EN COLMENAR VIEJO MURIÓ UN TORERO
Por Fernando Mirat Arellano
La tarde iba despacio aquel 30 de Agosto de hace 25 años, ya antaño, pero aún presente en el recuerdo de los que presenciamos aquella corrida de toros a la que habíamos acudido con aire festivo.
En la arena un toro y un torero frente a frente. Un toro que demostró su bravura con casta poder y pies; era el sexto y se llamaba “Burlero”, negro jirón, astifino, ofensivo con los cuernos acomodados para producir crueles heridas. Y un torero joven, valiente, cuyos triunfos ya se empezaban a contar; se llamaba José Cubero “Yiyo”.
Una faena torera llena de emoción, rubricada con quite de “chicuelinas”, pases de rodilla, muletazos por bajo de los que someten, redondos con temple, naturales con lentitud y vuelos de muleta, pases de pecho, trincheras de desmayo. En fin, faena en un platillo donde un toro bravo y un torero de raza se funden arropados por el calor de un público desbordado por unos pases mágicos que erizan el pelo.
Un pinchazo y una estocada en lo alto parecían la antesala de trofeos, todo olía a triunfo, nada hacía presagiar un fatal desenlace.
Y es que el toro es un animal que embiste, y cuando sobresale por su bravura, su carácter agonístico le hace luchar hasta los albores de su propia muerte, ni siquiera la agonía los detiene.
Consiguió Burlero por instante burlar su muerte. Sacó la bravura que llevaba dentro, temperamento y poder suficientes para embestir la penúltima vez; derribó sin hacer presa y “Yiyo” sobre el albero, se revolvió en un palmo, y a los capotes que estuvieron prestos al quite los ignoró por completo, henchido de furia parecía saber cual era su presa, y al pronto la encontró, embistió por última vez prendiendo al torero sobre el suelo por la axila, y con sus acomodados cuernos elevó el cuerpo erguido hacia el cielo, y de un certero derrote le infirió la mortal cornada que le partió el corazón; quedó el torero sumido sin agonía en un sueño eterno del que ya no se despertó.
“Yiyo” derribado y a merced del toro intentó sortear la embestida, pero esa última burla, ese último quite que le hubiera salvado la vida, no lo consiguió. Él que con maestría, valor y arte de torear tantas veces burlador de embestidas, había sido burlado por el bravo y fiero animal; y en el toreo que es vida y que es muerte, ese día triunfó la muerte.
Ese momento, los toros, que son gloria, pero también tragedia y muerte, pareció recordar un canto de poeta: los versos de Rafael Alberti a la muerte de Joselito “El Gallo”:
Cuatro arcángeles bajaban
Y abriendo surcos de flores
Al rey de los matadores
En hombros se lo llevaban.
Virgen de la Macarena,
mírame tú como vengo,
tan sin sangre, que ya tengo
blanca mi color morena.
Los espectadores allí presentes pasamos de la emoción única del arte efímero, del ritual de la tauromaquia, al instante eterno. Se hizo el silencio en la plaza, el silencio de la incertidumbre y muy pronto de la desesperación, silencio que se rompe por sollozos y exclamaciones de pena y dolor. El ocaso del astro sol marcaba el final de la vida de un torero. Así el lugar escénico otrora de triunfos y fracasos, el coso de la “Vieja Corredera” de Colmenar Viejo, se convirtió en un escenario de tragedia, en el que como el teatro griego murieron toro y torero.
Atrás quedó el alba de un día que se apaga
Atrás quedó la estela de una faena encantada
Atrás quedó la tierra de sangre roja manchada
Atrás quedó lastimera la gente silenciada
Atrás quedó en la memoria
Una muerte no anunciada
Atrás quedó en la entraña de la Villa
Colmenareña
Atrás quedó rota una terna torera
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