'..Esa frase tan común entre los diestros explica por qué se lidian toros delante del público, pues en la aceptación sin reservas de que el astado tiene derecho a la vendetta (“me ha perdonado la vida”) como consecuencia del atávico maltrato que padece a manos del hombre, el torero asume la culpa universal por el sufrimiento causado a los animales y encuentra un modo de expiarla, que no es otro que las corridas de toros..'
«Me ha perdonado la vida»
El modo español de superar los encuentros con el miedo infinito
Por Jorge Sánchez de Castro
En el documental Tardes de soledad (Albert Serra, 2024) el torero Roca Rey (en la fotografía), pálido como la cal, le dice a su cuadrilla luego de una terrible cogida que le mantiene varios segundos entre la cabeza del toro y las tablas: “me ha perdonado la vida”.
El matador entiende que el animal había mostrado compasión renunciando a la venganza contra él. No cabe testimonio de mayor admiración a la fiera que reconocer su magnánimo gesto de indulgencia.
Esa frase tan común entre los diestros explica por qué se lidian toros delante del público, pues en la aceptación sin reservas de que el astado tiene derecho a la vendetta (“me ha perdonado la vida”) como consecuencia del atávico maltrato que padece a manos del hombre, el torero asume la culpa universal por el sufrimiento causado a los animales y encuentra un modo de expiarla, que no es otro que las corridas de toros.
Por tanto, los argumentos de los contrarios a la fiesta respecto a que el toro sufre en el ruedo los hace suyos el torero desde el primer momento, pero mientras los antitaurinos terminan aquí, las corridas de toros sólo acaban de empezar.
El derecho a la venganza como compensación a la agresión
El espectáculo taurino escenifica el drama de un personaje vestido de luces intentando purgar el pecado original de la violencia, sometiéndose para ello a la posibilidad del desquite por parte de la fiera.
Las corridas de toros constituyen el ritual de una disculpa: la del lidiador que le ofrenda al toro su vida mediante sucesivas provocaciones en las que le concede la oportunidad de que le hiera o le pasaporte, como compensación por un maltrato que ni pudo ni quiso evitar.
En la plaza no se nos oculta que somos impuros, pero nos muestran que podemos superarlo siendo héroes, esto es, realizando acciones que se convierten en ejemplo de virtud.
El papel del torero sería similar al del malo de las películas que sólo se salva si es el autor de un hecho insólito donde ofrece más de lo esperado, aun a riesgo de su existencia.
Ahora bien, si los diestros vuelven cada tarde a los cosos poniendo en riesgo su vida como penitencia, con la esperanza de que el toro les absuelva antes de morir por su estoque, también confían en su destreza para salvarse debido al recuerdo perenne de que no siempre el toro es generoso.
Voluntad de vivir
Hasta ahora hemos visto que la corrida tiene dos tramas diferenciadas que se entrelazan.
En la primera el hombre obliga al toro a una lucha sangrienta y en la segunda el torero se hace perdonar otorgando al burel la facultad de vengarse.
Pero aún hay lugar para otro giro de guion, pues el matador pone en juego o arriesga su vida no para morir, sino para sobrevivir al vendaval que él ha excitado.
Le proporciona al toro la revancha, pero se encomienda a la benevolencia del animal y a su tauromaquia para no fallecer en la plaza.
No busca el suicidio como el samurái con el seppuku, sino defenderse del toro, del miedo hecho carne en la figura de una res brava en puntas.
Esa representación del perdón por parte del torero al toro poniendo su destino en los pitones del morlaco, es indisociable de una voluntad férrea de salir del enfrentamiento con vida, pues el juego consiste en saber que “soy mortal, pero a lo mejor no”.
Si el hombre supiese que es inmortal no se molestaría en ponerse a prueba con un insignificante toro, aunque éste sea un plenipotenciario de lo irremediable.
Sin embargo, aunque seamos conscientes de nuestra sustancia perecedera, comportarnos como si no fuéramos efímeros, como si pudiéramos ser más fuertes que nuestro sino, es una pulsión igual de humana que la certeza de nuestro fin.
Esta contradicción nos permite evocar a José Bergamín y decir que cada tarde de toros es una exposición itinerante del arte de birlibirloque.
La virtud de vivir sin miedo
Por último, viendo toros aprendemos que no se trata sólo de sobrevivir, sino de hacerlo sin miedo a lo inevitable.
Quedémonos con que las corridas de toros son un entrenamiento con fuego real contra el misterio último, una forma de manejarlo, de convivir con él, citándolo.
Por eso en el transcurrir de la lidia podemos apreciar un muestrario de virtudes. Desde la justicia de ofrecerle al animal que va a morir la posibilidad de matar, hasta la fortaleza del torero que supera las ganas de salir corriendo.
En este sentido, los festejos enseñan al pueblo que huir multiplica el pánico, que la “espantá” alienta la persecución. Contemplando cómo el toro acosa con mayor brío al subalterno que toma el olivo, entendemos, por ejemplo, que la desbandada de los manifestantes es un acicate para la represión policial.
Por eso la quietud ante el toro que embiste es la prueba de un “sello de soberanía” (Jünger) que nos informa de poder llegar a ser casi invulnerables si controlamos al horror.
Saber vivir sin miedo es el preludio de la libertad, pues confrontar los peligros y superarlos confiere fuerza, plenitud, sin las cuales el libre albedrío es pura quimera.
Puestos a elegir, esta enseñanza moral sería la principal aportación de las corridas de toros al bien común, y quizás sea la causa del renovado interés que provocan en la juventud de una sociedad que pasa sus días en una resignada sumisión.
El engaño como medio
En el duelo entre el toro que tiene derecho a vengarse y el torero que quiere existir como hombre libre, media una tela conocida como percal que hace las veces de objeto sagrado por su función taumatúrgica de confundir al autor del miedo hasta lograr someterlo.
Lejos de la opinión común, la pieza clave de la tauromaquia no es la espada que da la muerte, sino el capote y la muleta que la burlan, incluso en el acto del volapié (“la que mata es la izquierda”, reza la máxima taurina, refiriéndose a la mano que lleva la muleta cuando el torero ejecuta la suerte suprema portando el estoque en la derecha).
Su uso se concibe como forma de protegerse de la fiera utilizando la mínima ventaja (una tela) que posibilite la venganza del animal, excluyendo la violencia hasta el último momento.
No es casual que un sinónimo de muleta sea la palabra engaño, pues a la fuerza bruta del toro no se le vence oponiéndole una fuerza más bruta todavía, sino mediante la astucia embaucadora que la esquiva y la doma.
Era previsible que con el paso del tiempo el manejo del percal fuera refinándose hasta convertirlo en materia artística.
En una conferencia publicada en Barcelona en 1929, “La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, Carl Schmitt expone que teología, metafísica, técnica y estética son los conceptos sucesivos que han dado forma a los cinco últimos siglos de las sociedades europeas.
Si la teología determinó la vida del hombre bajo la idea del “Dios todopoderoso”, la metafísica nos permitió comprender la realidad y la técnica ayuda a transformarla; la aspiración a lo bello moldea cualquier actividad humana desde hace un par de siglos.
Por tanto, las corridas de toros no han escapado al paradigma estético totalizante, pero no vamos a decir nada más sobre este asunto por tratarse de un efecto colateral o secundario respecto a la función esencial del capote y la muleta, esto es, zafarse de la parca cuando el toro acomete.
Arquetipo español del hombre libre del miedo
Empezamos el artículo haciendo mención a una película y lo terminamos rememorando otra.
En una de las escenas de Apocalypto (Mel Gibson, 2006) el padre que va a ser degollado le dice a su hijo que le mira expectante atado junto a otros prisioneros: “no tengas miedo”. Ese es su escueto testamento.
El joven que no quita la vista del padre mientras la sangre brota de su cuello parece preguntarse cómo se puede no tener miedo de la muerte.
Ese enigma el hombre ha intentado resolverlo creando arquetipos según las civilizaciones.
Uno sería el suicida que, abrumado por su impotencia, corta por lo sano practicándose el harakiri. Otro el vaquero del Oeste, que incrementa su potencia física y confía en las fuentes de la autosuficiencia (las armas y la propiedad privada) para vivir aislado, pero siempre listo para contrarrestar los avatares de la fatalidad.
El modo español de adquirir esa destreza para superar los encuentros con el miedo infinito son las corridas de toros, un juego que convoca a la muerte provocando a un astado a la vista de una multitud como testigo de que no se dará gato por liebre, le otorga derecho a la venganza y finalmente le vence utilizando el método no violento del engaño, relativizando así el negro prestigio de la muerte.
Si han llegado hasta aquí quizás se pregunten que todo esto está muy bien, pero por qué tiene que ser la víctima el cornúpeta.
Si quieren más batalla cultural a favor de las corridas de toros les ruego que esperen hasta el próximo artículo.

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