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Entre los hitos que marcan la historia del toreo en las tierras de México, uno de los días más señalados es el del 31 de enero de 1943, cuando Silverio Pérez cuajó una faena que se considera inolvidable ante el toro "Tanguito", del hierro de Pastajé. "Uno por uno fue engarzando bellísimos muletazos coronando de gloria su magistral interpretación del toreo", escribió un crítico de la época. Y otros remató la efeméride con estas palabras: "Nadie ha hecho el toreo como este as de ases, a quien habría que levantarle no una placa sino una pirámide, una basílica o mejor aún, una montaña, para que existiese un monumento digno de su gloria".
La tarde del 31 de enero de 1943, en la plaza de toros El Toreo, de la Ciudad de México, tomaba la alternativa Antonio Velázquez, llevando como padrino a Fermín Espinosa “Armillita” y a Silverio Pérez, lidiando una corrida de Pastajé.
Vestía aquella tarde el torero, que recibió el cariñoso apelativo de “Faraón de Texcoco”, de vestido de marfil y azabache. En el quinto de la tarde, de nombre “Tanguito”, que resultó bravísimo, cuajó una de las faenas históricas de de los anales mexicanos. Le había antecedido Fermin Espinosa “Armillita”, con una actuación arrolladora ante el toro “Clarinero”, un trasteo que parecía difícil de superar.
Pero el toero de Texcoco, que siempre tuvo un gran respeto y admiración por “Armillita”, al que consideraba su maestro, no estaba dispuesto a dejarse ganar la pelea. Dicho quedó que “Tanguito” era un toro muy bravo; precisamente por en los primeros tercios de la lidia se había empleado tanto que al tercio final llegó ya muy castigado.
Por eso, ya en los tres muletazos de tanteo con los que Silverio Pérez inició su faena no hacía presagiar la que vino después. Ni el más fervoro de sus partidarios esperaba una faena tan grandiosa. Cuentas las crónicas que había que llegarle mucho al toro y medirle paso a paso la lentitud de su embestida.
El Faraón de Texcoco sacó entonces a relucir una increíble lentitud y temple en cada muletazo. Se cuenta que “hizo todo lo que es posible hacerle a un toro, incluso hasta lo que en esa época era considerado como imposible, pisar terrenos a los que nadie había osado llegar. Para cruzarse con el toro y provocar así su arrancada, pegaba saltitos, dos y hasta tres. Hizo derroche de su arte, dominio y conocimientos. Uno por uno fue engarzando bellísimos muletazos coronando de gloria su magistral interpretación del toreo”. Un faenón excepcional, luego premiada con las dos orejas y el rabo, teniendo que dar hasta seis vueltas al ruedo.
Después de matar a “Tanguito”, Silverio se dirigió a la barrera, donde le esperaba un “Armillita” todavía emocionado y se fundieron en un abrazo. Tiempo después Silverio Pérez reconoció que aquel reconocimiento de quien tenía como maestro fue el premio que más valoraba de aquella tarde.
Las crónicas de aquella tarde reflejaron lo ocurrido en el ruedo. A cuento viene reproducir lo que firmaba “José Cándido” –sobre nombre que utilizaba el crítico Rafael Solana—en el periódico “Multitudes”: “Nadie ha hecho el toreo como este as de ases, a quien habría que levantarle no una placa sino una pirámide, una basílica o mejor aún, una montaña, para que existiese un monumento digno de su gloria. La gente no se cansa de ovacionar la faena más grande del mundo, la faena de “Tanguito” que para tener digno monumento, tendría que ser inscrita con letras de oro en la cumbre misma del Popocatépetl.”
Y en el diario “El Universal”, “El Tío Carlos” –en la vida civil Carlos Septién García— sentenció: “Silverio rompió junto con Tanguito las leyes del toreo. Pero no como un anarquista de falsificado modernismo. Ni siquiera como un revolucionario a lo Lorenzo Garza. Lo hizo por la vía de la exaltación personal, con el orgullo humilde de quien cumple la exigencia de volcar un ritmo interno cada vez más claro, cada vez más imperioso. Con la certeza de quien ha descubierto otras leyes superiores a las cuales subordinar su arte: las leyes del mundo creador, libre y poético de la fantasía. Acortando hasta el último límite las distancias entre toro y torero. Ensanchando hasta lo increíble en uno y otro sentido el espacio en que el toro podría ir prendido en la muleta. Alargando hasta lo inverosímil el tiempo de dilación de un lance o de un pase. Haciendo por tanto un toreo diferente en temple y en terreno, en tiempo y en espacio. Con Silverio Pérez se inicia la época del toreo como fantasía y la escuela mexicana paga con creces su deuda al toreo universal, entregándole el mensaje de este indio de Texcoco, largo, huesudo, desangelado y genial”.
Tan fue así que Agustín Lara, músico y poeta, llevado de la belleza estética de la faena y del sentimiento que el torero imprimió en cada muletazo, se inspiró para componer su pasodoble “Silverio”, un verdadero himno a la personalidad en los ruedos y la profundidad al torear, y que dice: “Silverio, cuando toreas, no cambio por un trono mi barrera de sol”.
En la misma plaza, en la parte trasera de un sobre, el propio Agustin Lara improvisó un pequeño poema que dice:
Chaqueta color de menta
Voló a tus brazos morenos
Tus manos tintas de sangre
Temblando la devolvieron.
Puso el Sol en los tendidos
Toda la gracia del cielo,
Y se escaparon de mi arma
estas notas, y estos versos.
Al pie, con la fecha y su firma, el poeta dejó escrito: “Tarde inolvidable”.
De la trascendencia que se le concedió a aquella tarde del torero de Texcoco puede ser un ejemplo cómo 50 años después, el 31 de enero de 1993, en la plaza de toros México se le rindió un homenaje a Silverio como recuerdo de esa faena inolvidable.
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