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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 8 de mayo de 2025

TAUROFOBIA / por Horacio Reiba “Alcalino”


El texto de hoy también está tomado del libro "Ofensa y defensa de la tauromaquia" y, bajo el título de TAUROFOBIA, se aproxima a una disección de la mente del antitaurino, analizado a través de su obsesiva aversión a las corridas de toros.  

TAUROFOBIA

(16 de julio de 2012)

El domingo anterior, un ruidoso grupo contrario a las corridas de toros se manifestó en los aledaños de la Plaza México, y hasta hubo quien propuso comprar boleto y protestar dentro del coso aprovechando la escasa afluencia del público taurino, proverbialmente pacífico en comparación con la agresividad de dichos opositores. Finalmente, se retiraron por donde habían llegado y nada turbó el desarrollo de la 2ª novillada de la temporada. 

Belicosidad extrema. Un dato a retener es precisamente el contraste entre la animosidad de los antitaurinos y la tolerancia de los aficionados, cualesquier sea la población o país donde tal confrontación se reproduzca, cosa que viene ocurriendo con cada vez mayor frecuencia. Y por si alguna duda existiese aún acerca de qué lado es el violento y agresivo en tan unilateral contienda, ahí están las redes sociales para confirmarlo: no hay página o filmación taurina cuyo blog esté a salvo del furor condenatorio, traducido en insultos irreproducibles contra toreros y aficionados, pues de asesinos a unos y sádicos malnacidos a los otros no nos bajan. Estribillos consabidos, como “toros sí; toreros no” o “la tortura no es arte ni es cultura”, suenan como rondas infantiles al lado de los sonoros epítetos que el anonimato de la red estimula en los antis, que acaso sin darse cuenta están desmintiendo con tan descompuesta gritería la presunta superioridad moral que se supone en la base de sus airadas recriminaciones.

En realidad, son comportamientos dictados más por una especie de fobia al toreo que por las humanitarias razones aducidas.

Taurofóbicos. Aunque el movimiento contra las corridas de toros se ha denominado antitaurino, animalista, incluso progresista, ecologista, compasivo o civilizatorio, sus características corresponden punto por punto a una reacción fóbica, entendiéndose “fobia” por “aversión obsesiva a alguien o a algo” o, mejor aún, “temor irracional compulsivo”, definiciones ambas de diccionario, con las cuales se corresponde sin duda el comportamiento –efectivamente compulsivo e irracional—de los adherentes a la moda persecutoria de todo lo que huela a tauromaquia. Algo que, por lo demás, están muy lejos de entender o siquiera de intentarlo.

Quien padece fobia a los espacios cerrados (claustrofobia) responde ante la situación objeto de su aversión con el impulso ciego de evadirla, sin ninguna posibilidad ni deseo de razonar su pánico. Sin embargo, lo usual es reconocer tal reacción compulsiva como problema propio, y ni se le ocurriría a quien la sufre culpar a los arquitectos que diseñan el tipo de espacio que lo enferma. Arreglados estaríamos si las personas con fobia a la sangre –hay quienes se desmayan al ver una gota-- decidieran encabezar un movimiento contra los cirujanos, acusándolos de “atormentar” a sus pacientes por puro sadismo. Que es, más o menos, lo que los taurófobos nos reclaman a toreros y taurófilos (según estudios recientes, los toros segregan durante la lidia dosis masivas de dopamina y otras sustancias que inhiben el dolor, tal como pacientes anestesiados).

Otra manera de enfocar el fenómeno “fobia” sería desde el punto de vista de la sensibilidad, atributo humano si los hay, pero susceptible de jugarnos malas pasadas cuando se exacerba al grado de escapar de un control mental más o menos razonable. La persona que, aterrorizada por la presencia de minúsculo ratoncito es capaz de lanzarse por la ventana de un tercer piso puede ilustrar un caso extremo en este sentido. Y si este ejemplo pudiera parecer caricaturesco, piénsese en todo el daño que puede llegar a causar una aversión compulsiva cuando, enfocada contra otros seres humanos, emprende los tortuosos atajos de los racismos o las homofobias. Que, por cierto, suelen encontrar una compensación tranquilizadora en el cuidado mimoso de sus mascotas, muy notorio, por ejemplo, en Adolf Hitler.

¿De quién es el problema?   Está a la vista la enorme y aberrante diferencia entre los taurófobos al uso y quien es consciente de padecer cualquier otra fobia y que, por lo mismo, procura no colocarse en una situación que la desate: mientras éste procede como persona inteligente, los otros intentan remediar su congoja arremetiendo en forma irracional y violenta contra quienes simplemente no la compartimos. Lo hacen, además, amparándose en una supuesta superioridad moral, que según su credo, los autorizaría a cargar contra el culpable –el torero, el taurino, usted, yo, quienquiera que practique el toreo o se aproxime al toreo con ánimo de disfrute espiritual o lúdico--  utilizando como arma la diatriba y permitiéndose la comisión de actos de evidente vandalismo y ruindad. El mismo impulso destructor que alienta las innumerables guerras y los conflictos humanos mal canalizados.

No es de extrañar, en estas condiciones, que la taurofobia se niegue a conocer y reconocer al adversario elegido, y que evada tajantemente toda posibilidad de diálogo, puesto que lo ha condenado de antemano y sólo le queda volcar sobre él –sobre ellas y ellos-- un arsenal completo de denuestos y censuras: la prohibición de las corridas es, se quiera o no, un típico caso de censura.

Según tan enrevesada lógica, su furor sólo podrá encontrar paz una vez consumada la destrucción total del enemigo. Por eso, lo único que se le ocurre es clamar por la abolición de las corridas de toros, y acusar de sadismo y crueldad a quienes las posibilitan y disfrutan.

Ficción contra realidad. Es cierto que un movimiento tan próspero y difundido como el que nos ocupa no habría alcanzado tales dimensiones sin un argumentario más o menos coherente en qué sustentarse. El amor por los animales y la consecuente negativa a provocarles dolor está en su base, pero visto que toda forma de cultura –imitando en esto a la naturaleza—implica poner cierta fauna al servicio de las sociedades humanas a fin de poder satisfacer diversas necesidades, y considerado el inevitable sacrificio de animales tanto para nuestra alimentación como en incontables experimentos de carácter científico, por no mencionar los daños y desaparición de especies provocados por actividades comerciales y de urbanización a gran escala, es claro que las razones puramente humanitarias revelan un tufo de evidente hipocresía. 

Se requieren, por tanto, razones más elevadas, y es por eso que los taurófobos añaden, con ahorro de pruebas, que gozar con las prácticas taurinas atrofia la sensibilidad humana, fomenta la crueldad y siembra, especialmente en niños y jóvenes, semillas de violencia y de futuros desarreglos psicológicos, contrarios a la buena convivencia y al progreso social.

Otra cara del pensamiento único. Un observador medianamente avispado advertirá que este tipo de patrañas tuvo su origen en culturas del todo ajenas al fenómeno taurino, que fueron creando en su seno núcleos con una clara orientación fóbica hacia lo que, en su desconocimiento e ignorancia, tomaron equivocadamente por actos de barbarie primitiva y cruda, en todo caso, el motivo ideal para justificar un intervencionismo  presuntamente redentor, del cual se ha nutrido el leitmotiv de todos los colonialismos y racismos habidos y por haber.

La taurofobia es, pues, uno de tantos prejuicios etnocéntricos, propios de las ideologías de dominación política y económica que, precisamente, están en la raíz del imperialismo anglosajón que hoy pugna por acentuar su dominio, bajo la denominación aparentemente inocua de globalización.

Muy mal tendría que estar nuestra sociedad y completamente a la deriva la cultura en México para hacerle el juego al pensamiento único en éste y en otros temas, en vez de orientar energía y creatividad hacia causas real y humanamente liberadoras, ante las cuales los antitaurinos suelen guardar piadoso silencio.

-Del libro de Horacio Reiba “Alcalino” OFENSA Y DEFENSA DE LA TAUROMAQUIA, Edit. BUAP. pp 163-166

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