Se equivocan los que reducen el arte alado de Pepe Luis a la estética, los que lo encasillan en el apartado de los llamados ‘artistas’. Él mismo me lo dijo, con toda rotundidad: «Yo nunca he sido de ponerme bonito. Eso no entra dentro del verdadero arte, que consiste en la naturalidad». El testimonio definitivo es el de Marcial Lalanda, que fue apoderado de Pepe Luis, cuando era novillero, y sentía por él auténtica debilidad: «Ha sido el último de los grandes lidiadores. Después de Joselito, el mejor». Tengamos en cuenta que, para Marcial, José era, simplemente, el dios de la Tauromaquia, el maestro de todos.
Me contaba Marcial que, una tarde, cuando él era su apoderado, le dio a Pepe Luis, desde la barrera, una indicación sobre las condiciones del toro que le tocaba lidiar. El joven torero replicó al viejo matador que él no lo veía así... y, en el trascurso de la faena, se comprobó que era Pepe Luis el que tenía razón, reconocía Marcial, sonriendo. De ningún otro diestro me contó algo semejante.
Tenía Pepe Luis una inteligencia extraordinaria para ver las condiciones del toro: lo bautizó Vicente Zabala padre como ‘el Sócrates de San Bernardo’. A eso unía facilidad, naturalidad, gracia espontánea, capacidad de sorprender al espectador...
Siempre le escuché defender la necesidad de la técnica: «Para poderle al toro, lo fundamental es la cabeza. Por mucho arte que tengas, sin técnica, estás perdido, a merced del animal. Eso sí, es imprescindible unir la técnica y el arte: sólo así llegas a emocionar el público».
Le pregunté cómo había adquirido esa capacidad para ver al toro y me lo explicó con sencillez: «Se aprende a fuerza de ver toros. Yo me fijaba mucho siempre en el toro, tanto en el campo como en las plazas. No sólo en mis toros, también en los que les habían tocado a mis compañeros: cuáles eran sus reacciones, por dónde iban mejor. Con eso, puedes llegar a acertar, si tienes suerte. Pero el toro es siempre un gran misterio: crees que sabes de esto y sale uno que te lo echa todo abajo. Nunca acabas de aprender...»
Pero él parecía que nació ya aprendido. Por eso, en la Feria de Abril, todos los años, mataba la corrida de su gran amigo Eduardo Miura. Lidió 35 corridas de esa divisa; 10, en Sevilla. (Algunos toreros se retiran sin haberse atrevido a ponerse delante de esos toros). Con el legítimo orgullo del buen profesional, me decía: «Con toros difíciles, yo habré estado más o menos lucido pero nunca he estado aperreado». Un dato llamativo más: a lo largo de toda su carrera, no le echaron ningún toro al corral y escuchó pocos avisos.
La dinastía torera de los Vázquez procedía del Matadero, en el barrio de San Bernardo: con las vacas que allí llevaban se ejercitó Pepe Luis, con sus hermanos y su grupo de amigos. Con su habitual finura, ha evocado Antonio Burgos una tarde de agosto, víspera de la Virgen de los Reyes, en la que «hasta la guerra dormía». En un cine de verano daban una película de Imperio Argentina y Pagés, el empresario de la Maestranza, había organizado una novillada nocturna en la que debutó «un niño rubio, vestido de rosa y oro, que va a resucitar Sevilla». Se llamaba Pepe Luis Vázquez.
Muy pronto causaron sensación su facilidad, su difícil naturalidad. El más taurino de todos los poetas del 27, Gerardo Diego -el único de ellos, en realidad, que entendía de toros- publicó crónicas con el seudónimo clásico y gitano ‘Compás’. En una de ellas, escribió sobre el joven diestro: «Torear de capa así, creo, de verdad, que no se habrá visto nunca».
También fascinó entonces Pepe Luis a los intelectuales de la tertulia de José María de Cossío, magistralmente historiada por Antonio Díaz-Cañabate: Manuel Machado, Eugenio d’Ors, el escultor Sebastián Miranda, el arabista Emilio García Gómez... Me contaba uno de ellos, Federico Sopeña, mi maestro, cómo decidieron que, para perfeccionar su arte, a este jovencillo sólo le faltaba presenciar una ópera y le invitaron a una representación de Carmen.
En los años cuarenta, compartió carteles Pepe Luis con Manolete, de carácter y estilo tan opuestos al suyo. Torearon juntos nada menos que 120 corridas de toros pero, entre los dos, no era posible una verdadera rivalidad: el cordobés cargaba con toda la responsabilidad, quería hacerles faena a todos los toros. Me lo explicaba Pepe Luis: «Él quería ganar manteca (‘dinero’) muy rápido; yo, más despacito».
La leyenda atribuye a Manolete esta frase: «Si ese rubito quisiera, nos retiraba a todos». Carlos Crivell y Antonio Lorca dan una versión un poco diferente: «Nos mandaba a los albañiles»...
Si Pepe Luis poseía tantas cualidades, ¿por qué no llegó a mandar en el toreo? Para mí, está claro: únicamente porque le faltó empeño, ambición, carácter. (Justamente lo que le sobraba, por ejemplo, a Luis Miguel, menos dotado de estética). Pero cada uno es cada uno y -Belmonte dixit- «se torea como se es».
En su libro ‘La suerte o la muerte’, un verdadero tratado de Tauromaquia en verso, Gerardo Diego le dedica a su admirado Pepe Luis un hermoso poema, que desemboca en una triunfal proclamación: «La esencia de un torero de cristal fino, fino,/ la elegancia ignorándose de la naturaleza,/ la trasparencia misma hallaron ya su cauce./ Y bajo el sol de España hay un torero nuevo».
Siempre nuevo, en su natural sencillez, fue el arte taurino de Pepe Luis Vázquez. Durante años, cada Miércoles Santo, a mediodía, solía yo acudir al puente de San Bernardo para encontrarme al maestro, de pie, junto a uno de los faroles barrocos, viendo pasar a la cofradía de su barrio, con las túnicas moradas y los antifaces negros. Me parecía entonces Pepe Luis un monumento más de Sevilla. A los cien años de su nacimiento, así sigue siéndolo.
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