Desde hace ya algunos años la fiesta vive su propia decadencia, un mal endémico que, para desdicha de los toros, no tiene solución. No tenemos partidarios al tiempo que la fiesta camina en soledad. Recordemos que, salvo Sevilla, Madrid y Pamplona, el resto de las plazas de España apenas son resquicios de una afición que, como decía, otrora era multitudinaria. Y las plazas citadas se mantienen por aquello del glamur que concitan dichas ferias, no porque los aficionados hayan empeñado el colchón para asistir al espectáculo, que es muy diferente.
Si comparamos los toros con el fútbol, cualquiera siente una envidia sana ante lo que conocemos como el deporte rey. Y cuidado que, para que todo el mundo lo sepa, por ejemplo el Real Madrid, en sus primeros años como equipo, congregaba poco más de mil personas en su estadio primitivo mientras que, por aquellos años, los toros eran el espectáculo multitudinario por excelencia, razón por la que nació la idea de crear plazas monumentales para que todo el mundo pudiera asistir y, a su vez, que las entradas fueran más baratas.
Pasaron los años y mientras la fiesta de los toros perdía su encanto, a su vez se producía una diáspora inmensa de aficionados, justamente la que ha dejado a la fiesta como un solar desmantelado. Por otro lado, mientras los toros morían por inanición, el fútbol renacía con un fulgor desmesurado hasta llegar a lo que es hoy, una pasión desbordante que mantiene vivo dicho espectáculo para dicha de sus aficionados que, semana tras semana se cuentan por cientos de miles.
En definitiva, ¿qué tipo de catarsis ha ocurrido en los toros para que estos no tengan aliciente alguno de cara a los aficionados que, a su vez, han desertado para siempre de los coliseos taurinos? Son muchos los males pero, barrunto que el peor no ha sido otro que la manipulación genética que ha sufrido el toro al paso de los años puesto que, en la actualidad, aquel toro que antes asustaba se ha perdido para siempre y, lo que queda respecto a las ganaderías encastadas que podían devolver la credibilidad al aficionado, dichas divisas las tienen que matar los desposeídos de la fortuna que, por consiguiente, sin fama ni glamur alguno no concitan la atención de nadie.
Visto lo cual, cualquiera se emociona con la afición que reina en el fútbol, es algo para admirar. Pero todo se traduce en que todos los equipos de fútbol tienen miles de partidarios que, apoyando a su equipo, a diario llenan los estadios con una alegría desbordante, y no digamos ya la catarsis de felicidad que sienten cuando el equipo resulta ganador. Días pasados, dicho como ejemplo, pude ver un partido del Real Betis contra un equipo finlandés respecto a la competición europea en la que el equipo sevillano ya estaba clasificado y, pese a todo, había en el estadio más de cuarenta y cinco mil personas, el doble de la capacidad que tiene Las Ventas de Madrid en una corrida de lujo. Al ver esta realidad, al primero que pase por la calle se le llenan los ojos de lágrimas al ver tan aplastante contexto mientras que, nosotros, desheredados de la fortuna si de toros hablamos, vamos contemplando como se desvanece la fiesta taurina, al tiempo que va muriendo lentamente.
El asunto es muy preocupante porque la falta de correligionarios ante nuestra fiesta es un escenario aplastante que, a su vez, a tanta desdicha tenemos que unirle la lucha que tenemos que debatir frente a políticos, antitaurinos, animalistas y demás especies de seres humanos dotados de una rareza extraña que, no contentos con que a ellos no les gusta nuestra fiesta, están empeñados en erradicarla que, al final, lo conseguirán, estoy convenido. Muchas son las dolencias y, la pregunta es obligada, ¿cómo combatir contra tantos males incurables? No tenemos medicina alguna, por tanto estamos en manos de Dios, por ende, a la espera de un milagro que nunca sucederá.
Los aficionados, al paso de los años, ¿nos han echado de las plazas o nos hemos ido motu propio? Cualquiera de las dos acepciones nos vale, pero siempre para certificar la defunción de una fiesta en que por unos y otros le queda apenas un “telediario”. Uno, claro, siente una tristeza tremenda al respecto de todo lo dicho porque, por razones de edad hemos conocido la época gloriosa del toreo, aquella que vivió a principios de los años sesenta hasta la entrada del siglo en curso. Dicho espacio de tiempo apenas es nada comparado con la raigambre que tiene sobre sus espaldas la fiesta taurina, pero le ha bastado y sobrado para que todo se desvanezca cual castillo de naipes.
¿Culpables al respecto? Los taurinos, sin lugar a dudas. No nos van atribuir a los aficionados una culpa que no tenemos. Lo que sí está claro es que, al paso de los años, mientras la fiesta se diluía cual terrón de azúcar por aquello de lo almibarado de los toros a lidiar, los aficionados, hastiados por el fraude decidieron quedarse en casa y, lo que es peor, lo han hecho para siempre. Desde que se acuñó aquella célebre frase que nos dice que cuando hay toros no hay toreros y viceversa, desde aquel preciso instante languideció la fiesta hasta encontrar las miserias con la que vive en la actualidad.
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