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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 10 de octubre de 2025

¿Quién es el torero? por José Carlos Arévalo

Foto: Philippe Gil Mir

'..Siempre merecieron una admiración más amplia que la del hombre valiente que se juega la vida enfrentándose a la fiera. Nunca la identidad del torero tuvo un talante deportivo. Siempre se les valoró por algo más que la destreza y el valor..'

Cuando el uro desapareció de Europa -según Ortega y Gasset, Leibniz testificó la muerte del último uro en los bosques de Polonia en el siglo XVII-, los españoles seguían jugando con el toro. Algunos piensan que su subsistencia se debe a que la Península tiene una encrespada orografía, con reductos muy inaccesibles, difíciles de atravesar en aquellos tiempos y que por ello el agresivo toro ibérico, el descendiente más directo del uro, pudo mantenerse a salvo a través de los siglos en aquellas reservas naturales.

Pero no es cierto. El investigador vallisoletano Julio Olmedo ha descubierto un embarcadero de la época romana para toros agresivos. Y ha documentado que se hacían pruebas de bravura en el campo de Raso de Portillo muchos siglos después, quizá a comienzos de la corrida caballeresca.

No, el toro bravo, hoy llamado con propiedad toro de lidia, existe por una sola razón: a los españoles les gustaba torear. Y aquí entiendo por toreo, burlar la acometida del toro. Supongo que se le esquivaba o quebraba, porque la invención de la capa de vestir, de la que proviene la de torear, es muy posterior (Béjar -Cáceres-, entre los siglos XIII y XIV), pero debió de ser mucho tiempo después y lejos de Extremadura cuando se la empezó a utilizar como trebejo taurino, pues fueron los vascos, que inventaron el toreo, quienes empezaron a usarla para torear.

La historia del torero nace con la cuadrilla. Y de esta tenemos dos noticias, ambas del medioevo: las de a caballo, formadas por hombres dueños de sus armas y de un equino, quienes eran liberados por el rey de la dependencia de su señor, para servirle en su guerra contra el Moro. Estos guerreros acostumbraban a jugar con el toro que encontraban en sus correrías. Parece ser que luego se les otorgó el nombre de hidalgo. La segunda, de a pie, se desgaja de la cuadrilla temporera de recolectores, hombres también libertos, que cobran por su trabajo. Igualmente nomadean, mas para “torear” en las fiestas patronales de los pueblos.

Todo indica que mientras las cuadrillas rurales, compuestas por lidiadores muy anárquicos, en algunos mataderos, sobre todo andaluces, se formaban diestros que en aquellos días servían de auxiliadores a los caballeros en plaza. Poco a poco, lo que estos hacían a pie con la capa y con su cuchillo -el uso de esta arma les dio el nombre de chulo, apelativo que en caló significaba cuchillo- interesó más a la gente que la actuación del caballero, constreñida por la obligación borbónica de que montaran a la brida (a la francesa) y no a la jineta, monta hispanomusulmana que sirve para torear a caballo. Pronto se simultanearon dos festejos, la corrida caballeresca, ya descafeinada, y la corrida a pie, en la que el caballero fue sustituido por el varilarguero, quien acosaba al toro a caballo en movimiento y que pronto derivó en picador, que picaba a caballo parado, a la par que el matador adquiría el protagonismo de la lidia.

Esta cuadrilla, con la misma estructura que la actual, contaba con más intervinientes: el matador -jefe de la cuadrilla- y su mozo de espadas, el medio espada -subalterno adelantado, a quien el matador le cede la muerte de algún toro-, banderilleros bregadores y puntilleros. Los picadores, aunque actuaban a las órdenes del matador, fueron incorporados a la cuadrilla más tarde, por disposición de Francisco Montes “Paquiro”.

El matador y su cuadrilla heredan de la Caballería taurina el código ético que rige su relación con el toro durante la lidia. De ahí que el perfil mítico del torero y sus hombres sea idéntico al del legendario caballero medieval y sus caballeros auxiliares: el torero suele ser un joven humilde que abandona la casa paterna para ejercer un oficio prohibido o no deseado por su familia; el caballero es un hijo segundón, sin derechos hereditarios, que busca su fortuna en las armas, Ambos recorren un duro camino iniciático, con pruebas de sangre. El caballero busca el amparo de un Señor, que lo arma caballero y lo forma; el torero (antiguamente, hasta finales del siglo XIX) se forma en la cuadrilla del maestro que lo acoge y le da la alternativa. Los dos tienen un padre biológico y un padre mentor. Los dos usan, o no, la opción a tener, como los profetas, los héroes y los clérigos, dos nombres, el familiar y el público. Los dos son nómadas, el caballero en busca de empresas (encuentros armados) que le procuren gloria y botín; el torero en busca de corridas que le den fama y fortuna. Los dos padecen, por la naturaleza peligrosa de sus vidas, la ausencia femenina, siempre con la mente en una idealizada y lejana mujer. Y algunos viven azarosos amores secretos, como los caballeros que, en las medievales cortes de amor, disfrutaban ilícitas relaciones con altas damas de la Corte; así como los toreros fundacionales de la lidia -Costillares, Romero, Illo- gozaron de ilustres damas de la aristocracia.

La estructura mítica del torero y su cuadrilla se mantiene en lo esencial, pero algunas cosas han cambiado con la evolución económica, cultural, en definitiva, social. Así, la larga travesía del maletilla ha sido sustituida por la escuela -eso sí, con el precedente decimonónico de la Escuela de Sevilla-; la medicina moderna ha desdramatizado, salvo en el ruedo, la vida social del torero, ya muy similar a la del resto de sus congéneres; y también ha descendido su posición de auténticos héroes lúdicos nacionales, por la competencia de ases de otros espectáculos y, sobre todo, por la pertinaz campaña en su contra del animalismo.

Muy interesante es su evolución estética. Siempre merecieron una admiración más amplia que la del hombre valiente que se juega la vida enfrentándose a la fiera. Nunca la identidad del torero tuvo un talante deportivo. Siempre se les valoró por algo más que la destreza y el valor. Desde un principio se les jerarquizó la belleza que segrega la maestría, la admiración de un valor ético y el respeto que produce el hombre que se pone a prueba en el marco de una situación límite.

Pero si siempre el acto de torear bordeó el universo del arte, y si desde un principio hubo toreros que merecieron la valoración de artistas, el reconocimiento de que la corrida de toros es un inobjetable género escénico y el toreo un acto de creación cristaliza con la llegada a la Fiesta de Juan Belmonte. Tras su debut en Madrid, de inmediato los intelectuales y artistas reconocen al trianero como un artista trágico que triunfa sobre la tragedia. A sus cánones toreros, como el andamiaje de un arte nuevo. A su tauromaquia, entonces llamada belmontismo, como el principio de un vanguardismo fundacional -eran tiempos de vanguardias artísticas y científicas- que crea un nuevo arte temporal, inefable e inigualable.

Desde entonces el torero será el único artista que compromete, siempre, su vida con su obra, el único que se enfrenta a la tragedia, que a veces triunfa y la convierte en fiesta. Un artista paradigmático al que ahora llaman asesino los 700 mil firmantes de la ILP y que esta semana ha perdido en el Congreso de los Diputados su primera gran batalla contra la Tauromaquia. Felicitemos al PSOE, que tenía la llave de la derrota o de la victoria.

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