Los toros son un espectáculo rural y analógico. No hay pantallas táctiles, reuniones telemáticas o VAR que valga porque aquí se muere de verdad. Nada es edulcorado y las prisas no existen (el gran Juncal decía que “las prisas para los delincuentes y los malos toreros”). Es la representación de otra época en esta, sin ficción, en donde buscamos la emoción que produce un torero y un toro, solos, luchando de una manera bellísima.
Lo que nos importa de los toros es la sensación de que hay algo que no entendimos del todo. Es un misterio que solo lo sentimos. Como el primer amor. Como con la relectura de un libro. Vuelvo porque quiero que de nuevo me guste. Quiero que no me aburra. Quiero que me haga llorar.
Por eso los toros son los que son. Porque por más moderno que sea, no se pueden replicar en el metaverso. “Sol y moscas”, dicen los aficionados, para evidenciar lo que debe contener una tarde de toros. Los tiempos, como estamos viendo, están plagados de bitcoins, blockchain y reuniones telemáticas, porque en las presenciales habría muchas moscas y eso molesta. Lo que siempre fue el hombre, ha quedado para los libros de histeria y las historias de Instagram. Si la gente supiera lo que se siente que pase un toro por los muslos, estaríamos llenos de fotos en Twitter explicando aquello (aunque es difícil de explicar) y seguramente existiría menos censura. Los toros cautivan por lo que representan y por eso es imprescindible cuidar su esencia, de eso vive.
Los toros es una representación artística profunda. Por eso, a nosotros lo que nos gusta es la belleza del juego, el valor del combate, el sentido del sacrificio: todo lo que son los toros. Y no pienso discutirlo con nadie. Hoy en día los autos han sustituido a los caballos. No se degüella gallinas en el patio de las casas, como sucedía en la casa de nuestros abuelos (los que tenemos más de 40) y la carne procesada, como si no sería de animal, viene en bandejas de polietileno. Por eso resulta atractivo una corrida de toros. Pero, además, es un espectáculo que genera las más variadas emociones. Y sin emoción, no hay corrida, ni arte, ni vida.
Los toros, nos gusten o no, son ese espacio donde aún existe y persisten prácticas que podrían ser anacrónicas, qué duda cabe. Pero, entre otras cosas, es en eso donde radica su riqueza. Ahí está su verdadero valor. Es un espacio extremadamente real donde se desarrolla un espectáculo estético precioso que no existe en la actualidad en ningún otro lado, salvo en una plaza de toros. Lo que pasa es que nos hemos desacostumbrado a la esencia de la vida, que viene con sangre, saliva y mocos, hoy tan urbana y digital. Nadie va a los toros por sadismo, como equivocadamente se dice, por amor a la sangre, por placer en el dolor y la muerte de los animales, por complacencia morbosa en la tortura. De nada sirve que toreros y aficionados expliquemos que no es así, y que si esos fueran los elementos que constituyen el toreo y la afición nosotros no seríamos ni toreros ni aficionados a los toros. De nada sirve que ese perfil de crueldad torpe y gratuita corresponda más bien al de muchos de los antitaurinos, como dice Antonio Caballero.
Pero están y mientras puedan sobrevivir las corridas de toros de la cultura de la cancelación, de la superioridad moral progre, de cualquier cosa que se le parezca o de si misma, seguiré yendo a disfrutar de un espectáculo maravilloso. Que no tiene explicación porque la emoción no se revela al igual que disfrutar de la emoción del fútbol o de la ópera, de ir a un museo o del color verde aguamarina. Sin duda, los gustos son inexplicables y las emociones muy personales. “Los locos a veces se curan. Los imbéciles, nunca”, según Oscar Wilde. Pues nada, nos toca ir a los toros. A ver si nos curamos. (O)
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