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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 9 de julio de 2013

En el Ganges - Raja Rao / Por Joaquín Albaicín



"...Hay cantaores y toreros largos, conocedores y practicantes de todos los palos y todas las suertes, artífices de trasteos kilométricos y recitales interminables que arrancan bostezos a las ovejas. Luego, salen Oliva Soto o Curro Díaz con tres verónicas y media –como salían Juanito Mojama o Chocolate con sus tres cosas de siempre– y les borran el faenón y el novelón como quien pasa por la pizarra el paño mojado y no deja ni rastro de las tropecientas ecuaciones en tiza que habían acabado, sí, con el cuadro, pero únicamente en términos de espacio. ¿Por qué? Porque hay hondura, fondo, limo, solera... Lo que pasa con el Ganges y con Raja Rao..."

  • Un sartal de relatos o una novela hilada a base de mosaicos de la vida benaresí
Joaquín Albaicín.-
Cuando viajé por primera vez a India, lo hice movido por el afán de conocer mejor el
origen del pueblo gitano y, por tanto, el mío propio. Me animaba, pues, una búsqueda del propio Grial o Sol interior (En pos del Sol se titularía, después, el libro resultante de aquellas estadías marcadas por interminables viajes en ferrocarril a ritmo de ghazal y pop punjabi, chapuzones en el Ganges, sopa de tomate y helados en Connaught Place, inmersiones en el mundo del kathak, té a todas horas, pesquisas entre los anaqueles de bibliotecas en desorden, el sabor y olor del masala y paseos por las callejuelas y escalinatas fantomáticas de Benarés).

Uno de los primeros lugares visitados, allá donde se encuentre, por cualquier escritor suele ser la librería más próxima a su casa u hotel. Si a ello se suma mi afinidad temperamental y cultural con el país hasta el que me había llevado British Airways, no puede extrañar que, al poco de mi adviento en una ya lejana madrugada al aeropuerto de Delhi, me convirtiera en voraz degustador de literatura india.

Fue en aquella época cuando descubrí a Narayan, a Vikram Sharma y, por supuesto, a Amitav Ghosh, cuyas novelas empezaba ya Herralde a publicar en España y una de las cuales –El cromosoma Calcuta– cuento entre las más fascinantes que he leído. Por lo que fuese, no leí entonces a Raja Rao, profesor en la Universidad de Texas y ya una figura literaria de referencia.

Había sido muy poco traducido al castellano, y sólo años más tarde, gracias a la inclusión de un relato suyo en una antología de autores indios publicada por Olañeta/Indica Books, conocí alguna pincelada de su obra. He celebrado mucho, por ello, la publicación por Pre-Textos de En el Ganges, un sartal de relatos o, si se prefiere, una novela hilada a base de mosaicos de la vida benaresí.

En aquellas estancias mías, que espero repetir en breve, fue Benarés la ciudad que más honda huella me dejó, quizá porque, en palabras de uno de los personajes de estos cuentos: “Te lo aseguro, nadie puede vivir en Benarés si no tiene mucha imaginación”… Será, quizá, por su carácter de ciudad donde se recala para morir –o para renacer, que tanto da– y lo mismo locales que forasteros vivimos sumidos en la permanente sensación de que, tal y como enseña el Vedanta, sueño y vigilia sólo transcurren separados por un levísimo tamiz. Benarés es un nexo entre intermundos. Y por ello, y vuelvo a citar a Rao: “Benarés no es un buen lugar para la gente ambiciosa”.

Imaginación no me falta y ambicioso nunca he sido, así que me siento siempre de lo más a gusto allí, incluso si la parada, como en este caso, es solamente literaria y de mano de la excelente traducción de Jesús Aguado. He de admitir, no obstante, que nunca reparé en que, como Rao sugiere, pueda ganarse dinero apostando en el boxeo a partir de un previo estudio del horóscopo de los púgiles, los buitres de Benarés respeten escrupulosamente el sistema de castas o la pira funeraria consuma antes el cadáver de la buena persona que el de la ruin.

Detalles como esos, se me escaparon. No gusto de acudir a sepelios ajenos, ceremonias que, por razones desconocidas para mí, excitan sobremanera a los turistas occidentales, que se desviven por fotografiar esas ceremonias fúnebres con compulsivo entusiasmo. Jamás llegó a mis oídos noticia de la celebración de una velada boxística (mucho menos, por boca de ningún astrólogo, y eso que visité a bastantes). Y la verdad es que nunca he echado muchas cuentas a los buitres.

Solía permanecer atento a la fauna local, pero sobre todo debido a mi interés por descubrir algún dragón, pues ocultan en su cabeza esa piedra o hueso que concede a su poseedor el don de tornarse invisible a voluntad, razón por la cual los indios de tiempos de Apolonio se desvivían por cazarlos a base de ensalmos. He disfrutado de verdad, en fin, de la lectura de esta obra de Raja Rao, que como novela-río acaso se quede corta, pero no deja de poseer la hondura de las sagradas aguas que la han inspirado.

Hay cantaores y toreros largos, conocedores y practicantes de todos los palos y todas las suertes, artífices de trasteos kilométricos y recitales interminables que arrancan bostezos a las ovejas. Luego, salen Oliva Soto o Curro Díaz con tres verónicas y media –como salían Juanito Mojama o Chocolate con sus tres cosas de siempre– y les borran el faenón y el novelón como quien pasa por la pizarra el paño mojado y no deja ni rastro de las tropecientas ecuaciones en tiza que habían acabado, sí, con el cuadro, pero únicamente en términos de espacio. ¿Por qué? Porque hay hondura, fondo, limo, solera... Lo que pasa con el Ganges y con Raja Rao.
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La Gaceta / Intereconomía

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