“(…) el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.
Aldous Huxley.
Explicar comme il faut un partido de baloncesto requiere siempre de un análisis polifacético. Hay que atender a la pizarra, sin obviar por otro lado la lectura de las diferentes rachas de acierto, influidas a menudo por el estado físico de los jugadores. También, por qué no, se ha de poner el foco en la actuación arbitral, si lo merece. Pero ante todo resulta fundamental atender a la gestión emocional, infravalorada clave que no puede soslayarse si de verdad se pretende desentrañar lo ocurrido. La confianza, el ímpetu, la frustración… son detalles que marcan el rumbo de una final. Sin embargo, en Berlín hubo otro sentimiento diferente condicionando todo el encuentro; de forma sorprendente si se tiene en cuenta la larga experiencia madridista en estas lides. Por desgracia para todos, el hilo común que definió la trama de esta tragedia griega —permítase el irónico desahogo— no fue otro que el miedo.
El primero de los momentos en que el temor atravesó los rostros del banquillo madridista fue muy al inicio. No se habían cumplido ni cuatro minutos de la final cuando el silbato del árbitro señalaba la segunda falta personal de Tavares, lo que prácticamente condenaba al gigante caboverdiano a no volver a pisar la pista hasta la segunda parte. Al Madrid le arrebataban su red de seguridad en defensa con una prisa inusitada para un encuentro de estas características. Chus Mateo se percató enseguida y vociferó de inmediato, con un rictus quebrado, dolorido, poco acostumbrado. Su lamento, más afligido y aterrorizado que amenazador, como de Cristo del barroco, no tuvo el peso que suelen tener las quejas del resto de sus colegas en los banquillos: fue castigado con una técnica que le despojaba de la posibilidad posterior de presionar. Y a fe que iba a hacer falta.
EL HILO COMÚN QUE DEFINIÓ LA TRAMA DE ESTA TRAGEDIA GRIEGA —PERMÍTASE EL IRÓNICO DESAHOGO— NO FUE OTRO QUE EL MIEDO
Los espectadores poco avezados aún no se habían dado cuenta. El acierto blanco del primer cuarto había sido sublime: treinta y seis puntos, con Musa demostrando el desparpajo que se le pide y hasta con un valiente Ndiaye encestando triples con autoridad. Algún futbolero que solo ve cuatro citas al año seguramente hasta se echaría mano al reloj con un ademán impaciente: chico, tráeme ya la cuenta. Al fin y al cabo, en el segundo cuarto el Madrid se estaba permitiendo juntar en el mismo quinteto al Chacho, a Causeur, a Rudy y más tarde a Llull. Pero en el minuto 12 se produjo el punto de inflexión. Las tres faltas de Nunn habían dejado toda la responsabilidad en Sloukas, probablemente el base más en forma de Europa, quien no defraudó. La defensa del Panathinaikos subió varios peldaños, aprovechando que el criterio de Difallah y Belosevic estaba decidido de antemano: no importa qué sucediese bajo cada canasta, el contador de personales iba a ser forzosamente salomónico. Antes un tratado diplomático que un sello notarial: una para ti y otra para ti, y lo que suceda en el medio cuénteselo a otra ventanilla. Si no lo vemos, no es ilegal. La frustración de varios jugadores fue creciendo hasta dejar paso a un indisimulado desasosiego. De +14 a marcharse a los vestuarios con un 54-49.
A la vuelta del descanso, sin apenas tiempo para pensar, llegaron la tercera de Tavares y de Campazzo. En ese instante el pánico cundió ya sin cortapisa. Grant y Lessort habían cerrado el aro heleno, y los de Ataman culminaron la remontada poco a poco, sin prisa pero sin pausa, mientras el Madrid se afanaba en fallar triples. 0 de 11, cada uno de los intentos casi peor que el anterior. La falta de alternativas era inexplicable, y la precipitación no respondía a ninguna lógica, salvo a la del terror. Por qué no se buscó alguna penetración causeriana que intentase variar los ataques con opciones menos predecibles es un enigma que jamás tendrá respuesta. Para más inri, el Panathinaikos tampoco apabullaba todavía a esas alturas, se iba despegando en el marcador como a cámara lenta, igual que se perciben los accidentes aeronáuticos y los hundimientos de edificios. Llull consiguió en un arrebato el espejismo de un acercamiento —76-79—, y Mateo quiso recurrir en defensa al truco de zona, destruida esta vez sin contemplaciones por varios misiles de un imponente Sloukas. Las manos de los madridistas continuaron encogidas, las dos torres y Campazzo acabaron eliminados por faltas, y el título se terminó de perder en medio de una atmósfera irrespirable, espantosa.
La derrota deja un sabor terrible, solo parcialmente subsanable si se transforma en rabia en el próximo choque contra el Barcelona. La liga ACB de repente se convierte en una obligación absoluta, si bien conviene no engañarse: la herida de Berlín únicamente puede cerrarse del todo en la próxima Final Four. El Madrid se ha visto, de manera inesperada, como Edmundo Dantès en el castillo de If: ha pasado de un futuro prometedor a un impensado —e inmerecido— castigo. Condenado a pelear a cara de perro un título menos ilusionante y a lamerse las heridas. Para lograr la redención, necesitará de un abate Faria que le recuerde, de modo insólito a estas alturas, que, más allá de victorias y derrotas, el miedo es aquello que nos separa de lo que realmente somos.
Getty Images.
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