martes, 18 de mayo de 2021

"Antoñete" y el toro de Osborne. Historia de un cartel / por “ALCALINO”

Monumental de Las Ventas.- 15 de mayo de 1966
Abrió cartel el rejoneador Fermín Bohórquez con un utrero de su propia ganadería y lo completaba Antonio Chenel "Antoñete", Fermín Murillo y Victoriano Valencia que lidiaron 6 toros de Osborne.


“Le daba distancia, me iba lejos, le bajaba la mano, lo entendí, nos entendimos. La gente quería más y yo no quería acabar. Nunca oí una plaza bramando de esa manera… Me eché la muleta a la derecha. Otras tres tandas, los remates de pecho, el trincherazo, el de la firma, el pase cambiado, hasta un molinete de rodillas. Y ese sonido de Madrid que tengo todavía aquí, metido en el cerebro…”

Historia de un cartel
“ALCALINO”
La faena de Antonio Chenel “Antoñete” al toro “Atrevido” de Osborne es quizá la más célebre de cuantas haya presenciado la plaza de Las Ventas. 55 años después, esta sospecha puede dar paso a una aseveración tajante: en tanto faena de culto, no tiene rival. Es posible que hayan discurrido ante a la cátedra madrileña obras o hechos más relevantes, pero transcurrido más de medio siglo, ninguno se acerca a la gesta estética de aquel domingo 15 de mayo de 1966, cartel discreto, tarde calurosa, corrida televisada, el generalísimo Franco con invitados y lugartenientes en el palco real y, en toriles, un encierro que la crítica había calificando de terciado. Aunque tal reclamo lo opacaba aquel toro “blanco”en realidad berrendo alunarado, caribello, capuchino, botinero de las cuatro extremidades y algo brocho de cuerna--, que pesó 486 kilos y que Paco Parejo, mayoral de Las Ventas y cuñado de Chenel, a cuyo nombre sorteó, decidió colocar en cuarto lugar. Los alternantes de Antoñete fueron esa tarde Fermín Murillo y Victoriano Valencia. Por delante actuó el rejoneador Fermín Bohórquez. Y Antonio Chenel Albadalejo vistió para la ocasión un terno salmón y oro que no era precisamente de estreno.


Estirpe veragüeña 

Los Osborne descienden de una de las familias de origen británico que se establecieron entre Jerez de la Frontera y El Puerto de Santa María a principios del siglo XIX para dedicarse al negocio vitivinícola. Pero no fue sino a mediados del XX cuando José Luis Osborne Vázquez decidió hacerse ganadero de bravo mediante la adquisición de una de las cuatro fracciones en que quedó dividida, luego de pasar por distintas manos, la primera compra hecha por Juan Pedro Domecq y Díez del legendario hierro del Duque de Veragua. Sangre de Mora Figueroa y el Conde de la Corte corría por las venas de aquella torada, pero con la marca del goterón veragüeño denunciado por la variedad de pelajes que pintaba la campiña de “Bolaños” donde pastaban las reses de Osborne, de buena demanda por aquellos años sesenta debido, más que nada, a su suavidad de estilo. Corría el rumor de que el ganadero no les tenía demasiada fe a aquellos los berrendos en que predominaba el pelo blanco, mas lo cierto es que posteriores hermanos de “Atrevido” tampoco desmerecieron en cuanto a voluntad de embestir y buen estilo.

El resto del encierro gaditano era todo de capa negra y hubo por lo menos un quinto toro que también puso en alto el honor de su divisa. Fermín Murillo lo muleteo con temple y mando muy apreciables, que sin embargo chocaron, con notoria desventaja, con el anticlimático vacío creado por la obra monumental del primer espada en el turno anterior.


Habla Antoñete

En referencia al revuelo que causó “Atrevido” entre los visitantes a la Venta de El Batán, donde año con año se exhibían los encierros destinados a la feria de San Isidro, Antonio Chenel rememoraba: “Ese toro se hizo pronto famoso y yo no quería, por nada del mundo, que me tocara. Porque en casos así la gente se pone a favor de estos animales y el torero la tiene a la contra.” (Molés, Manuel. Antoñete El Maestro. Edit. El País-Aguilar. 1996. pp 83-85)

Pero el  caso es que le tocó y, como tantas veces en su desigual carrera, el madrileño tuvo que apechugar. Aunque entró en tres carteles isidriles –en premio a su resurrección del año anterior, cuando a punto de hacerse subalterno cuajó memorablemente a un toro de Félix Cameno en una corrida perdida en el tórrido verano madrileño--, Antoñete, que no tenía hecha la temporada ni mucho menos, sacó una cuadrilla modesta, formada por los banderilleros “Gallito Chico”, “Manos Duras” y “Blanquito” y como picadores “Parrita” hijo y “El Chico de la Plaza”.

“Lo primero que oí fue el murmullo de admiración del público cuando el toro apareció… Pensé para mis adentros: “Ya está aquí la vaca lechera”. Salió violento y huyendo de los capotes. Me embistió con genio y no pude estar a gusto al recibirlo. Pero empezó a cambiar en varas… Y en el quite le di tres verónicas que rematé con media en la que me sentí ya muy acoplado… La faena la empecé con media docena de muletazos por bajo, llevándolo largo porque estaba un poco crudito; los rematé con un muletazo a dos manos. De ahí me fui a distancia y me la eché rápido a la izquierda. El toro se me vino andando como queriendo gazapear y mirando un poquito, pero ya me daba igual. Me dije: “Me tienes que partir para que me vaya de aquí”. Le aguanté la primera embestida y sentí que me hacía con él. Y me emborraché toreando al natural.” (ídibid).

Aunque las tandas con la zurda fueron cortas –entregadísmos, eso sí, toro y torero-- la faena fue insólitamente larga para los usos y costumbres de Madrid. Y cuando Antoñete se puso la muleta en la diestra, al cabo de varias series de naturales rematadas todas con rotundos, monumentales pases de pecho zurdos, fue para poner la plaza de cabeza por cómo deletreó y redondeó cada muletazo, integrados ahora sí en conjuntos de media docena de pases con un temple y un sabor únicos, en contraste la sencillez del trazo con la belleza y perfección de la obra, toda ella en los medios. Prosigue Chenel:

“Le daba distancia, me iba lejos, le bajaba la mano, lo entendí, nos entendimos. La gente quería más y yo no quería acabar. Nunca oí una plaza bramando de esa manera… Me eché la muleta a la derecha. Otras tres tandas, los remates de pecho, el trincherazo, el de la firma, el pase cambiado, hasta un molinete de rodillas. Y ese sonido de Madrid que tengo todavía aquí, metido en el cerebro…”

Se perfiló al fin… y todo estuvo a punto de irse por la borda: dos pinchazos –en el primero el estoque le hizo un corte profundo en la palma de la mano-- una estocada con travesía y como “Atrevido” no doblara, recurrió al descabelló y acertó al segundo golpe. 

“Aun así me dieron una oreja y aquello era un manicomio. El presidente de la corrida me dijo al día siguiente que si hubiese matado al toro a la primera tenía muy claro que me hubiera dado el rabo. Es más, me dijo: “Tenía los tres pañuelos en la mano y los hubiera sacado los tres al mismo tiempo sin esperar ni un segundo.” (idíbid)

Cañabate se sincera 

El eco del suceso fue inmediato. En todo Madrid y en España entera dado que la corrida se televisó. Significativo fue que un crítico tan severo y contrario a los gustos modernos como Antonio Díaz-Cañabate dejara escrito, en forma de diálogo, lo siguiente:

 “Vamos a ver al toro ése que dicen que es blanco. ¡Qué cosas! ¡Un toro blanco! ¡Ahí está! No me gusta. Yo creí que era otra cosa, un toro bonito. Pero la gente es muy novelera.  Oye el run run de la plaza. La primera vara la ha tomado corriente. Verónicas de Antoñete. No están mal, cortitas pero finas, suaves. Tampoco en la segunda vara se ha empleado el toro. ¿Con la muleta se pondrá el blanco negro? No la toma mal, le falta salero, embiste bien pero sosote. Oye, pero, ¿estás viendo? Este Antoñete está superior, está por encima del toro. ¡Chico, qué manera de torear! ¿No se te cae la baba de admiración? A mí, sí… Esto es diferente. Esto no es lo que vemos todos los días. Esto no es el toreo de ayer ni de hoy, sino el de siempre. Esto es torear sencillamente, pero con la sencillez de la elegancia, de lo fino, de lo sutil. Ahora la estocada, Antoñete, y ya la has armado… ¡Malo, malo, te perfilas fuera del pitón! Pinchaste. Aún estás a tiempo. Entra a matar y San Isidro es tuyo. Calma. Coraje. Decisión. ¡Ahora! El toro te anda. ¡Pásate sin herir! ¡Mal, muy mal ese clavar la espada de cualquier modo! Para una gran faena es indispensable una gran estocada ¿Qué te han dado la oreja? ¿Y qué es una oreja, con la que podías haber armado si matas bien!” (ABC, 17 de mayo de 1966)

Aun así. A la larga, esa pobre exhibición con los aceros no le ha hecho mella a la legendaria faena de “Atrevido”. Aun iba a figurar Antoñete en los postineros carteles de la Beneficencia y la Prensa madrileñas, y a salir en las dos ocasiones por la puerta grande. Luego, a raíz de una fractura de cúbito toreando en Frejus, plaza francesa, todo se vino abajo. Hasta su recordada resurrección, una más, de principios de los años 80, destinada asimismo a dejar honda huella.

Erigido plenamente en torero de culto, Antonio Chenel ha quedado como ejemplo de artista frágil y poderoso a la vez. Un favorito del infortunio tocado por los dioses del toreo. Un predestinado a la gloria que transitó largamente la oscuridad.

En cuanto a la corrida del 15 de mayo de 1966, segunda de un San Isidro que se prolongaría hasta el último día del mes del santo labrador y cuenta con la mayor marca de orejas otorgadas (36) a un sinfín de triunfadores –tan conspicuos algunos como Antonio Bienvenida, Curro Romero, Paco Camino, Diego Puerta, El Viti, El Cordobés…--, las crónicas apenas registran una vuelta al ruedo de Fermín Murillo a la muerte del quinto y sendos espesos silencios para subrayar las actuaciones de Victoriano Valencia y el rejoneador Bohórquez. Fue, no obstante, una corrida histórica.

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