"..Al final salen las mulillas para llevarse al toro. Recuerdo en más de una ocasión, con el mayor espanto imaginable, asistir al arrastre del toro con un tractor. ¡Trágame tierra! ¿Cabe mayor bochorno? Creo que no.."
Apuntes al natural: Espectáculo en tres actos
(Acto tercero)
La Fiesta de los Toros ha experimentado grandes transformaciones desde la Prehistoria: el hombre caza al uro, antecesor de nuestro toro bravo; en la Edad Media los caballeros lancean al animal totémico; se apartan los nobles y son los plebeyos de a pie los que se hacen dueños y crean la fiesta en el siglo XVIII, apareciendo las cuadrillas y los nombres de los espadas con Francisco Romero a la cabeza. Pero no es ahora cuestión de pormenorizar avatares y vaivenes de la tauromaquia, sino comentar los giros en el gusto de la gente desde el siglo XIX hasta nuestros días. Si empezaron siendo los varilargueros los protagonistas, pasado el tiempo son los matadores los que se llevan la palma. Si antaño los vuelos del capote producían admiración y sumaban a la hora del recuento, hoy pasa a ser el tercio de muleta el que acapara la máxima admiración, la que da y la que quita. Es el tercer acto del espectáculo el que justifica la Fiesta de los Toros y en él estamos.
Cuando los toques clásicos de timbales y clarines han cortado el aire, el matador toma los trastos de matar: la muleta y el estoque. Ambos son solo potestad del matador. La franela recogida. Sobre ella, el estoque simulado y con la montera en la mano, se acerca al palco presidencial. Con un “buenas tardes”, el saludo protocolario, pide a la presidencia licencia para matar.
Capítulo siguiente es el brindis. No es obligatorio ni entra en el protocolo. El torero, si lo desea y ve cualidades en el toro que va a lidiar, hará un brindis cuyo destinatario puede ser una persona, varias o incluso todo el tendido. Es un error pensar que brindando al público éste será más benevolente si las cosas van mal. El espada solo debería brindar cuando confíe en que tiene el toro adecuado para salir muy airoso de la faena. Por poner un ejemplo: si el Jefe del Estado asistiera al festejo y por mor del protocolo el diestro se sintiera obligado a brindarle su toro… sin duda trataría de cumplir con el mayor compromiso.
En tanto, el toro está al cuidado de los subalternos que con los mínimos capotazos tratan de sujetarlo. El matador, por lo general, espera que su peón de confianza lleve el toro a su jurisdicción y empieza la faena, que puede ser desde el principio muy directa o de castigo, doblándose con el toro, tocando los flancos y, si consigue hacerse con el astado, tratando de componer una faena artística. La personalidad del torero es importante, su conocimiento de las querencias del toro y sus embestidas, sean broncas o pastueñas. Todo contribuye a marcar los derroteros para conseguir el mayor lucimiento. Ningún torero debiera tener en mente una faena preconcebida hasta que el toro no le dé las claves, o no sabrá lo que mejor interesa a su propósito. De ahí que pueda hacerse una faena muy meritoria a un marrajo y también desaprovechar una noble embestida si no hay recursos suficientes. Así es de difícil el arte del toreo. Es muy claro que los buenos toros descubren a los malos toreros.
Permítanme ahora una broma que no lo es tanto, porque haremos un alto para hablar del botijo. Los tiempos cambian, es verdad, pero en un espectáculo en el que tanto prima la tradición, echo en falta ciertos elementos que en su día fueron nota simpática y característica, como el botijo de la cuadrilla. Cuando los subalternos viajaban todos en la típica ranchera, a veces en compañía del matador, se colocaban en la baca todos los avíos de la lidia, y en un extremo, junto al esportón de los capotes, indefectiblemente… el botijo. Botijo de barro blanco, tripudo, grande, cuya misión no era solo la de saciar la sed o lavar las manos, sino también la de empapar la muleta en tardes ventosas. Ahora nos vemos abocados a la botella de plástico de litro y medio y al vasito de metal. Ya ven ustedes en qué ha quedado la tradición.
Cuando el matador comienza una faena con visos de tener enjundia, la Banda de Música ameniza las suertes, las tandas de naturales y derechazos y cuantos adornos decida el maestro incorporar a la faena. El diestro trata de sacar el máximo partido de la arrancada del toro. Mejor la faena corta y bien estructurada que la larga y tediosa. Dando por acabado su cometido, se acerca a la barrera a cambiar espada por estoque de muerte. Cesa la música tras un fuerte golpe a contratiempo del bombo, con lo que se anuncia de forma palpable la suerte suprema. Estamos ante el momento más peligroso de la lidia, el instante crucial en el que están en juego las ovaciones, las vueltas al ruedo, las orejas y hasta la vida o la muerte. Por todo ello se requiere máximo silencio. Un silencio en el que van unidos el temor, la confianza, el recelo, el valor, la temeridad… que no es sólo del matador sino también la del público que vive con él el instante de la muerte del toro.
Con descabello o sin él, un acero certero y eficaz hará llegar la alegría o la decepción a torero y público. Tanto mayor esta alegría si el astado dobla con prontitud.
Cuando el público solicita una oreja para el matador, la pedirá con fuerza. Si hay mayoría de pañuelos el Presidente estará obligado quiera o no a concederla. Si el respetable sigue insistiendo en que la faena ha sido merecedora de más trofeos y el Presidente en su criterio no los cree justos, se negará a otorgarlos. Y si el Presidente estima que la faena del torero merece una segunda oreja, no debería esperar a la demanda del público, él mismo debiera sacar de buen grado y con derecho los dos pañuelos. Es lo que pienso al margen de lo que específicamente fije el reglamento El público sólo tiene una prerrogativa: la concesión de la primera oreja. El resto es solo competencia de la máxima autoridad sin dejarse llevar por populismos y sin miedo al abucheo.
Al final salen las mulillas para llevarse al toro. Recuerdo en más de una ocasión, con el mayor espanto imaginable, asistir al arrastre del toro con un tractor. ¡Trágame tierra! ¿Cabe mayor bochorno? Creo que no.
El espada recibe los trofeos si los hay; da la vuelta al ruedo, saluda desde el tercio, (raras veces porque en la actualidad el público prefiere optar por al silencio en vez de dedicar unas palmas al maestro) o bien escucha abucheos. Así es la lidia.
Diríamos aquí que el festejo, muerto el protagonista, ha terminado. Pero no es así. Como en una Corrida al uso hay seis toros, se repiten los tres actos en cada uno de los cornúpetas. Son como seis espectáculos con las mismas pautas pero con los diferentes criterios que imponga Su Majestad El Toro. Por eso nada es igual. Manuel Martínez Rueda allá en 1831 escribió: “En la Plaza de los Toros todo es grandioso, natural y verdadero.
Francisca García
Toros de Lidia/11 diciembre, 2023
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