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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 26 de junio de 2013

La importancia de llamarse Marcelino / Por Ignacio Ruiz Quintano



La importancia de llamarse Marcelino

Ignacio Ruiz Quintano
Si esto fuera un test proyectivo, a la palabra “España” respondería uno con Quevedo (su ciego llevando a un cojo al hombro es inmortal), y luego, con don Marcelino: el de la foto (que yo he visto en Casa Salvador) bailando en el perímetro de Maleni Loreto, hija de una gitana de Sevilla y de un paisano de la Montaña.

Lola Flores sería el Cristo de Velázquez cabreado, pero Maleni Loreto fue la otra asignatura llave del genio español, con (en lo genial) Pastora Imperio.

–Yo aprobaría benévolamente a quien no supiera los reyes godos, pero no a quien estuviera flojo en Pastora –dijo Ruano, antes de la guerra de las becas de Wert.

De Pastora se decía que movió los brazos como no los había vuelto a mover nadie, y ella contestaba que sí, que movió los brazos y todo lo que había que mover, pues también movió los pies, “porque con los brazos sólo hubieran acabado por meterme en una maceta”.

¿El ballet es gitano?
No, señor. No puede serlo. Sólo hasta tres personas, como máximo, pueden conjuntar una cosa gitana. Más ya es una verbena.

Por eso Maleni baila sola: ella y su duende, más el toque en rizo epigramático de don Marcelino, pantalón corto, calcetín largo y zapato Gorila, siempre de la ceca a la meca, de Luis Miguel a Julio Aparicio, esposo (hoy viudo) de Maleni y dueño de una maledicencia inteligente, espléndida, para la sobremesa.
(Maleni, a todo esto, alumbró al torero Julio Aparicio, creador de la faena más delirante que a uno le haya sido dado ver en la arena de Las Ventas.)

Don Marcelino parece el cascarrabias chiquirritín de Camba, un veterano de Chicote y la Gran Vía que asesta (porque así suele salir esta raza, que es la nuestra) puñetazos heroicos en los cafés y luego comienza a dar gritos porque se ha hecho daño, que agita los brazos en el vacío, que patalea y que vocifera hasta que se ve sujetado por los brazos y en absoluta imposibilidad de moverse.

Pepe Blázquez, sin embargo, asegura que, sentado a la mesa, don Marcelino, que acompañaba frecuentemente en la cena a Luis Miguel (cuando Luis Miguel quería estar solo de mujeres), era quien en la conversación decía la última palabra, y Olano lo sorprendió un día mandando a hacer gárgaras a Picasso, que le quería pintar un retrato.

La enseñanza de don Marcelino es que en la tracamundana vida española nadie será de veras grande sin un don Marcelino que le imponga, contra la risa, la seriedad, pero contra la seriedad, la risa.

La seriedad de estar con Maleni y la risa de que en priápico vuelo rasante te la rapte… don Marcelino.
¿Quién no tiene a un don Marcelino a remojo en el vinagre del corazón?


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