguardia” con las que el mando rojo justificaba en sus partes de guerra el rosario de reveses que sufrían sus tropas en los frentes. No deja de ser significativo el hecho de que las notas del progreso, es decir, de los derechos y libertades que todo buen progresista considera amenazados por la reacción de la “extrema derecha” (para entendernos, de la derecha sin complejos) consistan en cosas como el aborto y el divorcio. Tanto lo uno como lo otro son un fracaso, un torpe intento de enmendar algo que se ha hecho mal. El aborto es además una matanza de inocentes y la negación de uno de esos derechos humanos que tanto se proclaman: el derecho a nacer. El derecho de nacer es, etimológicamente, antes que un derecho humano, un derecho natural por antonomasia.
El divorcio es, en el mejor de los casos, una triste solución, con víctimas “colaterales” por lo menos, pero ambas cosas son piedras angulares de la llamada “política de género”, cuya finalidad es oponer a la “familia vertical” o tradicional una “familia horizontal” o “genérica”. 

Y ya que salió lo del género como sucedáneo del sexo conviene recordar que sexos sólo hay dos: masculino y femenino, mientras que los géneros son seis: masculino, femenino, neutro, común, ambiguo y epiceno.  La sustitución del sexo por el género es precisamente lo que permite la ampliación de opciones eróticas del mal llamado homo sapiens, a las que la especie animal, cuyos “derechos humanos” están en vías de reconocimiento, podría tener acceso por la vía matrimonial, ya abierta por los paladines de la lucha contra la discriminación de género.

Si es que queremos en serio invertir el progreso hacia la sima en un progreso hacia la cima, por muy cuesta arriba que se nos haga, no hay más remedio que arrumbar lo que nos debilita y adoptar lo que nos pueda fortalecer. Y para ello será preciso separar, en esta era constitucional, el grano de la paja. A ver si España recupera su verticalidad (como ya querían, ¡ojo! los institucionistas) y deja de ser una vez más la España del fracaso.

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