Vaya por delante que, quizás, todo se deba a mi minusvalía intelectual para rastrear las trochas, atajos y caminos de cabras y de cabrones de la política. No estoy hecho para las estocadas versallescas de los parlamentos ni para los navajazos traperos de las sentinas de los partidos. No, la leche de mis biberones fue otra, y mis neuronas y entendederas (pocas, muy pocas, ya te digo) las alumbraron las luminarias de los fuegos de campamento de la OJE, donde me enseñaron ética y estilo falangistas que, desde aquellos pantalones cortos hasta mi provecta edad, siguen siendo mi brújula, mi montura y mi armadura. ¡Qué se le va a hacer!
Por eso, Macarena, guapísima, tienes a mi brújula enloquecida, mi montura se niega a salir del establo para cabalga tras tu estela, y mi armadura me hurta el morrión, el peto y el espaldar para salir a defender tus propósitos y tus palabras como ya hice, desde la lejanía ideológica de mis botas fascistas a tus tacones democráticos, cuando el rojerío de cloaca y la derecha de letrina te llevaban en andas a la picota de la corrección política.
Nada entiendo. Nada comprendo, Macarena, y menos aún después de tu inmaculada comparecencia en el Palacio de Linares (blanco purísima y moño bajo más españolazo que una jota) para anunciar urbi et orbi que te has echado en manos de los chamanes y pastores, predicadores y druidas pseudocristianos que infestan el alma de América, desde Alaska a la Tierra de Fuego. No lo entiendo, Macarena. ¿Para eso hiciste el Camino de Santiago? Evidentemente no te trajiste de Compostela la Luz del Apóstol, sino una empanada gallega que se te va a atragantar. Al tiempo.
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