Más sobre el genocidio americano
- Hay un caso de distribución de mantas contaminadas con viruela con el propósito de contagiársela a los indios. Sus protagonistas fueran británicos.
Jesús Lainz
Recordarán los malévolos lectores habituales de esta columna que la semana pasada comentamos el derribo de la estatua de Colón en Los Ángeles por unos concejales demócratas que le acusaron de haber sido el origen del genocidio de los indios americanos. Y también recordarán que nos preguntamos si tan insistente propaganda antiespañola –tan insistente como que arrancó en el siglo XVI– no podría estar sirviendo para tapar otras culpas.
Para analizar brevemente la cuestión, regresemos un momento hasta su origen. Es decir, hasta fray Bartolomé de las Casas, aquel Protector de los Indios que, con el buen propósito de defenderlos de abusos por parte de los conquistadores, sacó de su pluma en 1552 un texto lleno de exageraciones y mentiras que tuvo gran éxito durante varios siglos tanto en España como en otros países, especialmente en aquéllos cuyos intereses políticos y religiosos chocasen con los de España.
La sensatez de su texto fue inversamente proporcional a su eco propagandístico, como ha sucedido a menudo a lo largo de la historia. Ya Montaigne, al escribir en 1588 sobre la conquista española de América, subrayó que la información sobre sus crímenes había llegado al mundo gracias a los mismos españoles. Se estaba refiriendo, naturalmente, a Las Casas.
Dos siglos más tarde, Daniel Defoe puso en labios de su inmortal Robinson Crusoe (1719) la condena de la conducta de los españoles en América, donde "aniquilaron a millones de indígenas":
Y a causa de esto el nombre de español se considera expresivo de espantoso y terrible para todos los pueblos de la humanidad que sienten la compasión cristiana, como si el reino de España se particularizara por producir una raza de hombres carentes de los principios de ternura y piedad hacia los miserables, que se consideran señal cierta de los que cobijan en el alma generosos sentimientos.
Algunas décadas más tarde, Voltaire y Montesquieu, tocando de oídas, difundieron por toda la Europa ilustrada que Felipe II dio la orden de exterminar a los indios y que sus ejércitos, para asegurar la posesión de América, destruyeron a sus habitantes.
Debido a estas y otras aportaciones, a menudo acompañadas de los espeluzantes grabados de Théodore de Bry para la edición holandesa de 1597, que hicieron que el mensaje calara hasta en los analfabetos, la idea de la naturaleza sanguinaria de los españoles se difundió por todo el mundo y por toda la eternidad. En la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo en torno a la creciente hostilidad hispano-yanqui a causa de Cuba, muchos autores anglosajones y de otros países protestantes sostuvieron la idea de que la peculiar crueldad de los españoles se había mantenido con el paso de los siglos, lo que se comprobaba con las corridas de toros, último pasatiempo sangriento que le quedaba a un pueblo anestesiado y encanallado por los autos de fe de la Inquisición.
De todo esto han sacado petróleo los separatismos vasco y catalán, que han construido su rechazo a España con argumentos pseudohistóricos que pretenden probar la diferencia moral de sus "naciones". Por ejemplo, uno de los clásicos de la historiografía nacionalista, Bernardo Estornés, explicó así en 1933 la diferente actitud que tuvieron los vascos ("los nuestros") y los españoles ("las naciones vecinas") en América:
Mientras los soldados y aventureros de las demás naciones destruían a los indígenas del país y les atropellaban bárbaramente, los nuestros se dedicaron con todo afán a la obra más grande y humana que pueden envidiar las naciones: a la colonización. ¡Qué hermoso es llevar a tierras de mentalidad y costumbres rudimentarias o extraviadas de su recto fin, los principios de la verdad, de la justicia, de la libertad y de la connivencia social! Esto hicieron los nuestros para contraste hermoso con la conducta de los hijos de las naciones vecinas.
En cuanto a los separatistas catalanes, no hará falta recordar la eterna letanía de "Hispanitat és Genocidi" que, con la inestimable colaboración de buena parte de la izquierda de toda España, cacarean incansables cada 12 de octubre.
Pero vayamos con un caso concreto de transferencia de culpa, asunto con el que empezábamos estos párrafos. Hace algunos años se filmó un cortometraje, titulado Conquista-Dora, en el que, para enseñar a los niños la conquista de América, se presenta a los españoles como esclavizadores, saqueadores, violadores y asesinos en masa. La técnica exterminadora habría consistido en la distribución de mantas impregnadas con humores de enfermos de viruela. Se trata de una sátira de Dora la exploradora y ha sido utilizada por no pocos profesores estadounidenses en sus clases de historia, por lo que conviene no despreciar el efecto que cosas como ésta pueden producir en las indefensas mentes infantiles.
Por supuesto, no hay nada en toda la historia española en América que tenga nada que ver con esto. Pero, efectivamente, hay un caso, muy bien documentado, de distribución de mantas contaminadas con viruela con el propósito de contagiársela a los indios para acelerar su desaparición. Lástima que sus protagonistas fueran británicos.
Se trata de lo que sucedió en Fort Pitt (hoy Pittsburgh) en el verano de 1763. Asediados los británicos por los indios del jefe Pontiac, el capitán Simeon Ecuyer se las arregló, durante un parlamento con los sitiadores, para obsequiarles con dos mantas, una sábana y un pañuelo impregnados con humores de enfermos de viruela. El capitán William Trent, partícipe en la operación, escribió en su diario: "Les hemos dado mantas y un pañuelo sacados del hospital de viruela. Espero que produzcan el efecto deseado". Algunos días después, cuando el coronel Henry Bouquet preparaba una incursión para liberar Fort Pitt, el comandante de las fuerzas británicas en las colonias, el general Jeffery Amherst, le escribió lo siguiente:
"¿Sería posible esparcir la viruela entre las tribus rebeldes? En esta ocasión debemos usar cualquier estratagema a nuestro alcance para someterlos. Parece que el capitán Ecuyer actúa con gran prudencia, y yo apruebo todo lo que dice haber hecho".
Bouquet le respondió con determinación y haciendo referencia a lo que consideraba un método español:
"Intentaré contagiar a esos bastardos con algunas mantas, teniendo buen cuidado de no contagiarme yo mismo. Quisiera poder emplear el método español de cazarlos con perros ingleses y la ayuda de exploradores y alguna caballería, lo que, en mi opinión, conseguiría extirpar o alejar a esas alimañas".
A lo que replicó Amherst:
"Hará bien en intentar contagiar a los indios mediante mantas o cualquier otro medio que pueda servir para extirpar esta raza execrable. Me alegraría mucho de que su idea de cazarlos con perros pudiese llevarse a la práctica, pero Inglaterra está demasiado lejos como para pensar en ello en estos momentos".
El de Fort Pitt fue un episodio aislado, no extensible al resto de militares y gobernantes, tanto británicos como estadounidenses, algunos de los cuales expresaron su deseo de convivir pacíficamente con los indios; aunque también muchos de ellos acabaron resignándose al enfrentamiento inevitable ante el empuje del hombre blanco. Pero no deja de ser sintomático que un hecho del ejército británico pase a la cultura popular y a las pantallas infantiles como algo cuyos culpables fueron los españoles.
Así que, llegados a este punto, no queda más remedio que mencionar el episodio americano cuyos protagonistas fueron, efectivamente, los españoles y la viruela. Porque en 1803, cinco años después de que el médico inglés Edward Jenner inventara la vacuna contra tan terrible enfermedad, Carlos IV, ante la epidemia desatada en Nueva Granada y Perú, ordenó organizar una expedición para difundir la vacuna por todos los territorios del Imperio, al frente de la cual puso a su cirujano de cámara, el alicantino Francisco Javier Balmis.
El principal problema técnico fue el de cómo conservar la vacuna activa durante el larguísimo trayecto que debería dar la vuelta al mundo. La solución de Balmis fue llevar veintidós niños que no hubieran pasado la viruela para ir transmitiéndoles aproximadamente cada diez días el suero con la variante bovina de la enfermedad, mucho más benigna que la humana y capaz de inmunizar a los seres humanos contra ella.
La Real Expedición de la Vacuna, dirigida por Balmis y otros ocho profesionales de la medicina, partió de La Coruña en el navío María Pita en noviembre de 1803 y, tras recorrer los territorios españoles de América y Asia, regresó a España once años después. Al llegar a Venezuela, los expedicionarios se dividieron en dos grupos. El dirigido por el médico leridano José Salvany y Lleopart se encargó del hemisferio sur, desde Colombia hasta Chile, trabajo en el que invirtió nueve años y durante el que Salvany falleció. Balmis, por su parte, tras recorrer numerosas ciudades mexicanas, embarcó hacia Filipinas, donde contó con la colaboración fundamental de la Iglesia para distribuir la vacuna por todo el archipiélago. Desde Filipinas saltó al continente, donde se ocupó de la colonia portuguesa de Macao y varias ciudades chinas de la provincia de Cantón. De regreso a España por Buena Esperanza, se detuvo a vacunar a la población de la británica Santa Elena.
Junto a la labor médica, los expedicionarios se encargaron de establecer Casas de la Vacuna y de formar nuevos profesionales para que el sistema de vacunación se mantuviese tras su marcha. Se calcula que fueron vacunadas cerca de millón y medio de personas, lo que logró una notable disminución de la mortalidad por viruela.
La Real Expedición de la Vacuna, primera iniciativa sanitaria internacional de la historia, fue la última de las cuarenta y cuatro expediciones científicas organizadas por la Corona española desde 1735 –con protagonistas tan eminentes como Celestino Mutis, Jorge Juan y Alejandro Malaspina– y concluyó en 1814, justo en el momento en el que España salía de la devastadora Guerra de la Independencia y entraba en el proceso de emancipación americana.
El propio inventor de la vacuna, Edward Jenner, señalaría que "no puedo imaginar que los anales históricos puedan aportar un ejemplo de filantropía tan noble y grande como éste". Y Alexander von Humboldt, el gran investigador de la América española de aquellos días, afirmó que "este viaje permanecerá como el más memorable en los anales de la historia".
Si Francisco Javier Balmis hubiera sido británico o estadounidense, todos los terrícolas le conocerían por alguna epopeya hollywoodiense con James Stewart en el papel protagonista. Y habría un Premio Balmis que honraría cada año a quien más se hubiera distinguido por su filantropía. Pero como fue español, no le conoce nadie. Y en España, menos que en ningún otro sitio.
En 1889, casi un siglo después de la expedición Balmis, Rudyard Kipling visitó los Estados Unidos. En el libro que dedicó a aquel viaje expresó su deseo de que no tardara en llegar el día en el que "todos los indios estén felizmente muertos o borrachos"; y señaló que "la mayoría de los americanos son apabullantemente sinceros respecto a los indios: –Librémonos de ellos lo antes posible –dicen. –No nos sirven para nada".
Ya lo dejó dicho Nietzsche: por lo que más se nos castiga es por nuestras virtudes.
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