jueves, 1 de abril de 2021

Un tal Curro en Herencia / por Miguel Vega

Eso es el Toreo, lo que Curro Díaz nos quiso explicar el sábado en el ruedo de Herencia. La verdadera grandeza de la tauromaquia: disposición, valor, maestría, fulgurantes retazos de la más absoluta belleza. Parece ser que ni Ramón Valencia ni Matilla se dan por enterados. Ambos siguen demostrando una ceguera monumental al obstinarse en no contar con el torero de Linares.

Un tal Curro en Herencia

España/01 Abril 2021
Se cumplió lo de “marzo ventoso” el pasado sábado en el pueblo manchego de Herencia.

Se agitaban las copas de los árboles que circundan el coso taurino; el viento era frío, la tarde desapacible. Un torero veterano saltaba al ruedo, en un precioso verde y oro, arropando a dos espadas de la tierra con menos años de alternativa. Aguardaba en los chiqueros una corrida de Castillejo de Huebra, bien presentada, con el volumen propio del encaste Murube, de grandes cabezas rizadas cuyo pelo se prolongaba por el morrillo y el espinazo. Decía la ganadera María José Sánchez Majeroni, antes del festejo, que sus toros requerían de cierta distancia para embestir con profundidad, que la nobleza se articulaba precisamente en sus arrancadas. Lo cierto es que las embestidas de estos toros apenas se ven ya en las grandes ferias, salvo en algunos festejos de rejones.

Pero el verdadero inconveniente de la tarde era que el viento hacía flamear las telas en las manos de los toreros. Salió el primer toro, y Curro Díaz, a pesar de la ventolera, a pesar de que el toro se empeñaba en salir suelto de cada muletazo, logró momentos artísticos realmente admirables. Un derechazo suave, aristocrático, lento en su curvatura hipnótica; un natural de corto trazo, pero con la solemnidad de la figura erguida y el brazo desmayándose; un pase de la firma como un requiebro -el rasgueo de una guitarra flamenca- que hace humillar al toro a sus pies; otra delicada caricia en redondo, apenas medio muletazo, en las postrimerías del trasteo. Puro esteticismo andaluz en la vecina región castellana.

Cuando irrumpió el cuarto, de nombre “Sueño”, era inevitable pensar en esa faena soñada. Y casi acertamos los que establecimos esa asociación de ideas.

Fueron tres o cuatro series de naturales plenas, de seis, de siete, de ocho muletazos, largos, dando media distancia al toro, la flámula arrastrada por la arena, con un compás pausado de soleá, como en un inacabable trance de especie mística -decía García Lorca de los grandes cantaores que podían alcanzar un estado cercano a la alucinación mientras desarrollaban su arte-, haciéndolo girar en torno a sus piernas afianzadas en la tierra, como pilares enjoyados de oro. Y los remates de pecho muy encajados, con la mano diestra y el estoque montado para llevar con pulso exquisito toda la enclasada acometida del animal. Decidió el artista que todo aquello terminara en un cartel de toros: el remate por bajo ayudándose con la espada -el giro con la muñeca y con la barbilla al unísono, viendo pasar la mole negra del Murube a punto de rozar su cuerpo-.

Eso es el Toreo, lo que Curro Díaz nos quiso explicar el sábado en el ruedo de Herencia. La verdadera grandeza de la tauromaquia: disposición, valor, maestría, fulgurantes retazos de la más absoluta belleza. Parece ser que ni Ramón Valencia ni Matilla se dan por enterados. Ambos siguen demostrando una ceguera monumental al obstinarse en no contar con el torero de Linares.

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