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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 14 de septiembre de 2024

Porque extranjeros fuisteis (Iglesia e inmigración) - Por Carlos Esteban


Sin embargo, parece que la nación y la patria, como la familia, son realidades permanentes. A este respecto, la doctrina social católica habla de sociedades «naturales», indicando que tanto la familia como la nación tienen un vínculo particular con la naturaleza humana, que tiene una dimensión social. La formación de toda sociedad se realiza en y a través de la familia: de esto no puede haber ninguna duda. Pero algo similar podría decirse también de la nación. La identidad cultural e histórica de cualquier sociedad se conserva y se alimenta de todo lo que está contenido en este concepto de nación. (Papa San Juan Pablo II, ‘Memoria e identidad: reflexiones personales’)

Porque extranjeros fuisteis
(Iglesia e inmigración)

La Gaceta-Ideas/Sptbre. 2024
El pasado junio, los dos grandes partidos españoles, decididos a regularizar por ley a medio millón de inmigrantes ilegales, encontraron el entusiasta y esperado respaldo a su iniciativa de la iglesia española. El presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Valladolid, Luis Argüello (en la foto), calificó “de sentido común” la propuesta. “Es de sentido común abordar una situación de hecho” no sólo por reforzar la dignidad de las personas implicadas, sino también porque a través de sus contratos “contribuirían al bien común de todos mediante sus cuotas a la Seguridad Social”.

No es el siervo mayor que su señor, y sería terminalmente ingenuo no ver en la actitud del estamento eclesial español ante una inmigración masiva que empieza a equivaler a una sustitución poblacional un reflejo aquiescente a la línea ideológica adoptada por el Papa Francisco, que ha hecho de la promoción de la inmigración uno de sus dos obsesiones políticas (la otra es la lucha contra el Cambio Climático).
Una de las principales perplejidades del conservador moderno es la sensación de orfandad que ha dejado en sus filas la deserción de los jerarcas católicos. Solo un ciego o un intérprete interesado puede negar el desconcertante giro hacia la izquierda de la iglesia postconciliar.

Es cierto que si la Iglesia pretende ser portadora de un mensaje atemporal y divino no puede sujetarse a ninguna categoría política humana, siempre pasajera. Pero históricamente la izquierda surgió explícitamente contra la visión cristiana de la vida, no meramente contra una estructura de poder, y en consecuencia la ha perseguido ferozmente en la persona de sus clérigos y fieles desde la Revolución Francesa hasta, en nuestros días, la dictadura nicaragüense de Daniel Ortega.

Algunos observadores han apuntado que el entusiasta respaldo de la jerarquía eclesiástica por la inmigración no tiene nada que ver con posturas presuntamente ‘progresista’ o con ideología alguna, sino con su mandato supremo, el de la caridad, y con su propia estructura universal. ¿No podría traducirse el término griego ‘católico’ como ‘global’? ¿No nació y se afianzó la Iglesia en un imperio de vocación universal, el romano, y no aspira, por tanto, a un Imperium sine fine? En cuanto a lo primero, la caridad, es frecuente la referencia a Éxodo 22:21: “No maltrates ni oprimas a los extranjeros, pues también tú y tu pueblo fuisteis extranjeros en Egipto”.

Ahora bien, la Iglesia tiene una larguísima tradición doctrinal que ha tratado este asunto de manera muy diferente, empezando por el llamado ‘orden de la caridad’. Es significativo que Cristo nunca habló de “amar a la Humanidad”, sino de amar al prójimo, esto es, al ‘próximo’ (o al vecino, como traducen los anglohablantes), lo que parece indicar no solo una concreción de ese amor, tan propenso a volverse vaga filantropía, sino también a una jerarquía de proximidad.

Así, San Agustín escribía en el siglo IV que “puesto que no se puede hacer el bien a todos, debemos considerar principalmente a aquellos que por razón de lugar, tiempo o cualquier otra circunstancia, por una especie de casualidad están más estrechamente unidos a nosotros”, y Santo Tomás de Aquino concluye en su Suma Teológica que “en igualdad de condiciones, se debe socorrer más bien a aquellos que están más estrechamente relacionados con nosotros”.

En el caso concreto de la inmigración, el Doctor Angélico hacía referencia al antiguo Israel, donde a los extranjeros “no se les admitía inmediatamente a la ciudadanía, como era ley en algunas naciones que nadie era considerado ciudadano sino después de dos o tres generaciones”. Juzgaba el santo que si se permitía a los extranjeros entrometerse en los asuntos de una nación tan pronto como se establecían en ella, “podrían ocurrir muchos peligros, ya que los extranjeros, al no tener aún el bien común firmemente en el corazón, podrían intentar algo perjudicial para el pueblo”.

Pero el argumento católico por un control razonable de la inmigración llega a nuestros días, muy especialmente en las reflexiones de San Juan Pablo II, que sufrió en carne propia tanto los peligros del nacionalismo exacerbado (el nazismo que ocupó su patria polaca) como la experiencia del riesgo de pérdida de identidad de su patria como consecuencia de una invasión.

Tras la guerra se difundió por todo Occidente una desconfianza hacia la reivindicación nacional que ha llegado a nuestros días, eclosionando en el actual globalismo. De esa desconfianza surgieron estructuras como el Mercado Común (hoy, Unión Europea) o la ONU. Pero Juan Pablo II, que vivió tan de cerca el dilema, concluye que el nacionalismo destructivo de ideologías como la del nazismo no debería hacernos rechazar la creencia en la validez permanente de la nación como entidad justa. La nación es una institución dada por Dios, para el santo Papa, y la «herencia espiritual» de la nación —la transmisión de sus formas culturales únicas de la fe de una generación a la siguiente— adquiere una importancia primordial.

En nuestros días, el cardenal africano Robert Sarah ha recordado especialmente a los europeos que la familia extensa de la nación implica necesariamente un componente “natural”, étnico. En su libro Se hace tarde y anochece, Su Eminencia explica que “los hombres no se parecen entre sí. La naturaleza también es rica en múltiples formas, porque Dios así lo ha dispuesto. Nuestro Padre pensó que sus hijos podían enriquecerse con sus diferencias. Hoy la globalización es contraria al designio divino. Tiende a uniformizar a la humanidad. La globalización significa separar al hombre de sus raíces, de su religión, de su cultura, de su historia, de sus costumbres, de sus antepasados”.

Antes que él, el Papa Benedicto incidía en estos dos aspectos de un pueblo, la cultura y realidad física de sus miembros. En su obra La nueva Europa, el ya Papa Emérito escribía: “Europa parece haberse quedado vaciada, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio, una crisis que pone en peligro su vida, que depende, por así decirlo, de trasplantes, pero que, por tanto, no pueden por menos de socavar su identidad. Este debilitamiento interior de la fuerza espiritual que antaño la sostenía va acompañado del hecho de que Europa parece estar en vías de desaparición también desde el punto de vista étnico”.

Y acabamos como empezamos, con San Juan Pablo II y sus palabras en Memoria e identidad: reflexiones personales: “La palabra latina patria está asociada a la idea y a la realidad del padre (pater). La tierra natal (o patria) puede identificarse de alguna manera con el patrimonio, es decir, con el conjunto de bienes que nos legaron nuestros antepasados… Nuestra tierra natal es, por tanto, nuestra herencia y también todo el patrimonio que se deriva de esa herencia. Se refiere a la tierra, al territorio, pero, sobre todo, el concepto de patria incluye los valores y el contenido espiritual que conforman la cultura de una nación determinada”.

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