Abro cualquier antología de poesía española y me encuentro con multitud de hermosos poemas que me hacen reflexionar.
Leo un soneto anónimo del siglo XVI: «Mis ojos fueron luego de corrida / por ver la cosa en fin que más agrada; / pero, de la camisa delicada, / les fue la dulce vista defendida».
De la misma época es el delicioso poema de Diego Sánchez de Badajoz: «No me las enseñes más, /que me matarás. / Estábase la monja / en el monasterio, / sus teticas blancas / de so el velo negro. / No me las enseñes más, / que me matarás».
Nos sorprende la franqueza de un encuentro erótico, tal como lo cuenta fray Damián Cornejo: «Salí de casa y víneme al mercado. / Vi un ojo negro, al parecer rasgado, / blanca la frente y rubia la melena». En el XVII, el genio conceptista de Quevedo sentencia: «Primor quiero atisbar, que no ventana».
En el XVIII, siglo de fabulistas y libertinos, el severo juez Meléndez Valdés disfruta viendo «la huella peregrina / de su albo seno en el corsé».
El romántico Juan Nicasio Gallego canta así al pecho de Corila: «Y en verle se recrea / y en él posado, el mundo señorea. / ¿En qué alabanza cabe / de sus dos globos la sin par belleza, / la ondulación suave, / la fina tez y mórbida firmeza?».
También fue lasciva –me temo– la mirada de Rafael Alberti a los «rubios, pulidos senos de Amaranta, / por una lengua de lebrel limados».
Quizá todos estos poetas no vieron nada, sólo imaginaron, y sean los pensamientos los que haya que prohibir. O quizá seamos todos –tú también, lector, y yo– unos pervertidos que merecemos castigo.
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