La Celaá de 1793 eran el diputado jacobino Hébert y el alcalde de París, Chaumette. Mandaron a la Torre, la prisión en la que María Antonieta velaba la muerte, a un matrimonio sórdio y brutal para que educaran al Delfín, Simon, un zapatero jacobino y analfabeto, y su mujer, una sucia sans culottes que olía a flujo de burdel y a sudor de cuartel. Dos almas como la de Celaá, cuya misión era la de pervertir al Heredero robándole su identidad y su conciencia hasta convertirlo en un monstruo de ocho años capaz de acusar a su madre de masturbarse con él y para él. Le hicieron olvidar lo que había aprendido, le emborrachaban a diario, le enseñaron a hablar como un estibador y a comportarse como una bestia.
Eso es lo que la Ley de Educación de la sans culottes Celaá pretende hacer con los niños españoles más de doscientos años después de la Revolución Francesa, embrutecerlos convirtiendo sus escuelas en tabernas ideológicas y sus vidas en el bidé de la libertad.
Tuvo que llegar un soldado para acabar con la basura educativa de la Celaá sans culottes, afirmando que prefería que la formación de los niños franceses estuviera en las manos de un cura que solo supiera el Catecismo y las Cuatro Reglas, a que se encargaran de ella los venenosos jacobinos. Se llamaba Napoleón Bonaparte. En España se llamó Francisco Franco.
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